El rostro en la ciudad

Brujas (la muerta)

Georges Rodenbach

Traducción por Prólogo y traducción de Cristian Crusat

Firmamento

Cádiz, 2023, 152 pp.

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Es Brujas (la muerta), de Georges Rodenbach (Tournai, Bélgica, 1855-París, 1898), una novela que no vacilaría en calificar de perfecta. Ya en el momento de su publicación, en 1892, despertó el interés de la crítica: fue la primera nouvelle en la que tanto el texto como la imagen –en este caso, las fotografías de la doliente Brujas– jugaban un papel primordial. No obstante, su mérito no reside en los aspectos meramente formales del libro, sino en otras cuestiones que me parece fundamental discutir en este texto: el modo en que el sentido se acerca y nos elude, la manera en que los significantes dialogan entre sí, se trenzan, se desplazan, se desdicen y nos hablan de una novela plural, en el sentido barthesiano del término. Así, la ciudad, las voces, las campanadas, la imagen de la mujer, el amor-pasión o la muerte son vehículos para hablarnos de algo más, para aproximarnos, como diría Borges, a la inminencia de una revelación que no se produce.

Primero, lo evidente: es de agradecer la finísima labor editorial llevada a cabo por Firmamento. Como en pocas editoriales, se observa en ella la intención de erigir una línea editorial fundada en el gusto del editor, algo que pareciera casi extinto en los tiempos que corren. Por eso, cada libro es una declaración de principios, un catálogo de las obsesiones personales del editor Javier Vela, y a la vez una búsqueda de renovación, modernidad y vitalidad literarias. Que, en la actualidad, una editorial se mantenga de espaldas a las modas y se centre en la conformación de un catálogo, al más puro estilo de Calasso, representa una bocanada de aire fresco para los lectores que no leen de acuerdo con un sistema de pensamiento.

Aproximarse a Brujas (la muerta) es acercarse a una serie de topos literarios: por un lado, la imagen de la mujer –que obsesiona a Nerval, a Rodenbach, a Bioy Casares, pero también a cineastas como Alain Resnais, Alfred Hitchcock o Céline Sciamma–; por otro, la ciudad como protagonista, que encontramos en Thomas Mann (La muerte en Venecia), Leopoldo Alas “Clarín” (La Regenta), W. G. Sebald (Los emigrados) o Juan Rulfo (Pedro Páramo), por mencionar algunos ejemplos. Y, sin embargo, aunque estos dos grandes temas tensionan la trama, en un sentido casi dialógico, hay otra cuestión, igual de importante, que se planta frente al lector: la de la novela misma y su construcción, la de los engranajes que urden una historia para contarnos otras.

En La importancia de la novela, Karl Ove Knausgård discute algunos de los ensayos de D. H. Lawrence, entre ellos “Why the novel matters”, y explica: “Para Lawrence, la vida era una oleada, ingobernable, imprevisible y en constante cambio. Todo lo que impedía el cambio, es decir, lo acabado, lo definido, lo categorizado, lo absoluto, iba en contra de la vida. De manera que toda rutina, todo plan, todo sistema ordenado era una especie de muerte en vida.” En Brujas (la muerta), Hugues Viane, un viudo gris y desolado, incapaz de sobrellevar la muerte de su mujer, decide instalarse en Brujas para regodearse en su dolor, para hacerse uno con la ciudad, para fundirse con las calles solitarias y las beguinas piadosas que todo lo miran y todo lo juzgan. Ahí conoce a Jane, una mujer idéntica a la muerta, un espejismo que poco a poco se asoma y se disuelve gracias al influjo de Brujas. En el fondo, lo que señalan Knausgård y Lawrence se aproxima a lo que parece decirnos Rodenbach en este libro: Brujas (la muerta) es la historia de una ciudad muerta y una novela llena de vida; una ciudad definida y categorizada que se le impone a Hugues y carga contra él con toda la fuerza del absoluto, y una trama que se le escapa al lector, que rehúye de una sola interpretación estableciendo una serie de analogías y cajas chinas. Bajo la sensación de orden y contención, el lector descubre pronto el movimiento de la novela: no solo vemos al protagonista dando largas caminatas por las calles o atravesando los puentes, sino también dudando de sí mismo, retractándose, cediendo a sus impulsos, rehuyendo de la unanimidad que gobierna a la ciudad. En el fondo, Brujas es un reflejo del alma distorsionada de Hugues, un individuo que anhela un amor que se ha extraviado para siempre pero cuya esencia, así sea adulterada, busca preservar a toda costa. El rol de la ciudad no es pasivo; Brujas no es observada: observa. Y también opina, critica, se escandaliza, intenta moldear la conducta de Hugues. Mientras más cerca está él de experimentar la felicidad, aunque sea una felicidad envilecida –porque la naturaleza de Jane es vil y codiciosa–, más fuertemente se percibe la presencia de Brujas.

En Brujas (la muerta) es fundamental el juego de espejos y fantasmagorías: cuando Hugues decide instalarse en la ciudad tras la tragedia, el narrador afirma: “Se estableció una ecuación misteriosa. A la esposa muerta debía corresponderle una ciudad muerta […]. Él precisaba de un silencio infinito y una existencia tan monótona que apenas le diera la sensación de estar vivo.” Pero el protagonista no está muerto: la suya es solo la apariencia de la muerte. La de Jane, en cambio, es la apariencia de la esposa viva; la de Brujas, la de la esposa muerta: “Brujas era su muerta. Y su muerta era Brujas. Todo se reunía en un destino idéntico.” El romance tortuoso y accidentado que sostiene con Jane alude al delicado “sentido de la semejanza” que menciona el narrador, semejanza que lo lleva a obsesionarse con ella. Su paulatina transformación, por tanto, no solo contamina la visión que Hugues tiene de Jane, sino la que tiene de la ciudad misma. A medida que Jane se aleja de la imagen de la muerta, emerge la de Brujas en toda su terrible analogía, recordándole que el rostro de la muerta no está en la nueva amante, sino en la propia ciudad, y que, si de un espectáculo de prestidigitación se trata, Brujas es el espejismo verdadero.

En “El arte de narrar”, Walter Benjamin recordaba una historia relatada por Heródoto: la de Samético, el rey egipcio que fue tomado prisionero por Cambises, rey de los persas. Para humillarlo, Cambises hizo que Samético admirara la entrada triunfal de los persas, observara a su hija convertida en sirvienta y viera cómo su hijo era conducido junto con otros para ser ejecutado. En todo momento, el rey permaneció impasible. No obstante, cuando reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, se golpeó la cabeza con los puños y dio muestras del más profundo dolor. ¿Por qué el rey se conmueve solo al ver al sirviente? Según Benjamin, Heródoto no lo explica, o no lo suficiente. No hay respuesta porque todas son posibles, y esa es la clave, no solo del arte mismo de narrar, sino de lo que ocurre en este libro. Las posibilidades de sentido de Brujas (la muerta) son ilimitadas: si nos remitimos a Hans Mayer, cabría pensar que “lo femenino fatídico es imposible de domesticar” y que, por tanto, Jane podría unirse a Dalila, Judit, Galatea u Ofelia, mujeres paradigmáticas que trastocan la idea cristiana de lo femenino, encarnada por la esposa muerta; otra lectura podría sugerir que hay una suerte de tensión entre la mirada masculina y la mirada de la ciudad, y que la mirada femenina ocupa en todo caso un papel secundario; otra podría plantear que Hugues, desbordado de amor, solo podía asir la ausencia de la amada, su recuerdo, y no a la amada misma, y que por tanto Jane no era ni memoria ni resurrección de la carne, sino algo a medio camino que solo contribuía a cristalizar su desconsuelo. No creo que ninguna de esas lecturas sea capaz de abarcar la pluralidad de este libro: como en el relato de Samético, la novela no se explica ni se traduce, sino que se mueve en el terreno de la ambigüedad, de la complejidad de los significantes, del infinito del lenguaje.

Brujas (la muerta) es una novela que no se cierra nunca: es un duelo entre la ausencia y la presencia, entre el cuerpo de la amante viva y la memoria de la amada muerta, entre la incisiva Brujas y el atormentado Hugues. Más que una historia sobre el amor más allá de la muerte, este es un libro sobre la ciudad como prolongación de la pasión amorosa. A fin de cuentas, como indica el narrador, “toda ciudad es un estado del alma”. ~

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es crítica literaria y colaboradora de la revista Criticismo.


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