El viajero insomne

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“Busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes y corrientes.” En boca de Jim, protagonista del breve relato homónimo que abre El gaucho insufrible, esta declaración de principios se ajusta al pie de la letra a la búsqueda de su creador, Roberto Bolaño (1953-2003). Una búsqueda que, truncada prematuramente por un mal hepático que por desgracia no tuvo remedio —W. G. Sebald (1944-2001), otro autor muerto en plena posesión de sus facultades narrativas, es una dolorosa referencia inmediata—, dejó como legado una docena de libros, escritos en su mayoría a partir de la década de los noventa (Amberes data de 1980; Monsieur Pain, de 1982), que han venido a ventilar el paisaje un tanto estancado de la literatura en nuestro idioma. Una búsqueda que arrancó de un centro —el exilio como la condición sine qua non del hombre moderno— para luego desplazarse hacia el margen de la mano de seres nómadas, desterrados del mundo y de sí mismos, al igual que el Wakefield hawthorneano, que vagan por “carreteras solitarias que [parecen] carreteras posnucleares y que [ponen] los pelos de punta”. Una búsqueda que, pésele a quien le pese, se alejó de esa generación de la clase media a la que sólo le interesa “el éxito, el dinero, la respetabilidad”, y aplicó el consejo de Baudelaire de lanzarse “al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo“. (Curioso que haya quienes sostengan, como Guillermo Samperio en Nexos, que Bolaño “es un narrador con recursos más bien limitados con los que aborda temas que reflejan sus preocupaciones y obsesiones”; cabría preguntar si existe algún escritor que aborde temas que no le preocupen o le obsesionen. Samperio va más allá al decir que siempre esperó que Bolaño madurara, “pero la malaria de la simple soberbia, esa salteadora rapaz, se lo impidió”. Por fortuna, soberbia simple o compleja aparte, hay autores de la talla de Susan Sontag, para nada amigos de Bolaño, que han opinado con entusiasmo de su obra; en un artículo publicado en The New York Times Magazine, Francisco Goldman, que tampoco conoció al chileno, señala que éste “escribió de algún modo en la forma que Martin Amis llama la ‘autobiografía superior’: con el electrizante ingenio en primera persona de un Saul Bellow y una visión propia, extrema y subversiva”. Nada de malaria: fue un hígado en pésimas condiciones lo que impidió que Bolaño continuara madurando la indomable subversión patente en sus libros.)
     Pero vayamos al grano, o como leemos en “Literatura + enfermedad = enfermedad”, una de las dos demoledoras conferencias incluidas en El gaucho insufrible, “acerquémonos por un instante a ese grano solitario que el viento o el azar ha dejado justo en medio de una enorme mesa vacía”. No es fácil hablar de un título póstumo, menos aún si el autor de dicho título acaba de fallecer; la muerte da a esas páginas un aura inconclusa, una sensación de lo-que-pudo-haber-sido, que tardará un tiempo en despejarse. Queda claro, sin embargo, lo que El gaucho insufrible es: otra prueba de la habilidad de Bolaño, ese solitario que se ganó a pulso un sitio de honor en la mesa de la narrativa iberoamericana y que, paradójica, venturosamente, siempre estuvo bien acompañado por sus lecturas múltiples y obsesivas, palpables en los epígrafes que pueblan su obra. Aunque no sólo en los epígrafes; Kafka, por ejemplo, inaugura El gaucho…, pero su presencia benéfica se extiende a uno de los cinco cuentos (“El policía de las ratas”, fábula kafkiana donde las haya) y al cierre de “Literatura + enfermedad = enfermedad”. Sigamos: Borges, Di Benedetto y Bianco, gran tríada argentina unida por la B que comparte Bolaño, sobrevuelan el relato que bautiza el volumen; Juan Dahlmann, el alter ego borgesiano de “El sur”, reencarna en Héctor Pereda, el abogado que en un arranque digno de Paul Gauguin opta por renunciar a la civilización. (Mientras que Di Benedetto aparece aludido en una línea, Bianco, otro observador del universo de los roedores como demuestra su novela Las ratas, se convierte en el caballo de Pereda: un antihomenaje delicioso que ilustra el humor bolañiano.) En “Dos cuentos católicos”, el encuentro entre un joven que aspira a ser sacerdote y un asesino en pos de la santidad, trasunto del torturado San Vicente, recupera el flujo policiaco que nutre otros libros de Bolaño. En “El viaje de Álvaro Rousselot”, los ecos de El tañido de una flauta, de Sergio Pitol, se suman a una crítica sagaz del círculo cultural que cristaliza en una frase:

Las promesas más rutilantes de cualquier literatura, ya se sabe, son flores de un día, y aunque el día sea breve y estricto o se alargue durante más de diez o veinte años, finalmente se acaba.

Fieles, por supuesto, a las preocupaciones y obsesiones que refleja la obra de Bolaño —entre otras, la realidad como un telón lleno de rasgaduras ominosas que pueden ser un tragafuegos del df, unos conejos feroces, unas camas de manicomio o un elevador con una camilla vacía—, los textos de El gaucho insufrible constituyen en sí mismos una crítica a ciertos modos narrativos a los que se les da una saludable vuelta de tuerca. Una crítica que, aunque trasladada a veces al orbe de los sueños —otro rasgo característico del chileno: una lluvia de sillones incendiados sobre Buenos Aires, un extraño virus que infecta las ratas, un Pen Club repleto de clones de un autor—, está firmemente plantada en este mundo merced a una ironía filosa como la guillotina de “Los mitos de Chtulhu”, la conferencia que clausura el volumen, con la que ruedan las cabezas de varios landmarks literarios de España y Latinoamérica. Si, según leemos, “para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder”, Roberto Bolaño fue entonces un viajero cabal: un nómada que, pese a ser proclive a los rituales del sedentarismo, no dudó en tomar la mano de Baudelaire para perderse en territorios desconocidos —incluso incómodos— a ver qué hallaba, a ver qué sucedía. Un viajero insomne que, desde su estudio en Blanes, en tanto los demás dormíamos, atendió el llamado de su propia, inconfundible odisea:

Mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto.~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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