Piedras y papeles

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En los anales de la arqueología americana, Guillermo Dupaix es un nombre familiar, asociado con las primeras exploraciones extensas de las antigüedades mexicanas. Entre 1805 y 1808, como encargado de las Reales Expediciones Anticuarias, Dupaix, en compañía del artista Luciano Castañeda, recorrió la Nueva España, desde las ruinas de Palenque en Chiapas, hasta las de Mitla y Monte Albán, en Oaxaca, y Cholula, Xochicalco y Teotihuacán, en las cercanías de la Ciudad de México. Después de regresar definitivamente a la Ciudad de México en 1808, Dupaix se dispuso a revisar y organizar sus notas de viaje. El comienzo de la guerra de Independencia en 1810 puso fin al programa virreinal de exploración anticuaria y Dupaix vivió los diez últimos años de su vida en pobreza y enfermedad. Moriría sin darles forma definitiva a sus narrativas de viaje. En los primeros años después de la Independencia, sus borradores de las expediciones anticuarias llegaron a Londres y a París, para ser publicados como los volúmenes iv y v del libro Antiquities of Mexico (1830-1848), de Lord Kingsborough, y como Antiquités mexicaines (1834-1836), este último publicado por Henri Baradère y St. Priest. Ambos libros fueron fundamentales para la historia de la arqueología americana: primero, por dar a conocer, entre anticuarios y eruditos europeos, los vestigios del México antiguo; segundo, por abordar temas de gran relevancia para el anticuarianismo decimonónico, como lo fueron el origen del hombre americano y la naturaleza de las relaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

¿Cómo contaríamos esta historia si, en vez de partir de ediciones opulentas del siglo XIX, nos adentráramos en la producción manuscrita de los personajes consagrados del anticuarianismo, si nos dejáramos desconcentrar y seducir por los borradores “confusos y sin orden” de Dupaix –para usar su propio diagnóstico–, por sus reflexiones fugaces, por sus garabatos titubeantes, por sus notas de viaje? Esta es precisamente la propuesta que hace Leonardo López Luján en el bello catálogo –diseñado por Natalia Rojo y prueba de un altísimo estándar editorial– a la exposición El capitán Dupaix y su álbum arqueológico de 1794, que se presentó en el Museo Nacional de Antropología en 2015: repensar un momento en la historia de la arqueología mexicana a través de manuscritos desconocidos de Guillermo Dupaix.

En su conjunto, el libro hace varias aportaciones a la historia de la arqueología mexicana. Primero, López Luján se adentra en un periodo desconocido de la vida de Dupaix. Es el caso de gran parte de los anticuarios del siglo XIX –como Jean Frédéric Waldeck, Maximilien Franck, Henri Baradère, Carl Nebel, entre otros–: sabemos de ellos en la medida en que se vuelven coleccionistas y estudiosos de antigüedades. Es también el caso con Dupaix, de cuya vida previa a las Reales Expediciones Anticuarias teníamos pocos detalles antes. López Luján rastrea a Dupaix desde sus orígenes luxemburgueses y su carrera como militar al servicio del Imperio español, hasta sus primeros estudios anticuarios, primero en el Mediterráneo y luego en la Nueva España. Esto nos lleva a la siguiente reflexión: antes de la consolidación de campos disciplinarios, uno no escogía ser anticuario de profesión. Dupaix llegó a la Nueva España como militar, Waldeck, incomprensiblemente, como ingeniero minero, Franck como pintor. El interés por las antigüedades mexicanas fue emergiendo en el caso de cada uno de estos y otros personajes de manera gradual, cruzado por las relaciones de cada uno o motivado por intereses económicos o, simplemente, por el azar o por la curiosidad. A Dupaix, sus andanzas por el Mediterráneo y sus exploraciones anticuarias en Roma, Corinto, Cetina y Nápoles le habían despertado la curiosidad por la antigüedad y le aportarían referencias y parámetros de comparación: como observa López Luján, Dupaix nunca dejaría de comparar los vestigios del México antiguo con los de Egipto, Roma y Grecia. De cualquier forma, ser militar –a pesar de que, como cuenta López Luján, Dupaix había desempeñado el oficio mediocremente– era una ventaja para un anticuario. Su puesto como capitán de dragones significaba que Dupaix gozaba de cierta libertad de movimiento, de un conocimiento superior de las condiciones de los caminos y de una mayor aptitud para pensar estratégicamente y para organizar y administrar recursos. En sus exploraciones anticuarias contaba probablemente con la infraestructura y el apoyo local de los cuales se beneficiaban las tropas.

En los primeros años después de la Conquista, las antigüedades mexicanas, leídas a través de interpretaciones religiosas, como encarnaciones de rituales y prácticas idolátricas, habían sido masivamente destruidas. Fueron a menudo los mismos estudiosos de estas piezas quienes participaron en su destrucción. Sería hasta mediados del siglo xviii cuando las antigüedades mexicanas empezaron a llamar de nuevo la atención de los estudiosos, como parte de un programa imperial más ambicioso de exploraciones anticuarias, que incluían investigaciones en Pompeya y Herculano, en el virreinato español de Nápoles.

Para finales del siglo xviii existía en la Nueva España, especialmente en la Ciudad de México, cierto interés en el estudio de las antigüedades prehispánicas. López Luján describe con detalle las colecciones y gabinetes –como las de León y Gama y Vicente Cervantes y, más tarde, de Ciriaco González de Carvajal y del arzobispo Benito María Moxó y Francolí– que incluían, además de ejemplares de historia natural, objetos antiguos. Por otro lado, la prensa novohispana también empezaba a dedicar cierto espacio a temas de interés anticuario, como lo fueron el descubrimiento de un número importante de antigüedades, a raíz de las obras de remozamiento del centro de la Ciudad de México, y los debates alrededor de la Coatlicue y la Piedra del Sol a principios de los noventa. Este era el contexto en el cual Dupaix llegó a la Nueva España en 1791. No había sino un puñado de aficionados a las antigüedades mexicanas, y por lo tanto no es difícil imaginar que Dupaix hubiera llegado a conocerlos, a visitar sus gabinetes, a leer algo de lo que se escribía sobre los vestigios del México antiguo, a socializar alrededor de objetos y temas de interés anticuario.

Unos años después, en 1794, produciría sus primeros cuadernillos anticuarios. El catálogo de López Luján nos acerca así a un momento en que había más dudas que certezas sobre el estudio del México antiguo, a un dilema intelectual y ontológico: ¿Cómo ver objetos que no habían sido descritos o estudiados antes? ¿Cómo escribir sobre ellos? Uno de los méritos más grandes del catálogo de López Luján es el de poner frente al lector los momentos iniciales de la arqueología, antes de que los vestigios del México antiguo se hubieran convertido, primero en hechos científicos, luego, en elementos de una narrativa patria. Dejar que el lector experimente, con Dupaix, desasosiego ante un objeto desconocido, asombro ante la falta de palabras que obligaría a Dupaix a tomar una y otra vez el hilo de la descripción. Estos momentos iniciales son los momentos del archivo, cuando la arqueología era una ciencia de papel, de fragmentos, de notas, de dibujos. Fue, a fin de cuentas, a través de “museos de papel” –más que de los objetos mismos, porque estos eran pesados y frágiles– que empezaron a circular conocimientos sobre los vestigios del México antiguo, que se fueron normando protocolos para su colección, exploración y representación, que se consolidó un espacio para las ciencias arqueológicas. Para reconstruir estos momentos iniciales –tentativos, caóticos, indisciplinados–, más allá de las certezas futuras y de historias presentistas, es indispensable regresar, como lo hace López Luján, al archivo. ~

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