Creemos que nos robaron la bici en algún momento de principios de noviembre, o ahí fue cuando nos dimos cuenta porque hasta ese momento las dejábamos en el patio de casa, tras una puertecilla fácilmente saltable y además es probable que para llevarse nuestra Brompton blanca ni siquiera les hiciera falta: la habíamos dejado al alcance de la mano. Un desastre. Fui a la Guardia Civil a poner la denuncia: el domingo, día que nos dimos cuenta, estaba cerrada. Volví el lunes. Fui respondiendo no a cada una de las preguntas del guardia: tienes cámara, te han forzado la puerta, tienes seguro. Y vi como las anotaciones que él hacía en el ordenador iban dibujando la verdad: era una pringada que se había quedado sin bici. Guardo la denuncia junto a otros tesoros: la carta manuscrita que encontré en la calle un día de viento –está en francés y la caligrafía es particular, además de muy pequeña–, el as de bastos que apareció a mis pies también en la calle y alguna que otra piedra, a la colección sumé ayer mismo una volcánica con forma de corazón.
Fue el fin de semana de la dana cuando nos dimos cuenta. Una milésima de segundo antes de que sonara la alarma de la AEMET me estaba preguntando mi madre por las lluvias en Almería. Nos asustamos, preguntamos a nuestros entonces contados amigos de confianza si era para asustarse y nos tranquilizaron. Aun así, subimos garrafas de agua al piso de arriba. Había empezado a hacer un cocido, cuya cocción estuve a punto de interrumpir, pero seguí con él y lo bauticé como el cocido del fin del mundo. De vez en cuando, algún amigo me escribía para saber si todo estaba bien por nuestra zona. Barreiros se puso vídeos de las inundaciones de Vera de unos años atrás y nos asustamos de nuevo. Les explicamos a los niños que como estábamos en la zona alta, estábamos seguros. Y ellos se preguntaban qué pasaría si hubiera un tsunami, con lo cerca que estamos del mar. Ellos lo tenían claro: no se irían sin nosotros. Sobre todo porque no conducís, les dijo su padre. El cocido quedó muy bien.
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Pocos días después, mi hija pequeña y yo nos llevamos otro gran disgusto: llevaron un cachorrillo al que habían abandonado al restaurante de nuestro vecino con la esperanza de que allí apareciera un adoptante. Mi vecino lo trajo: era un cachorrillo monísimo, tenía la tripa hinchada cuando salió del coche de mi vecina, que lo había llevado a desparasitar al veterinario. Temblaba. Lo cogí en brazos y las niñas y yo estábamos decididas a quedárnoslo. Barreiros se oponía, a mi hijo mediano le daba igual. Nuestra casera no quería animales en casa. Me fui con mi hija mayor a comprarle una colchoneta al perro; la pequeña se quedó con el cachorro en la casa de la vecina. Cuando volvimos, la casera había pasado a saludar. Fue implacable al llanto inconsolable de mi hija pequeña. El perrillo pasó un rato con nosotros en casa, envuelto en una toalla verde pistacho. Pasó esa primera noche en casa de nuestros vecinos y enseguida le salieron unos dueños la mar de majos, y que viven muy cerca, la vecina intentaba consolar a mi hija, seguro que puedes ir a verlo cada día. Con tanta intensidad sufrió mi hija pequeña ese rato como parecía haberlo olvidado a la mañana siguiente.
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El cine al que vamos es un multicine pero tiene algo decadente, está frente a un centro comercial un poco deprimente aunque ampuloso. El edificio de los cines me hace pensar en mi amiga MJ que camina por Zaragoza siempre fascinada y atenta a lo que llama “plot twist arquitectónico de la ciudad”. En cuanto llegamos a ese edificio de hormigón pienso en ella y en que si viene a visitarnos la traeré de excursión hasta aquí.
Compramos palomitas dulces, que no son de colores para disgusto de mis hijos, y decidimos que es nuestro cine favorito del mundo al ver la selección de regalices que nos espera dispuestos en bolsas. Luego paseamos hasta la playa, es de noche y apenas se intuye la isla del Fraile, hasta la que se puede ir caminando cuando la marea está baja. Prometemos volver y hacer ese camino cuando llegue el buen tiempo.