Este libro de poesía y pintura continúa la búsqueda emprendida por Andrés Sánchez Robayna en su anterior entrega, Sobre una confidencia del mar griego (2005), acompañada entonces por dibujos de Antoni Tàpies. Y esta continuidad se percibe tanto por la alianza entre la palabra poética y la imagen artística, que construyen, en su misma materialidad, sendos libros-objeto; como por la insistencia del poeta en descifrar la misteriosa experiencia que su viaje por las islas del Egeo, míticas y reales a un tiempo, ha desencadenado en su espíritu.
No es que ambos libros supongan una ruptura con su larga trayectoria poética precedente, sino que desplazan el escenario de la poesía a un espacio lejano al paisaje insular canario en que nació y vive el autor: un espacio lejano y, a la vez, análogo en muchos aspectos. En efecto, la isla –en este caso las islas griegas del Egeo– sigue siendo la imagen del Universo y de la panteísta eternidad del mismo: la isla es el espejo del Todo, de la Unidad sagrada que a los hombres se nos oculta en las menudas vicisitudes de nuestro cotidiano existir. Por esta razón la poesía de Andrés Sánchez Robayna sigue siendo un intento por descubrir el sentido total de nuestra existencia, el lugar que nuestra vida, la de cada uno, ocupa en la eterna inmensidad del cosmos: “isla a la que avanzamos y que vemos venir/ a nuestro encuentro/ en el centro de un círculo de islas.// Tierra del nacimiento y la extinción,/ ¿a dónde avanzas tú?”
No obstante, ahora el poeta se ha trasladado a otras islas, al centro de un archipiélago distinto del de su tierra natal: las islas griegas del mar Egeo, cada una de las cuales –además de esa imagen del Universo que es para Sánchez Robayna toda isla– testimonia el constante tránsito del hombre durante varios milenios de historia, su continua búsqueda de una residencia duradera y, por contraste, la irreparable tragedia de su existencia efímera, de la que sólo quedan restos, fragmentos de su más valioso ingenio, sí, pero fragmentos de un proyecto de vida que siempre quedó trunco, a diferencia de esa permanencia eterna de la isla.
En la busca de dicha permanencia –y al margen de la eternidad personal que ofrece al hombre el Dios cristiano– el yo navegante por estas islas desea fundirse místicamente con la tierra y el espíritu de algunas de ellas. Sólo así será salvado, por precario que resulte tal refugio ante la destrucción del tiempo y la fragilidad de nuestra condición humana. De manera que la isla se convierte en territorio sagrado, en la única “tierra prometida”. Tal tensión entre el tormento por la destrucción y el ansia por la unidad eterna queda patente en uno de los primeros poemas, situado en Súnion, aún en tierra firme, al comienzo de esa peregrinación sagrada por las islas griegas. El poema en cuestión se titula con un rótulo explicativo en tercera persona (“Llega a un lugar de encuentro con el comienzo de lo terrible”), pues en el texto en sí el yo poético hablará directamente con la tierra. Allí, en Súnion, el poeta se asombra ante la presencia viva de árboles tan milenarios como las rotas columnas construidas por el hombre y ya sepultadas por el agua. En ese ciclo de muerte humana y permanencia de la tierra puede salvarse, ya que no la identidad de la persona, sí la identidad de la tierra, que sigue siendo la misma a través de los siglos. La tierra de Súnion, y más aún las islas que empezará a recorrer, “es el secreto hiriente de los cielos./ Es el templo del templo, es el comienzo/ de la unidad, la alianza. Es el lugar/ del encuentro, la paz terrible en Súnion”.
La islas de este viaje, cada una de ellas, se convertirán en el lugar del tormento y de la salvación: el viaje es una suerte de purificación espiritual donde el hombre, en alma y cuerpo, ha de soportar las pruebas que el Universo impone a la fragilidad humana, para luego gozar de esa única vía de salvación cósmica, por precaria que resulte.
Dentro de esa mística existen también actos de culto que, por analogía con la liturgia religiosa, sitúan al hombre de este mundo en el umbral del más allá eterno. Así sucede con la danza circular que contempla el poeta y recoge en un poema en prosa, donde los danzantes forman un círculo que trata de representar la eternidad, opuesta a la línea recta que acaba en un final por donde se despeñaría en la nada nuestra existencia: “Los pies de los danzantes se izaron hacia el cielo como brusco oleaje y tocaron los bordes de la noche hasta volver al mar con exacto reflujo. Círculo de la danza […]. Era el límite justo de todo movimiento, eco puro del dios y lo estelar”.
El lenguaje del libro propende a una contención verbal que renuncia a explicar un misterio indescriptible: con una dicción ceñida pero emocionalmente vibrante y variada en tensiones y distensiones, el poeta nos sitúa dramáticamente ante la conmoción de su misma experiencia vital. Los símbolos elegidos adquieren una fuerza expresiva doblemente eficaz, pues a la vez que forman parte real de ese paisaje insular nos hacen sentir la levedad de la vida particular y la fuerte consistencia del Universo, también en su dimensión material. Los dibujos del pintor aragonés José Manuel Broto forman parte del misterio del libro: la materia de su trazo abstracto cobra tal vitalidad que cada dibujo parece un ser vivo, un ser donde la pasión del cuerpo se funde con el deseo del espíritu.
Sánchez Robayna, fiel a su ambiciosa búsqueda poética, nos hace partícipes de un nuevo y valioso hallazgo. ~