En El castigo (Cabaret Voltaire, traducción de Mallika Embarek López), Tahar Ben Jelloun (Fez, 1944) cuenta un episodio de su propia vida: la historia de 94 estudiantes que pasaron diecinueve meses de detención, como pena por haberse manifestado pacíficamente en las calles de varias ciudades marroquíes. Con la excusa de un servicio militar, los jóvenes sufrieron humillaciones y maltratos, dentro de lo que se llamaron los “años de plomo” del reinado de Hassan II. El escritor, que recibió el Premio Goncourt por La noche sagrada, era uno de ellos.
¿Por qué ha tardado cincuenta años en escribir este libro?
Cuando salí del campo tenía ganas de olvidarlo. Mucho más tarde, empecé a recordar, pero no me apetecía escribir sobre ello. Con la llegada de Mohamed VI y las transformaciones que ha vivido el país pensé que igual merecía la pena recordarle al país lo que había sido Marruecos a los veinte años. Por eso me puse a escribir este libro.
El castigo no es una novela. ¿Cómo decidió optar por el testimonio o la memoir y no la ficción?
Es difícil hacer ficción con este tema. Era esclavo de lo vivido, de la memoria.
No se sabe la acusación, ni la duración de la pena. Da la sensación de que podían mantenerlos el tiempo que quisieran.
La duración indeterminada para mí era una forma de maltrato. No decírnoslo era una amenaza. De vez en cuando nos decían: iremos a Argelia para combatir. No teníamos nada que hacer allí, Estábamos en una situación de maltrato físico y psicológico: no sabíamos cuándo saldríamos o si un día nos iban a mandar a un frente militar para matarnos.
Es un libro muy físico. Se habla mucho del cuerpo, de la comida, de heridas, de parásitos. Y al mismo tiempo habla lo que sería cómo escapar mentalmente. Los escritores en los que piensa, como Rimbaud, son una especie de escapatoria.
Sí, es un libro físico e intelectual. Para resistir a ese maltrato necesitamos mucha fuerza interior, al menos yo. No sé qué hacían los otros. Yo necesitaba resistir a través de la memoria de la poesía, de Rimbaud, de Aragon, de la música que tenía en la cabeza. Desaparecía del campo, estaba en otra parte. Era una forma de resistir a esa estupidez, porque a veces había cosas muy estúpidas que hacer. Estar de pie cuatro horas bajo la nieve, en pantalón corto y sandalias, solo para exponerte al frío. O construir un muro solo por hacerlo, para destruirlo inmediatamente después.
El cine también es importante en el libro, sobre todo el cine estadounidense.
El cine estadounidense era mi cultura de base, veía una película al día. Me ha alimentado. Cuando está bien hecho, el cine estadounidense es universal. Un adolescente de Tánger ve una película de John Wayne y John Ford, Centauros del desierto, y se encuentra allí, en ese espacio. ¿Cómo es posible? Tenía 14 años y me habló, me conmovió.
También ve en el campamento de reeducación la diversidad de su país.
Ahí descubrí la mezcla de Marruecos. Había una promiscuidad espacial. Pero nadie quería estar con los otros. Estábamos encolerizados, de mal humor. No era como en la política cuando detienen a tres militantes que son amigos. No había solidaridad. Yo me encontré gente del sur, del norte. Pensaba en mi superviviencia. Pero no tenía amigos allí.
¿Ha vuelto a ver a alguno de sus compañeros?
Uno solo. Ha hecho fortuna en el turismo. Larbi en el libro. Siempre era optimista, sonreía todo el tiempo. Comí con él en Marrakech y se reía igual.
Escribe: “Yo podría haber salido de aquel presidio cambiado, endurecido, convertido en alguien partidario de la fuerza y de la violencia, en cambio salgo igual que había entrado, lleno de ilusión y de ternura por la humanidad”.
No diría que fuera terror, pero era una especie de malestar. Era desagradable. Mi familia no sabía dónde estaba. Mi madre tuvo problemas graves de salud y la incertidumbre no ayudaba: problemas cardiacos, diabetes, fue una conmoción. Fue duro para ella.
Estaban aislados, sin información fiable y llenos de rumores: por ejemplo, sobre la guerra con Argelia.
Estábamos totalmente aislados. De vez en cuando había alguien muy enfermo y lo llevaban al hospital militar. Allí había informaciones, si volvía te decía: este cantante ha muerto, se ha hecho una película, el rey ha ido… No teníamos radio, televisión, periódicos. Pero había alguien a quien compré un transistor. Así pude enterarme de lo de Régis Debray.
¿Por qué es importante Debray en el libro?
Estábamos en esta situación y me enteré de que un joven filósofo francés había sido detenido en Bolivia porque quería hacer la revolución. Nosotros no queríamos hacer la revolución, solo queríamos protestar. Sentía mucha simpatía por él aunque no sabía nada. Seguía su historia. En esa época para mí era el nuevo profeta del mundo moderno. Al salir vi que Regis Debray había sido liberado. Luego le conocí, nos hicimos amigos. Es muy curioso que Regis nunca habla de esta época. Su hija ha publicado un libro titulado Hija de revolucionarios. Es un libro muy duro donde cuenta cómo los padres de Regis lo fueron a buscar para llevarlo a Francia. Como muchas veces se dice que había dicho el lugar donde estaba el Che, nunca habla de eso. Nunca sabremos el papel que tuvo en esa historia. Habría escrito un libro muy bueno sobre el tema, porque es un buen escritor.
¿Cómo fue el regreso a la vida normal?
Te quedabas un poco desconcertado. Pero pronto retomé mis estudios de filosofía. Empecé a dar clase en Tetuán y pude tener un puesto oficial, en educación, pude hacerme un pasaporte, que me costó casi un año, fue una gran victoria. Todo era falso en ese pasaporte, lo tuve durante veinte años: nombre, fecha, era todo falso.
¿Cuáles son las diferencias que hay entre el Marruecos de 1967 y el actual?
Son enormes. Tras el golpe de Estado, Hassan II perdió todo el interés por Marruecos. Lo traicionaron sus mejores amigos y los militares. Cuando llegó Mohamed VI había mucho por hacer: ha hecho muchas infraestructuras, autopistas, se ha ocupado de las provincias del sur. Hay que reconocer que ha modernizado el país en el plano material y en el espiritual ha mejorado la condición de la mujer, aunque no tanto como sería deseable. Hay algo más de libertad de expresión en muchos asuntos. Aun así, no se puede criticar al rey o decir que el Sahara no es marroquí. La sociedad civil es formidable. Hay una libertad de expresión que no existe en otro país árabe, pero sigue siendo limitada. Anticipó la primavera árabe. Propuso una nueva constitución, no hubo un movimiento grande de protesta.
Ahora se habla mucho de la identidad. Usted es un escritor marroquí que escribe en francés. ¿En qué identidad se reconoce?
A veces tengo problemas por gente que quiere saber qué identidad prevalece. La mía es rica, es doble o más, suma muchas. Podría escribir un artículo diciendo la verdad: soy un escritor japonés. Cuando conocí a Murakami, le dije que yo soy un escritor japonés porque me gusta el sushi. Y él marroquí porque le gusta el cuscús. Soy un escritor que intenta hablar de la humanidad, de la condición humana. En Marruecos, en Japón o en España: me da igual. Como escritor me importa la vida de la gente. Cuando eres un escritor que va hacia el fondo de las cosas, tratas de la humanidad. Lo haces través de una experiencia muy personal y subjetiva de un pequeño marroquí, y ahí se encuentra lo universal: en lo particular. Juan Goytisolo decía que lo universal es lo particular sin fronteras. Cuando hablas de tu experiencia, de tu pequeño pueblo, todo el mundo se reconoce. Mis libros se han traducido en muchos países. Cuento Marruecos, pero hay gente de muchos sitios que se reconoce ahí. Mi madre es un libro sobre todas las madres. Hace poco, en Dinamarca una mujer me dijo llorando cómo le había acompañado mi libro cuando su madre murió.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).