Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. Lo sabemos todo y, sin embargo, nada es del todo cierto. Hay excepciones. Momentos de plenitud entre los muslos de una criada. Alguna novela convencional y, no obstante, vĆ”lida. Cierta narrativa capaz de registrar, simultĆ”neamente, la luz y la penumbra. Ćste es el caso de Esto parece el paraĆso (1982), la Ćŗltima novela de John Cheever. Una novela luminosa y, aparte de eso, un sereno testamento. Hundido en la vejez, cerca de la muerte, Cheever corta caja y esto entiende: el tiempo no ha intensificado su amargura sino, cosa rara, su esperanza. Una esperanza apenas encendida, ajena a toda cursilerĆa. Son cĆ©lebres sus Ć”cidos relatos sobre los suburbios estadounidenses pero es hora, se convence, de escribir una coda. Una novela apacible. Una obra sobre āun hombre viejo al que le gusta patinar en el hieloā. Una historia, como seƱalarĆ” su primera frase, āpara leer(se) en cama, en una casa antigua, una noche de lluviaā. Ćsas, sus intenciones. Ambiciones de anciano, acaso. El resultado: una novela afable, extraƱamente templada, la mejor de sus novelas. Eso, y un desmentido: no todo lo que dura es infame.
ĀæUna historia feliz? No necesariamente. Para componer su testamento, Cheever no se engaƱa. La vida es esto y esto retrata. No una historia fĆ”cil sino verosĆmil, tirada por el ruido y por el tedio. El protagonista: Lemuel Sears, un hombre acomodado y a un paso de la vejez. La anĆ©cdota: ese penĆŗltimo paso, los inesperados ritos antes de atravesar el umbral de la senectud. Un amor postrero y frustrado. Una primera relaciĆ³n homosexual. Una batalla legal contra la empresa que contamina la laguna de su pueblo. No es esta historia lo que sorprende, sin embargo. Asombra el tono y una omisiĆ³n: no hay angustia. Ocurre esto y aquello y no hay angustia. La hay en Cheever, por ejemplo, cuando enfrenta su culposa bisexualidad pero no en su protagonista, quien se lĆa con un hispano como quien bosteza indolentemente. La hay allĆ” y no acĆ”. Ćse, uno de los hallazgos de la novela: expulsada la angustia, la historia adquiere una ventajosa extraƱeza. Es y no es leal a este mundo. Es luminosa y, al encontrar sĆ³lo esperanza en un mundo falsificado, es toda sombras. Es esto y es otra cosa.
La novela es feliz sĆ³lo porque su resoluciĆ³n es feliz. Cheever postula un mundo sereno, carente de angustia, y sus recursos narrativos afirman lo mismo. No hay tensiĆ³n en la prosa, por ejemplo: Ć©sta fluye templada, armĆ³nicamente, rebosante siempre de lirismo. El lirismo tambiĆ©n coopera: construye correspondencias a travĆ©s de sus metĆ”foras y asĆ alivia ānada lo haceā la angustia causada por la separaciĆ³n. Ni siquiera las subtramas, tan habituales en Cheever, desentonan: distraen la tensiĆ³n narrativa, cosa buena cuando se desea escribir una novela apenas intensa. Hay que decirlo asĆ: Esto parece el paraĆso es un triunfo de la tĆ©cnica narrativa. Hay que decirlo de ese modo porque estos triunfos no son corrientes en las novelas de Cheever. En pocos casos como en el suyo es tan cierta esta frase: fue mejor cuentista que novelista. EscribiĆ³ algunos de los cuentos fundamentales de la literatura norteamericana pero ninguna de sus novelas centrales. Ni Falconer, su novela mĆ”s famosa, ni su saga de los Wapshot āCrĆ³nica de los Wapshot y El escĆ”ndalo de los Wapshotā se sostienen a la altura de lo que hacĆan casi al mismo tiempo, digamos, Truman Capote, William Styron o Philip Roth. Son novelas lastradas por la experiencia del cuentista: demasiadas subtramas, tensiĆ³n escasa y un temperamento nunca lo suficientemente enardecido como para expresarse durante un centenar de pĆ”ginas. Si alguna de sus novelas sobrevive, serĆ” Ć©sta, y a otra cosa.
Otra cosa: la luz en la narrativa estadounidense. No es Cheever el Ćŗnico autor luminoso en aquella literatura. Son legiĆ³n los autores que han registrado allĆ”, sin traicionarlo, un mundo pleno de claridad y destellos. Ćse es acaso el rasgo distintivo de la literatura norteamericana: su naturaleza solar. Como poesĆa nacional, el optimismo democrĆ”tico de un ciudadano que se sospecha un cosmos. Como Ć©pica popular, un hombre batiĆ©ndose bajo el sol contra una ballena. MĆ”s tarde, con Hemingway y Faulkner, lo central ocurre, asĆ sea sĆ³rdidamente, al aire libre. Incluso cuando dobla el siglo y la narrativa se oculta en las aulas y en las plumas judĆas la luz no cesa. PiĆ©nsese en la preocupaciĆ³n de Norman Mailer: cĆ³mo describir la sensaciĆ³n de poder y crecimiento. PiĆ©nsese en la de J.D. Salinger: cĆ³mo dictar una moral humanista desde una literatura fina y pudorosa. PiĆ©nsese, sobre todo, en la de Saul Bellow: cĆ³mo extender una epifanĆa durante toda una obra, cĆ³mo reconstruir festivamente los claroscuros de la sociedad estadounidense. Es allĆ, en esa tradiciĆ³n, donde tambiĆ©n descansa el mejor Cheever. El cronista de esos suburbios tan idĆlicos como vacĆos. El cuentista que padece una simultĆ”nea aversiĆ³n y fascinaciĆ³n por sus vecinos. El novelista temperado, y a veces extraordinario, de Esto parece el paraĆso.
Que se entienda. SĆ³lo allĆ”, en aquel mundo, ocurre eso. AquĆ, estancadas, las nociones bĆ”sicas. Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. ~
es escritor y crĆtico literario. En 2008 publicĆ³ 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).