Jules Boissière, poeta, colonizador y opiómano, partió a Indochina a los 23 años donde, tras de haber sido secretario del gobernador de Toquín, militar, funcionario del imperio francés y director de la Revue Indochinoise, encontró la muerte una década más tarde. Su afición por el opio, como al De Quincey de las Confesiones, lo llevó a obsequiarnos páginas de perturbadora lucidez. De los siete relatos que habitan este volumen destacan “Cómicos ambulantes”, donde un grupo circense recorre los pueblos arrasados por la conquista y el hambre hasta encontrar, en un paraje escarpado, aún libre de la codicia del imperio, el lujoso reino de un adolescente lánguido y sanguinario; “Los espíritus del monte Tan-Vien”, que narra de manera exquisita la paulatina rendición del robusto comandante Ferrier ante los poderes del opio; y el “Diario de un soldado”, que refleja los años que Boissière pasó en el ejército, su proceso de adicción a la droga sutil, su mirada de extranjero, capaz de elogiar la belleza del entorno, pero sin llegar a conmoverse, y el azoro ante la inexplicable tortura y expoliación que implicaba la colonia; el tono intimista de esta bitácora de recuerdos nos transporta con su melancolía a la Indochina devastada y dolorida, pero también a la conciencia de un hombre que, después de haber visitado esos paraísos, decide no volver a casa, y ofrendar su vida y su literatura, casi como un ajuste de cuentas, a la tierra que sus compatriotas no dejan de humillar.
A lo largo de Fumadores de opio desfilan ante nosotros soldados valerosos, invencibles, que, sin embargo, traicionarían a su ejército bajo la promesa de mantener la pipa llena; reyes melancólicos, presos de la desidia, desposeídos de odio y de clemencia; letrados cuya suprema vanidad es llegar a la perfección del verso en lengua extranjera; tiranos benévolos y débiles que observan con apatía a sus amantes desolladas; bailarinas infelices, desesperadas por entregar su cuerpo a la rudeza de los oficiales, y gozar, antes de perder su gracia pronto marchita; almas agitadas, conscientes de un desenlace terrible, inexorable, que buscan como último refugio la aguja, la lámpara y la pipa; rameras que, sin asco ni vergüenza, pasan de los prostíbulos “al lecho de un occidental que apesta a cadáver”; sabios, músicos, cerdos feroces, insectos, paisajes que huelen a ciénaga, paja quemada, sangre coagulada y opio.
El joven Boissière gustaba de proclamar la legitimidad de los vicios, la indiferencia ante los crímenes, y aplaudir, por mero juego filosófico, la violencia y crueldad de los embrutecidos. Pero llama la atención que a pesar de la insensibilidad beatífica hacia el dolor y la desvergüenza que parece obsequiar el opio, en sus páginas se encuentra, al mismo tiempo, gracias a esa lucidez taciturna de la pipa desde la que Boissière “escuchaba crecer la hierba”, el registro de unas circunstancias bajo la mirada crítica de quien no es capaz de guardar la compostura. Fumadores de opio es un libro que nos invita a un viaje en cuyas páginas nos aguardan pesadillas y sueños de asombroso placer.~