Un divorcio. En 2012 Rachel Cusk (1967), escritora canadiense establecida en Gran Bretaña desde 1974, publicó Aftermath: On Marriage and Separation. Ya había publicado en 2001 un libro autobiográfico, A Life’s Work (2001), sobre la maternidad. Cusk había escrito novelas como Arlington Park (Lumen, 2008) más clásicas, en las que exploraba cómo el entorno social marcaba las relaciones personales. Comparada de manera recurrente con Virginia Woolf, Cusk aparecía entre los mejores escritores de la reciente literatura anglosajona. Desde A contraluz (Libros del Asteroide, 2016) la escritora se plantea la difícil tarea de reinventarse. Cusk explicó a The Guardian: “Después de Aftermath fue la muerte creativa. Ese fue el final. Me estaba dirigiendo hacia un silencio total, un lugar interesante para encontrarte cuando estás bastante desarrollado como artista”. La escritora dice que durante tres años no podía leer ni escribir. “Una vez que has sufrido lo suficiente, la idea de hacer las paces con John y Jane y ponerlos a hacer cosas juntos me parecía absolutamente ridícula. También mi modo autobiográfico había llegado a su fin.”
Nueva piel para la vieja ceremonia. La piel aquí es la forma y la ceremonia antiquísima no es otra que la de contar historias. “Encontrar la forma siempre ha sido la tarea más importante como escritora” y dar con la estructura de A contraluz le llevó dos años, explica el mismo artículo. Esta novela abre una trilogía de la que acaba de llegar el segundo elemento, Tránsito (Libros del Asteroide, 2017) y que se cerrará con Kudos. Lo peculiar de A contraluz era la forma: la narradora, Faye (cuyo nombre solo se decía una vez en el libro, igual que sucede en Tránsito) era un personaje nunca visto en su totalidad. Su identidad se construye a partir de los huecos. Era una novela dividida en escenas en las que eran los demás quienes tomaban la palabra. La narradora se dibujaba a contraluz, su silueta aparecía cegada por la verborrea de los demás, pero como pasa cuando los ojos se han acostumbrado a la oscuridad, su personalidad terminaba por aparecer de las sombras con asombrosa claridad.
Una narradora en fuga. Tránsito también está construida a partir de escenas, encuentros y conversaciones de todo tipo, desde un peregrino teñido de pelo hasta el análisis del reincidente fracaso amoroso. El tono de la voz de Faye, alter ego de Cusk, es una mezcla equilibrada y original entre la voz del narrador en tercera persona y el tono íntimo de la primera persona convencional. Hay una especie de frialdad en lo que cuenta y en cómo lo cuenta, una precisión propia del narrador omnisciente que le permite ser distante con ella misma. Las reacciones de la narradora son imprevisibles. La novela comienza con un correo electrónico que le llega a Faye, spam, de una astróloga: “Intuía –continuaba el correo– que yo había perdido el rumbo en la vida, que a veces me resultaba muy difícil encontrarles un sentido a mis actuales circunstancias y encarar el futuro con esperanza; ella sentía que entre las dos existía una profunda conexión, y aunque ese era un sentimiento que no podía explicar, también sabía que algunas cosas debían desafiar toda explicación”. Al final de ese primer capítulo, escribe: “El email de la astróloga incluía un enlace a la carta astral que me había hecho. Pagué y leí su contenido”. Pero no lo desvela.
La casa. Faye compra “una casa mala en una calle buena”, como le sugirió un amigo al saber que volvía a Londres con “un presupuesto limitado”, “antes que una casa buena en un barrio malo. Solo los muy afortunados y los muy desgraciados, me dijo, tienen una suerte pura: a los demás nos toca escoger”. La casa exige una reforma total, es decir, hay que empezar por demolerla (aquí el paralelismo entre la vida de la narradora y la casa se hace solo). Manda a sus dos hijos con el padre (solo aparecen en off, a través de las llamadas de teléfono, como sucedía en A contraluz) y contrata a unos albañiles de origen albanés. Pero lo peor de la casa no está en la casa, sino abajo: los vecinos son una terrible pareja de ancianos manipuladores, gritones y protestones, lo suficientemente aburridos como para entretenerse haciéndole la vida imposible a la narradora.
El infierno son los otros. La famosa frase de Jean-Paul Sartre ha sido malinterpretada: en realidad, según explicaba Sarah Bakewell en El café de los existencialistas, lo que Sartre quería decir es que el infierno, es decir la eternidad, es lo que los otros van a recordar de ti: estamos condenados a pasar la eternidad en el recuerdo de lo demás. En Tránsito los otros son los escritores con los que comparte una mesa redonda humillante y patética, el moderador del acto que la besuquea y luego le dice que es como una adolescente, los albañiles, el contratista, un exnovio, el peluquero, los alumnos de escritura creativa a los que da clases, los vecinos de abajo, la familia feliz de enfrente que cultiva un jardín envidiable, una amiga presa en una relación sin mucho futuro. A través de esas escenas en las que siempre hay una amenaza de violencia se dibuja el estado en ruinas de Faye y su deseo de reconstrucción de su vida. Al final, la narradora abandona la casa en la que ha ido a pasar el fin de semana sin despedirse después de que lo que iba a ser una idílica cena familiar terminara en lágrimas. Entre tanto, no ha pasado gran cosa, pero la vida ha quedado encerrada en esas páginas.
Tránsito, Rachel Cusk
Traducción de Marta Alcaraz, Libros del Asteroide, 2017, 222 pp.
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).