Habanos en Camelot / Crónicas personales, de William Styron, Retratos y encuentros, de Gay Talese

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“Buscando a Hemingway”, la crónica de Talese sobre la legendaria The Paris Review y el grupo de gente que la fundó, incluye un cameo de Styron, que llega a París en los años cincuenta y convive con aquellos jóvenes expatriados, todos de buena familia y egresados de las mejores universidades, que convirtieron un proyecto excéntrico en una de las grandes revistas del siglo XX. En el verano de 1952, después de que The Paris Review quedara constituida y George Plimpton fuera elegido director, Styron se va de París en compañía de Harold Humes, otro de los fundadores (que había aspirado a dirigir la revista y se había resentido cuando el trabajo se lo dieron a otro). La actriz francesa Mme. Nénot los había invitado a su propiedad, una villa de cincuenta habitaciones en Cap Myrt, cerca de Saint Tropez; y allí, entre ninfas en bikini cargadas de uvas, bebiendo vino “con esas chicas que parecían pertenecer solamente a la playa”, Styron y Humes pasaron el verano.

Es la única vez que William Styron y Gay Talese se cruzan en letra imprenta, por lo menos a juzgar por los textos de estas dos curiosas –y curiosamente complementarias– antologías. Nacieron con siete años de diferencia, pero no es la cronología lo que los separa. En la literatura norteamericana, no es fácil pensar en dos autores más distintos: William Styron era sureño, de familia tradicional y acomodada y episcopaliana, su apellido se remontaba varios años en el árbol genealógico de Estados Unidos (sus abuelos habían sido propietarios de esclavos), y sus estudios tuvieron lugar en la muy prestigiosa universidad de Duke.

Y además, era escritor de ficción.

Gay Talese, por su parte, había nacido en Nueva Jersey, era hijo de un sastre calabrés y de una hija de inmigrantes también italianos, su modesta familia católica se ganaba la vida con un negocio de prendas de vestir, y el director de su escuela opinó en algún momento que el muchacho no debería seguir aplicando a universidades, porque era una pérdida de tiempo (acabaría entrando a la universidad de Alabama).

Y además, era periodista.

Y un periodista comprometido con el periodismo: un fetichista de la realidad, un militante.

Pues eso: en la literatura norteamericana, no es fácil pensar en dos autores más distintos. Y es eso lo que hace fascinante la lectura al alimón de estas dos colecciones: a pesar de que solo una vez aparece uno de los autores en las páginas del otro, estos dos libros de universos distintos se encuentran (involuntaria e improbablemente) en varias intersecciones. Habanos en Camelot es una recopilación de los ensayos –autobiográficos, literarios– de Styron, y ninguno de sus catorce textos abandona ni por un instante la seguridad de la primera persona. Desde la maravillosa evocación de John F. Kennedy que da título al volumen hasta un elogio del caminar, desde una especie de historia personal de la sífilis hasta una declaración de amor por Mark Twain, Habanos en Camelot es personal e intransferible, un inventario de memorias, opiniones y otras formas de la subjetividad.

Retratos y encuentros es todo lo contrario: salvo los tres últimos textos –en que la palabra yo hace su aparición como si llegara a una fiesta ajena–, Talese no está en sus crónicas: sus crónicas son sobre otras personas. El libro es una reunión extraordinaria de las piezas que convirtieron a Talese en embajador, o portaestandarte, o punta de lanza (¿no hay manera de decir esto sin cursilería?) de eso que se llamó Nuevo Periodismo. Todos recuerdan el prólogo de Tom Wolfe a la colección de crónicas que, allá por los años sesenta, le dio carta de identidad al movimiento. “Era el descubrimiento”, escribe Wolfe, “de que en un artículo, en periodismo, se podía recurrir a cualquier artificio literario”, y eso para “provocar al lector de forma a la vez intelectual y emotiva”. Para el Nuevo Periodismo, decía Wolfe, la crónica y el reportaje podían ser obras de arte. Y todo había nacido, decía Wolfe, con la lectura de una crónica de Gay Talese: “Joe Louis: el rey en su madurez”. Retratos y encuentros incluye esa crónica, así como las otras obras maestras del género que le dieron a Talese el lugar que ahora tiene: “Frank Sinatra tiene un resfriado”, por ejemplo, o “Alí en La Habana”, sobre la visita de Mohammed Alí a Fidel Castro en 1996. Mientras tanto, Habanos en Camelot es –con todo y que incluya varias maravillas imposibles de ignorar– un libro accidental, secundario dentro de la obra de Styron. Un libro cuyos destinatarios eran sus lectores, los lectores de Las confesiones de Nat Turner o La decisión de Sophie.

Y sin embargo… Sin embargo, los ecos y las resonancias que hay entre los dos volúmenes son, más que una simple diversión, un verdadero diálogo. Leer los dos libros juntos es asistir a una conversación sobre habanos entre Talese, fumador empedernido que venera el sabor de un buen puro, y Styron, adicto al más prosaico vicio del cigarrillo, que evoca el puro que se fumó por invitación (y en presencia) de ese ilustre fumador: el presidente Kennedy. Talese y Styron compartían también el vicio de caminar, y de caminar con sus perros: leer “Caminando con Aquinnah”, de Styron, y “Paseando a mi cigarro”, de Talese, es como oírlos hablar de ese placer y quejarse de que no lo comparta más gente. En “Orígenes de un escritor de no ficción”, Talese recuerda –en un raro momento de autobiografía– lo mismo que recuerda Styron en “Tendré que preguntarlo a Indianápolis”: los comienzos, su angustia, la dificultad de los logros, la naturaleza de la recompensa. Y así van hablando los dos: con acento distinto, sentados de distinta forma, pero compartiendo la gracia y la elegancia y la generosidad y el respeto por el lector y por sus respectivos mundos. Dos grandes del siglo XX conversando, y uno, lector privilegiado, escuchándolos. ~

 

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