La muerte viene de lejos, de José María Guelbenzu

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Cuando en 2001 José María Guelbenzu publicó No acosen al asesino, se dejaron oír aquí y allí expresiones de sorpresa ante el supuesto giro del novelista. Cuando al cabo de tres años reincide con una nueva entrega, La muerte viene de lejos, la sorpresa parece haber cedido paso a la resignación.
     Conste que no hablo en primera persona. El lector que conozca la trayectoria narrativa de Guelbenzu sabe de las filiaciones de algunas novelas del autor con el género policiaco ya desde la primera de ellas (El mercurio, 1968), donde hallamos al personaje del señor Dopico, ávido lector de Van Dine, Queen, Dickson Carr, Hammet, Chandler, Cheney, etcétera, y cuya aventura se relata en clave policiaca. Por otra parte, tanto No acosen al asesino como La muerte viene de lejos son títulos que se inscriben en una muy concreta tendencia del género, en la que tienen amplia cabida determinados rasgos característicos del mundo narrativo de Guelbenzu, quien, en “La intriga me mata” (un breve ensayo escrito para acompañar el debut literario de su “detective”, la juez Mariana de Marco), expuso su experiencia como temprano y empedernido lector de novela policiaca, así como sus particulares preferencias dentro del género y su personal concepción del mismo.
     Y es que estamos ante un autor que en ningún momento permite que la intriga se adueñe de otros componentes de la novela y reine en solitario. A la hora de decidir sobre la difícil y delicada relación entre intriga y personajes, Guelbenzu se aleja del modelo clásico de la novela policiaca (donde los personajes a menudo resultan excesivamente esquemáticos al quedar sometidos y puestos al servicio de la intriga) para mantenerse fiel a sus premisas literarias y anclar también esta novela en el conflicto dramático de los personajes, que es el factor que dará lugar a la intriga. En este punto, para Guelbenzu la referencia ineludible está en Chesterton, quien, según nuestro autor, “puso la intriga al servicio de algo más que de sí misma: la puso al servicio de su concepción del mundo”.
     Por eso me chocaron las expresiones de resignación que oí en su momento, porque no entendía su razón de ser, ya que en La muerte viene de lejos (al igual que en No acosen al asesino) lo sustancial son los personajes y su mundo. Si no es por la particular obsesión y el problema que ahora tiene su amiga Carmen Fernández (para colmo, expuesto con ecos de “folletín desgarrado”, según piensa la juez), ¿cómo se explica el hecho de que Mariana de Marco se interese por un caso prácticamente cerrado y del que ni siquiera ella se había ocupado en su día? Se trata del caso de un viejo avaro que una mañana aparece muerto en la cocina de su casa debido a emanaciones de gas, dudándose, como máximo, entre suicidio o accidente, pero sin viso alguno de haberse tratado de un asesinato. Dos años más tarde, sin embargo, Carmen, la antigua secretaria del juzgado donde había estado destinada la juez, alegando asesinato, consigue que Mariana investigue y reabra el caso.
     Así comienza La muerte viene de lejos, con este apremio de Carmen a Mariana, que ahora ejerce de juez en Villamayor, una población mediana, situada en el interior de la provincia aunque próxima a la capital, y de mayor importancia que su anterior destino, la villa costera de San Pedro. Este movimiento del personaje es fundamental precisamente en la construcción de la intriga, porque no es tan sólo un movimiento físico o geográfico, ni mucho menos. La juez, además de seguir alerta y preocupada por su condición y oficio (“No es fácil ser quien juzga a los demás y sentirse igual a ellos”), está atravesando un delicado momento personal en el que empiezan a perfilarse las consecuencias de su ruptura matrimonial, de la huida de Madrid y el consiguiente cambio de la abogacía a la judicatura, del recluimiento en el pequeño círculo local, dentro del cual la amistad con Carmen es decisiva. El resultado es la inquietud y el malestar que le provoca el poder de erosión que tiene la soledad y “el miedo a perder, a empequeñecerse, a ser devorada por el ambiente” en que transcurre esta etapa de su vida.
     Sin el problema u obsesión de Carmen, la intriga (el reexamen y posterior reapertura del caso) no se desencadenaría. Sin el conflicto existencial de Mariana, el desarrollo de la intriga no sería el que es. Sin la intervención de ese poderoso elemento capaz de alterar radicalmente una vida humana, el azar, y sin la intuición de la juez, la resolución de un caso que roza el crimen perfecto sería imposible. Pero aún hay más: sin la peculiar personalidad del presunto asesino, en La muerte viene de lejos no hallaríamos las reflexiones sobre la condición humana en que Guelbenzu sume a la juez, aterrada ante la posibilidad de que, según nos muestran la historia y la vida, los confines de la maldad linden con los de la inteligencia, puesto que “hombres sumamente inteligentes y sociedades cultas y civilizadas cometen toda clase de crímenes, de genocidios”.
     La línea reflexiva sobre la condición humana que vertebra la novela, lo mismo que las descripciones de lugar y ambientes o la caracterización de los personajes y el trazado de los conflictos, llevan el sello del mejor Guelbenzu, un escritor que de nuevo se interroga por la condición del mal: “Yo quisiera saber —dice Mariana— dónde está, qué es lo que provoca la existencia de monstruos como éste, un hombre sumamente inteligente, culto, de buena crianza, que actúa con la precisión de una máquina y con la misma falta de sentimientos. Es como si hubiera sufrido una amputación en alguna parte del cerebro, la que domina las emociones. Mejía es una máquina, sí, una máquina de amoralidad y, al mismo tiempo, es sociable, afectuoso si se lo propone; no es sentimental, pero tampoco practica el odio, qué curioso, ¿verdad?; es de una sangre distinta: ahí reside su poder de atracción”. –

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