Cada navidad publico el mismo mensaje en redes sociales: “Nadie sale del salón hasta que aparezca mi ejemplar de Buenos presagios”. En cierto momento de 2009 se lo di prestado a alguien que seguramente ahora ni siquiera recuerda que lo tiene. Un profundo desasosiego invade al alma cuando no hay delito que perseguir, cuando los responsables no se dan por aludidos. Los últimos años me la he pasado comprando libros sobre economía o matemáticas, un poco para compensar aquella pérdida. No me culpen: a veces el duelo toma formas poco ortodoxas.
Y sin embargo estaba escrito que ese libro tendría que extraviarse. Es lo que en ocasiones llamo “la auténtica mano invisible”, las fuerzas oscuras que uno pone en acción cada que piensa que puede compartir una lectura. Le pasa a todo el mundo: página a página, mientras avanzan de una fascinación a la siguiente, los lectores elaboran la Lista de Personas que Quizá Deberían Leer esta Novela. No es cuestión de generosidad: simplemente sucede, nadie sabe a ciencia cierta por qué. Los lectores inteligentes a menudo esconden ese pensamiento como lo harían con cualquier otra idea vergonzosa. Otros parecemos no haber aprendido de experiencias pasadas… y damos prestado ese libro.
MJ me recomienda analizar con rigor la manera obstinada con la que hablo de títulos y autores en las reuniones y encontrar ahí el origen de mi desventura. Una conversación estándar que tengo con las personas cuando platicamos de, por ejemplo, el fetichismo de la mercancía o del camino que han seguido nuestros excompañeros de la preparatoria Godoy como cristianos convertidos es la siguiente:
–…y eso también le sucedió a Agnes la Chalada.
–¿De qué estás hablando?
–Es un personaje de Buenos presagios, la novela de Gaiman y Pratchett,
–No la conozco.
–Deberías estar leyéndola en este momento.
–No sé, ahora estoy a la mitad de Vida y destino.
–Hombre, haz una pausa. Todo mundo se toma unas vacaciones a la mitad de Vida y destino y lee seis o siete libros. No se diga más, mañana te traigo mi ejemplar.
Lo que sigue es que yo hable del humor de la novela, de su temática apocalíptica, de sus hilarantes notas al pie y de sus personajes –entre ellos, Adan Young, también conocido como “El Adversario, Destructor de Reyes, Ángel del Pozo sin Fondo, Bestia a la que llaman Dragón, Príncipe de Este Mundo, Padre de las Mentiras, Vástago de Satán y Señor de las Tinieblas”–. A veces aprovecho que mi interlocutor entra al baño para citarle párrafos completos desde el otro lado de la puerta: “Para comprender el estado de la humanidad puede que baste con saber que la mayoría de los grandes triunfos y grandes catástrofes de la historia no se deben a que las personas son buenas en esencia o malas en esencia, sino a que las personas son en esencia personas.”
Habré prestado la novela unas quince veces, porque si algo tiene Buenos presagios es su facilidad para congregar lectores. Algunos verán esto como un mal síntoma –ya se sabe: siempre que se quiere hablar pestes de un libro exitoso, hay que tomarse la molestia de salpicar a quienes se reúnen a su alrededor–, pero yo lo veo más como una virtud. Cuando uno lee el complejo proceso de escritura de la novela, descubre que su estado natural es el de una conversación que parece no tener fin. “Ninguno de los dos estaba seguro de quién había escrito qué”, asegura Gaiman, y esa es la sensación que tiene un lector que ha intercambiado demasiados correos privados con sus amigos acerca de un mismo libro.
Ahora caigo en cuenta de que perdí Buenos presagios por intentar serle fiel a su carácter comunitario. No me arrepiento. Solo les advierto que esta serie no va a terminarse hasta que aparezca mi ejemplar.
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.