Con el adverbio de Y entonces Teresa, Arturo Fontaine pregunta para qué despellejar un mito cuando es más productivo el acervo popular y personal y para qué novelizar hechos con base en archivos, crónicas y sobre todo cartas encontradas y leídas por el marido, padres y suegros de “Teresa Wilms”, el personaje. Las cartas y los diarios (escritos en el convento donde fue encerrada por “adúltera”) son fuentes fidedignas. Los documentos de Teresa Wilms Montt “provocaron un escándalo mayúsculo –declaró Fontaine a El País en enero de 2025– por la intimidad que mostraban, pues eran eróticas. Entonces, Teresa es castigada como escritora”. No era Santa Teresa de Ávila y, cuando de hecho lee las Moradas y afirma “para mí todo es carne mística”, se intuye la sensación de que eran cinturones de castidad que no le interesaban, porque su personalidad no es menos compleja que la de los hombres “eminentes” que la rodean.
En la segunda parte de la novela, el personaje “Joaco” opina: “En suma, las mujeres modernas serán más libres, pero sufrirán más que sus madres […] Porque lo quieren todo. Ser hembras, ser machos y también lesbianas […] Dan ganas de hacerse maricón”. Su dictamen es un emblema parcial de las tensiones de Wilms, su amante “Vicho” (nunca Balmaceda Zañartu, el referente directo) y la sociedad que la oprime, retomadas por Fontaine. Una lectura referencial/chilena limita sus logros. Hay elegancia y compasión en su templanza, como si su novela más reciente fuera una oportunidad para ordenar una vida que no diseñó, indagando próvidamente en registros históricos desgarradores y en las obras disgregadas de ella, para tejer una historia de autodeterminación, fe y valor. Sin armar una biografía u otras formas de revivificación de la Wilms Montt real, escritos cuyas motivaciones principales suelen ser el afecto, la generosidad y la simpatía, opta por la imaginación novelesca.
Para los devotos de su mitología –o los enfermeros de una crítica revanchista o victimista–, Wilms Montt sigue siendo voluntariamente decepcionante, engañosa, incognoscible, prodigiosa y voluble, como toda adelantada. Pero ella y su doble ficticio no eran la Madre Teresa o la Monja Alférez, y se escapó del convento a los seis meses, ayudada por Vicente Huidobro. Deambulan por esta novelización varias mujeres, sobre todo Pauline, que se define por su fiel relación con la protagonista. Al mostrar Fontaine que no fue un recipiente vacío, la estética es una tabla de salvación, pero no la protege más allá de sus pensamientos. (En su época no era la influencer que podría ser hoy). Con los vanguardistas hispanoamericanos de sus años vivió la vida loca y la dolce vita antes de que fuera común aglomerarlas. Hoy su libertad o “libertinaje” no haría pestañear a nadie. Fontaine insiste en la capacidad del género para recrear tiempos perdidos y, por ende, un orden social.
¿Es una verdad incómoda que el sexo del escritor no le limita a escribir solo sobre el suyo? ¿Era obligatorio que Woolf, Nabokov, Borges, Fuentes o Bolaño hicieran ajustes de cuenta con su clase o se limitaran a ella? Fontaine no travesea con las neurosis de sus lectores o protagonista. Más bien insinúa: “Ojo, aun cuando ustedes saben qué les pasará a estos personajes, seguiré haciendo que pasen la página”, y no faltan premoniciones sobre el desenlace. Como en las secciones iniciales, ubicadas en el Santiago de hace un siglo, la tercera parte, situada en un principio en el decisivo puerto de Iquique, se caracteriza por su elegante tono natural, prodigiosas descripciones puntillistas que prenden un mundo mayor, un ritmo que no impide el drama o hace demasiado para impulsarlo, con un estilo informativo que permite al fuereño sentirse como iniciado, sin ser miembro de la clase cuyo pasado recrea. Las secciones funcionan como bocetos de personajes, fichas médicas, opiniones literarias o comentarios periodísticos, aunque hay momentos en que se nota el esfuerzo por ser verosímil.
Obviamente, Fontaine no es el que narra, pero es tan cabal el discurso amoroso que mimetiza que, incluso pensando en una definición de Roland Barthes (v. g. no una “narración” sino una expresión contradictoria, fragmentada, a veces sin sentido), ofuscará a lectores prejuiciados o ingenuos, sobre todo en las secciones en que la voz es de Teresa, o en las páginas donde la concisión para contar el fin de su vida y la de Vicho es admirable. Como contrapeso o contrapunto, el novelista entrelaza o ficcionaliza personajes históricos como Arturo Alessandri, la feminista española Belén de Sárraga, o literarios como Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna y, durante la estancia de Wilms en París, Jean Cocteau y Max Ernst, referentes consecuentes para la élite afrancesada de la América Latina de ese tiempo.
Y entonces Teresa es una de las novelas más brillantemente controladas respecto al realismo que pregunta dónde está la realidad, porque a cada rato esta se les escapa a los personajes (Vicho, menos privilegiado, quizá sea la excepción). Como leyenda urbana o cuento de hada (ha sido llamada “anarco feminista”) el personaje Teresa Wilms tiene la carga de la profecía no literaria, la posibilidad de entregarse a las presunciones del futuro, actuando por impulso y exigencia. En una entrevista, Fontaine –que no tematiza alguna “poética” respecto a su protagonista porque son textos imaginados por él, para evitar sentimentalismo– discute la pasión necesaria para escribir su novela, pero se le escapa que él no ha escrito ninguna “bioficción” (término con que otros reseñadores limitan su alcance) que enfatice el deseo erótico y sufrimiento intensos, sino que analiza la soberbia de tratar de manipular el destino, con no poca filosofía. Si la primera parte presenta personajes primarios, la última es biográfica según la historia registrada, que el íntimo amigo Jorge Cuevas resume como: “[Teresa Wilms] no se deja encasillar. Siempre desafió las beaterías y estereotipos de lado y lado. Siempre fue una rebelde y, a la vez, tiene su veta conservadora escondida.”
Esta obra no presenta el problema que sí tienen algunas biografías noveladas de mujeres “no aptas para señoritas”, que las recuperan de cancelaciones o las descubren como escritoras temerarias –es el caso de sus coetáneas Gabriela Mistral (cuyos Los sonetos de la muerte Wilms menciona), Teresa de la Parra, Magda Portal o María Luisa Bombal, o las posteriores Josefina Vicens o Alejandra Pizarnik–, en que la fabulación se escinde entre veracidad y verosimilitud, haciendo que lo relatado parezca excesivo en ciertos momentos. Fontaine, que explica su proceder en el preámbulo “Antes de empezar”, ha escrito otra novela irrepetible, y en esta calibra bien cómo distanciarse de las fichas históricas y acondicionamiento psicológico que se le suele atribuir a Wilms Montt. Una pregunta que hay que hacer es si Y entonces Teresa capta su esencia, cuyas pulsiones estéticas se conoce como doxa respecto a una clase. Por cualquier medida Fontaine lo resuelve sobradamente, y su mensaje seduce tanto como ella.
Como en otras novelas suyas, el autor va contra los tropos contemporáneos en los que el pasado nunca parece ser pasado, alejándose del ombliguismo o victimismo (que minimiza la agencia o poder femenino) de la generación que sigue a la suya. Como repite en varias entrevistas sobre su novela, palabra más, palabra menos, era más desafiante evocar actitudes y un lenguaje de un tiempo perdido, sus aspiraciones, contrastes y desastres; pero en el que resonara una pregunta de hoy: cómo ha de vivirse el amor. Aunque recrea los comienzos del siglo pasado haciéndolo más extraño e interesante, al final es una novela de amor no tradicional. El episodio que muestra a Wilms enclaustrada (allí, como su suegra, las verdaderas enemigas son las mujeres) es una estupenda relación de las cartas entre ella y Vicho, tensionada por su plan de evasión con momentos caricaturescos y sus opiniones sobre los hombres.
La impresión trascendental es la del ingenio diligente y elaborado que le dio a Wilms Montt su autoridad, potestad con la que no pudo confrontar sus heridas síquicas, aunque empleó –para transformarlas– estas últimas en su poesía. El gran talento de Fontaine yace en revelar esa progresión, en no convertir su novela en mera recuperación de una autora fetiche aún poco conocida fuera de Chile (en 2023 salió una edición española llamada Obras completas, y se ha rescatado obras sueltas), o mostrar la semejanza entre mundologías diferentes, sino en una reflexión sobre la incoherencia del amor, tensión en que no rige la clase representada sino la oscilación del mundo social en que ocurre. ~