Me aventuro a afirmarlo: Peluquería y letras es la novela más afortunada de Juan Pablo Villalobos. Más modesta, menos excéntrica que sus predecesoras –hasta ahora, el autor era conocido por sus personajes y tramas hilarantes–, conjuga sus mayores virtudes como narrador y disimula sus flaquezas, sin por ello renunciar al esmero en el cuidado de la prosa. No obstante, hay algo más honesto y genuino entre sus páginas y es precisamente esto lo que la aleja de sus obras anteriores: en Peluquería y letras Villalobos no busca provocar la risa, sino pensar la felicidad.
Un breve repaso al universo villalobiano: ya en Fiesta en la madriguera (2010), su primer libro, encontramos los elementos que Juan Pablo desarrollará en las novelas posteriores, Si viviéramos en un lugar normal (2012) y Te vendo un perro (2014): el humor, la ironía, la crítica política, la denuncia social, el carácter del mexicano. Esta “trilogía sobre México”, como él la denomina, puede conducir, al menos, a dos senderos posibles: por un lado, coronar a Villalobos como el humorista de turno, el autor campechano, francamente entretenido, en cuyas novelas se dibuja una arriesgada caricatura del país; por otro, suponer que, aunque las semillas de una buena literatura están ahí, los brotes verdes se verán más adelante, con el tiempo y la experiencia. Como lectores, hay que tener mucho cuidado: pese a que Villalobos no deja nunca de ser divertido, no es únicamente eso, aunque la fama, y en ocasiones la propia crítica, se empeñen en encasillarlo en ese papel.
No voy a pedirle a nadie que me crea (2016) era, hasta ahora, su novela más lograda, en términos estilísticos y técnicos, pero también porque conseguía aquello que, en el fondo, es el propósito del verdadero escritor: fundir –confundir– la literatura con la vida, mezclar las verdades con mentiras, recrearse en el juego de la verosimilitud. Así lo explica Laia, la mossa d’esquadra, en el pasaje clave del libro: “Yo no sé mucho de literatura, o de teoría sobre la literatura, pero me parece que así es como se hacen las novelas, ¿no? ¿Los autores no utilizan su propia vida y experiencias para convertirlas en ficción?” En No voy a pedirle a nadie que me crea, el Juan Pablo personaje nos hace recelar del Juan Pablo escritor, pues intuimos que o bien el ser de ficción habita una vida sospechosamente realista, o bien el ser de carne y hueso nos está tomando el pelo, enriqueciendo –distorsionando– eventos verdaderos para hacer de ellos la materia prima de su obra. Así, con una fórmula acertada, unos personajes bien dibujados y una tensión narrativa no resuelta (algo que al parecer le fascina a Villalobos, pero que en ocasiones produce en el lector la sensación de encontrarse ante un callejón sin salida), el autor construye, más que una novela, una sólida propuesta literaria. La invasión del pueblo del espíritu (2020), su novela anterior, es la más reflexiva de sus obras: Gastón, retrato del hombre gris, solitario, ensimismado, es un protagonista conmovedor y digno de escrutinio. No desmerecen tampoco los demás personajes: Max, su mejor amigo, que ha perdido la dignidad y a la vez su restaurante; Pol, el hijo de Max, que va y vuelve de la tundra con la cabeza plagada de teorías conspiranoicas; Gato, su perro y fiel compañero, de quien deberá despedirse a la sombra de un árbol. Emotiva y agridulce, La invasión del pueblo del espíritu es un libro sobre la amistad, pero también una declaración de intenciones: el autor escribe contra el odio, contra el racismo, contra la xenofobia, contra la incomprensión de la locura, contra los prejuicios sociales.
De entre las novelas de Juan Pablo Villalobos, Peluquería y letras es la más descabellada, la más dichosa, la más peliaguda de todas, y lo es porque, paradójicamente, no busca denunciar ni criticar ni hurgar en los grandes temas de la literatura. Todo lo contrario: pretende, a la manera de Perec, relatar la cotidianidad, los sucesos triviales, los acontecimientos fútiles, la rutina de un escritor que, a falta de turbulencias vitales, se ve orillado a literaturizar los aspectos más anodinos de su existencia. En este sentido, Villalobos no escribe contra algo sino más bien desde un lugar que pocos autores se atreven a pisar: el terreno de la felicidad.
De Cervantes a Vila-Matas, podríamos trazar una sucinta genealogía de “escritores de la felicidad”, aquellos para quienes la literatura es el lugar donde habita la alegría, un sitio para el goce y el disfrute, pero sobre todo para el encuentro con uno mismo. A esta familia espiritual se suma Villalobos con esta novela breve: carente de magnas pretensiones, y sin embargo concebida con un auténtico amor por la palabra, Peluquería y letras logra aquello que persigue sin saberlo: devolvernos el placer de la lectura, reconciliarnos con nuestra medianía, descubrirnos el abanico de posibilidades narrativas que ofrece la insignificancia: “Una noche, muy tarde, en la cama, al hacer un elogio de la estabilidad y de la madurez, yo había colocado la palma de mi mano derecha boca abajo, horizontalmente, y había trazado una línea imaginaria hacia el infinito: la prolongación de la felicidad.”
Si en No voy a pedirle a nadie que me crea Villalobos dejaba en claro que sus libros son un pretexto para explorar los mecanismos de la ficción, en Peluquería y letras se dedica más bien a tendernos trampas, a traicionar el pacto con el lector, a hacernos creer que se está narrando algo con toda la apariencia de verdad para después desdecirse por completo. Lo que el protagonista llama “literatura de la imaginación”, en contraste con “literatura de la experiencia”, es, en realidad, un juego metaliterario: “Son cosas que pasan en mi cabeza, en mi interior –expliqué–. Y las que suceden afuera, en la realidad exterior, las modifico para convertirlas en literatura, porque no hay literatura ya lista en la realidad.”
Al final, las peripecias del personaje principal –la visita a la clínica de gastroenterología, el incidente con la peluquera bretona, el encuentro con el ecuatoriano– pareciera que terminan en nada (“En Brasil hay una frase hecha para referirse al desenlace de historias que, luego de muchos enredos, acaban en nada: Todo terminó en pizza”), pues en el fondo lo que le interesa a Villalobos es la narración misma, el placer del viaje. No obstante, no debemos pasar por alto un pequeño detalle –uno que recuerda, dicho sea de paso, a una anécdota relatada por David Sedaris, otro “escritor de la felicidad”, en Calypso– durante la visita médica, al protagonista le extirpan tres pólipos y le entregan uno de recuerdo. Ante su manifiesta voluntad de conservarlo, su hija le pregunta: “–¿De veras lo vas a guardar? –me preguntó la niña. / –Más que un recuerdo parece un aviso –dijo la brasileira. / –Una advertencia –agregó el adolescente. / La amenaza de la infelicidad, pensé. / –O sea que el libro en realidad se trata de que tenías miedo de morir –dijo el adolescente.”
Frente a esa amenaza latente, Juan Pablo Villalobos escribe una promesa: la promesa de la felicidad, la certeza de que, al menos en la literatura, todo terminará en pizza. ~
es crítica literaria y colaboradora de la revista Criticismo.