“Esta novela se inspira en dos historias reales que ocuparon las portadas de los diarios chilenos por algunos meses”, advierte Rafael Gumucio antes de comenzar el relato de La deuda. En rigor, no hace falta conocer la realidad para apreciar la ficción de Rafael Gumucio. Es más, el desconocimiento de causa favorece el resalto de la insólita clave de esta novela: la moral como arma de subversión en nuestras corrompidas y amnésicas sociedades. La trama es, además de trivial, bastante universal para ser comprendida en cualquier país: un contador comete un fraude contra el joven empresario de una productora cinematográfica y varias personalidades de la vida pública; además, fondos otorgados por el gobierno de la Concertación a título de subvenciones al arte se desvían de su destino para regresar subrepticiamente a las campañas electorales de políticos de izquierda. En fin, nada nuevo, ni bajo el sol de los trópicos, ni bajo la nieve de los Andes… La novela principia con la confesión del fraude y la fuga del contador. Estalla el escándalo mediático, seguido del rimbombo político, y la novela se atarea en resolver la pregunta que carcome al joven empresario defraudado: ¿por qué? O, en su variante egotista y clasista: ¿por qué a mí? No revelaré la solución final para no escamotear a los lectores el placer de presenciar un duelo sin precedentes.
Por supuesto, La deuda es un retrato de la sociedad chilena actual, que inauguró su regreso a la democracia con el descubrimiento de los crímenes de la dictadura, la impunidad, la corrupción y el bizantinismo del cuerpo social mediante cotidianas dosis de cinismo y desmemoria. “¿Dónde estaríamos si todos fueran puristas, moralistas que no pactan con nadie? ¿Habría democracia en Chile si todos fueran honestos y llenos de principios, si no hubiésemos pactado una y mil veces con el diablo?”, pregunta el joven empresario Fernando Girón, haciendo eco a los argumentos socorridos por una gran mayoría de la población para lavar sus conciencias y justificar su complicidad, activa o pasiva, con la barbarie del pasado que aún no se extingue. El falso dilema es tan reiterado en Chile que llega a ser un refrán perverso y, curiosamente, recuerda la pregunta que en el XVIII planteaba el abate Dubois acerca del maligno régimen de la Regencia: “¿Pero no es mejor vivir bajo un reino en el que cierta libertad está garantizada por unos canallas que sofocarse bajo la autoridad de los puros y los fanáticos?” A su vez, el novelista chileno traduce el eterno falso dilema a estos términos: “En un mundo donde los grandes administradores de la culpa, la Iglesia y el comunismo, han sido disueltos, el que mata a un moscardón puede quedar insomne por semanas, y el que asesina un pueblo entero puede dormir en perfecta calma.”
Rafael Gumucio construye su novela a semejanza de un iceberg: debajo de esta primera capa de helado horror político y social, se sumerge en una apasionada exploración del alma de sus personajes. Un misterio inconmensurable, al que se asomaron, muy distintamente, Pascal, Dostoievski o Saint Simon. Sin seguir a nadie pero inscribiéndose en esta tradición, Rafael Gumucio remanece como una conjunción sui generis de esta familia de escritores desvelados por los enigmas de la naturaleza humana, que encarnan bajo disfraces circunstanciales para, de pasada, burlarse de la vociferante indignación de los retratados.
Los místicos distinguían entre el hombre interior y el hombre exterior y le apostaban al primero; en cambio, los moralistas, sobre todo en el XVIII francés, invirtieron la apuesta para apuntalar su inigualable arte del retrato. Rafael Gumucio comete la proeza de cumplir la meta del moralista indagando al hombre interior que la sociedad contemporánea ha desplazado, olvidado, ninguneado, ridiculizado a favor de las puras apariencias y las falsas espiritualidades que conocemos de sobra. Por lo demás, la proeza de La deuda se cumple al son del suspenso de una novela policíaca y con empréstitos narrativos al arte cinematográfico. Con una prosa clara y eficaz, Rafael Gumucio avanza en la disección del cuerpo putrefacto mediante capítulos breves que semejan las secuencias de una película filmada por la pupila de una águila. El escritor crea un vertiginoso contraste entre la velocidad de su narración y la implacable cirugía de las almas, gracias a un manejo simultáneo de fuga hacia delante en la trama y el tiempo, y una zambullida sabiamente progresiva en las tinieblas del odio. “En la mitad del camino de la vida, me encontré en una selva oscura…”
Lo más inaudito de esta novela es la reivindicación de la culpa, a la que apela Rafael Gumucio para restaurar una dignidad pisoteada y perdida por la impunidad, precisamente, libre de culpa. Se antoja que así nos insinúa: si hay impunidad, por supuesto es porque no hay justicia, pero, sobre todo, porque ya nadie se siente culpable de nada. “… sin culpa todo es más claro, pero también más terrible, más sangriento. Sin culpa no hay arriba ni abajo, ni bien ni mal, estás solo, los fuertes con los fuertes, los débiles con los débiles y, en medio, en ese lugar en que antes se construían ciudades y libros y religiones y sinfonías, un páramo absurdo”, reflexiona su personaje a mitad de su vía crucis. Después de un siglo de luchar contra la culpa hasta declarar su ponzoñosa intromisión en las conciencias y su consecuente desaparición, Rafael Gumucio la reivindica, la saca del olvido y del vituperio como si fuera una tabla de salvación, una panacea susceptible de enderezar un mundo carcomido por el cáncer de la abulia moral. Todo está permitido puesto que hemos perdido la noción de culpa y de responsabilidad, sea esta histórica, política, empresarial, amistosa o amorosa. Pese a sus antecedentes familiares –un conocido linaje de democratacristianos–, Rafael Gumucio despoja la culpa de sus ropajes religiosos, judeocristianos, para plantearla como un asunto ciudadano, laico y político. Y lejos de solemnizar el asunto, lo encara con su acostumbrado desparpajo para hacer de una lamentable tragedia una tragicomedia y de la moral, una arma subversiva, susceptible de herir a más de uno de sus conciudadanos. Como es costumbre con él, nadie sale inmune o impune de la pluma de Rafael Gumucio.
No se esperaba menos de este autor que, desde sus distintas trincheras, el periódico, la radio y la literatura, nada a contracorriente de las claudicaciones de toda índole. No es el único, sin duda, pero es uno de los más valientes, lúcidos y talentosos rebeldes que sobreviven en el Chile de hoy. ~