“Historia literaria desideretur” (o, en buen romance, “se echa de menos una historia literaria”), lamentaba Francis Bacon en el siglo XVII, mucho antes de que aparecieran las primeras historias modernas de la literatura. Pocos fenómenos literarios más interesantes, justamente, que el de historiar la literatura. ¿Cómo se escribe, en efecto, una historia literaria? Tan habituados estamos a ella que damos por hecha una serie de supuestos que merecerían una reflexión más detenida. Por ejemplo, nos parece de lo más normal que la historia literaria proceda por nacionalidades: historia de la literatura francesa, inglesa, española, mexicana, chilena, etcétera (naturalmente, la historia literaria, hija del Romanticismo, supone que en la literatura se expresa el ser particular de un pueblo o nación y que en ella encontrará rasgos únicos y distintivos). Ahora bien, supongamos por un momento que un buen día decidiéramos que ya no es posible estudiar la literatura mexicana en su conjunto (¿cómo reducir esa pluralidad, lo escrito en Tijuana y lo escrito en Tuxtla, a un solo discurso?, ¿no es, bien visto, absurdo?) y que a partir de ahora habría que estudiarla por estados. Habría, así, una literatura quintanarroense (claramente diferenciable, por supuesto, de la yucateca o campechana), una literatura tabasqueña, otra chiapaneca, una colimense, otra michoacana, una hidalguense… Bueno, la misma idiotez es la que aceptamos sin problemas cuando dividimos la literatura escrita en lengua española en española, mexicana, guatemalteca, nicaragüense, venezolana, colombiana, ecuatoriana, peruana, chilena, argentina, etcétera (lo que hay en el fondo, si es que hay algo, es una literatura hispánica, desde el Cid hasta el último poema o novela escritos en español en Los Ángeles y, si me apuran, lo que verdaderamente hay es una literatura románica, escrita principalmente en portugués, español, francés e italiano, para no meternos en honduras de la Weltliteratur que postulaba Goethe…).
Antes, en los buenos tiempos de la historia literaria, este tipo de obras era el resultado de un esfuerzo, ciertamente titánico, de un solo individuo. Así la Historia de la literatura francesa de Lanson, la Historia de la literatura inglesa de Saintsbury, la Historia de la literatura italiana de De Sanctis (aun hace no mucho Martín de Riquer compuso, junto con José María Valverde, una ambiciosa y anacrónica Historia de la literatura universal, de la cual su parte es admirable). Hoy esos tiempos parecen perdidos para siempre. Las historias de la literatura son obras colectivas, académicas, escritas por un grupo de concienzudos eruditos con áreas de especialidad bien delimitadas. Se entiende: es casi humanamente imposible, con el grado de especialización que han alcanzado los estudios literarios, que una sola persona posea los conocimientos suficientes para abarcar una literatura. Y, sin embargo, algo se ha perdido en el camino. Aquellas obras tendrían limitaciones y lagunas obvias, pero representaban una visión unitaria, coherente y totalizadora de una tradición literaria. No eran meras obras de consulta o manuales, sino obras literarias ellas mismas; en los mejores casos, se volverían parte de la literatura que pretendían historiar. Hoy, en cambio, la mayoría de los historiadores y críticos literarios están resignados a ser pigmeos (ojalá no fuera así, ojalá queden por ahí algunos megalómanos dispuestos a devolver a la historia y la crítica su antigua grandeza). Por lo demás, los autores de estas historias clásicas solían ser verdaderos escritores, concebían la prosa histórica y crítica como una prosa artística, no como un catálogo o un informe científico o burocrático.
Versión española de una obra italiana (Storia della civiltà letteraria ispanoamericana), la Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica de Dario Puccini y Saúl Yurkievich (habría faltado indicar en la portada “coordinadores” o “editores” para no pensar que son ellos los únicos autores) es una historia colectiva de la literatura hispanoamericana (la “cultura literaria” se antoja algo más amplio y complejo). Es una útil obra académica de consulta, de estudio, no de lectura. La introducción, donde se justifica la obra, contiene algunos puntos que vale la pena discutir. Lo que primero pareció preocupar a los editores fue establecer que la literatura hispanoamericana, pese a sus diferencias, es fundamentalmente una (y nada parece más convincente), pero, de alguna manera que nunca se explica satisfactoriamente, esencialmente distinta a la española: “En América Latina nunca se confunde la literatura hispanoamericana con la española”, aseveran categóricamente en un arranque de afirmación latinoamericanista (p. 10). No, no las confundimos, como tampoco confundimos la mexicana con la argentina, por ejemplo, pero eso no nos impide observar la fundamental unidad de toda la literatura escrita en español (de modo más sorprendente se señala que mientras que la lengua española en América es una sola y aquí todos nos entendemos, esto no nos ocurre respecto a España). Así las cosas, un costarricense podría legítimamente sentirse identificado en términos literarios con un boliviano o un uruguayo, pero no tanto con un español. Esta confusión nace, desde luego, del principio de la obra misma: puestos a escribir la historia de la literatura X, lo primero que haremos es buscar (y encontrar, faltaba más) las características que hacen singular y distinta a esa literatura. Si alguien me encomendara, qué sé yo, una historia de la literatura xalapeña, regiomontana o de la delegación Tlalpan, tarde o temprano probablemente me las arreglaría para señalar los inconfundibles rasgos de identidad de esa literatura única.
La Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica fue comisionada a diversos especialistas y, como suele ocurrir en este tipo de obras, resulta a ratos desigual. Hay capítulos notables, bien escritos y documentados, como los de José Pascual Buxó, José Miguel Oviedo y Claude Fell, por mencionar solo tres, y otros de lectura más bien penosa, redactados en la más insípida de las prosas académicas, mal informados o de juicios temerarios (mi favorito, el dedicado al teatro de Juan Ruiz de Alarcón y sor Juana, esos dos intelectuales coloniales “cuya creatividad se encuentra amputada por una adhesión indiscutible a los modelos metropolitanos”, p. 386). Hay disparidades y repeticiones, pues los temas no siempre están bien delimitados y un autor vuelve a tratar lo que otro ya trató. Hubiera sido deseable, también, adoptar un solo criterio para su elaboración (por ejemplo, si se quería una historia estrictamente académica con notas a pie y referencias bibliográficas precisas, hacerlo así en todos los capítulos; si se quería una historia menos especializada y más al alcance del lector común, lo que sería igualmente válido, proceder en consecuencia, pero mezclar ambos criterios la hace más dispar de lo necesario). Hay capítulos que siguen el modelo de la historia literaria más tradicional (básicamente, un repaso de los principales autores y obras), otros son más bien un ensayo de interpretación con puntos de vista muy particulares. Se extraña, pues, una línea rectora que planteara con claridad el carácter o los objetivos de este trabajo. Por lo demás, la Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica será una obra de referencia útil (el interesado encontrará aquí los datos pertinentes sobre tal y cual autor u obra) y de sugestiva lectura en algunos de sus capítulos, si bien no memorable en su conjunto. “Historia literaria desideretur…” ~
(Xalapa, 1976) es crítico literario.