Para un niño al que le encantaban los atlas y las historias de viajes lejanos, todo empieza soñando despierto con mapas. Patrick Deville ya sentía que iba a escribir, y como dice en una recopilación de entrevistas: “Es la decisión de un niño: brutal, definitiva, irrevocable.” La novena etapa del viaje iniciado con Pura vida en 2004 tiene lugar en la India. Es Samsara, cuya última palabra es Arabia, que anuncia la siguiente etapa. La ruta del Abracadabra –título genérico de la obra– ya está marcada.
Entre los posibles títulos de su ya amplia obra, el novelista podría haber elegido “Vie des Illustres” (Vida de los Ilustres). Un título a la manera de Plutarco. Aquí se destacan dos figuras muy diferentes, incluso opuestas. Por un lado, Gandhi, el militante de la no violencia, asesinado por un hindú que Modi y sus seguidores presentan ahora como un héroe. Por otro, un desconocido que no debería seguir siéndolo, Pandurang Khankhoje. Paradójicamente, este luchador por la independencia vivió más tiempo fuera de su país que en la India. Alrededor de estos dos personajes aparecen otros con los que se cruzaron, o que forman parte del universo Abracadabra.
Pero primero esa palabra: Samsara. Define la gran rueda de las vidas sucesivas, a través de la reencarnación. Esa creencia hindú da ritmo a la novela. Viajamos de norte a sur, pasando temporadas en un soberbio palacio habitado por una princesa increíblemente rica, encontrándonos en Calcuta o Bombay, viendo las cumbres del Himalaya antes de descender el Ganges. No tiene nada de turístico. Deville no es un escritor de viajes. Es un enciclopedista apasionado por la naturaleza, y la novela se abre con la contemplación de los pájaros. Como en las novelas anteriores, una cámara recorre el lugar y el tiempo, un satélite observa “los millones de acontecimientos en este mismo segundo en la superficie del globo, la desaparición del pequeño cangrejo en el buche de la garza, asesinatos y besos de amor, estallidos de risa y llanto, nacimientos y funerales, y tal vez la transmigración de las almas en la rueda del samsara”.
La forma en que va y viene de un lugar a otro recuerda a la rueca, emblema de Gandhi y símbolo del movimiento perpetuo. Como sabemos, Abracadabra comenzó en 1860, cuando se creó el puerto de Saint-Nazaire, cuando el Canal de Suez acortó los tiempos de viaje, cuando se produjo la primera globalización, sinónimo también de colonización. En la India gobernaba el Raj británico. La revuelta de los cipayos acababa de ser sofocada con derramamiento de sangre. Hasta 1947, año en que se declaró la independencia, la lucha sería constante y cruel. En Calcuta, en 1946, por ejemplo, murieron miles de personas. Pero la violencia asolaría el subcontinente durante años. En cuanto terminó la colonización británica, millones de musulmanes huyeron a lo que se convertiría en Pakistán. Aún no ha terminado, como sabemos. Como líder, Modi no tiene nada que envidiar a muchos de los dictadores del mundo.
Pero si quisiéramos resumir la historia de la India, iríamos por mal camino al leer esta novela de no ficción como un documental. Con Deville, los hilos se entretejen, el tejido es rico, y la escritura es lo que distingue a este escritor de un mero erudito, historiador o especialista. Khankhoje es un personaje devilliano. Es un ingeniero agrónomo como Alexandre Yersin, el héroe de Peste y cólera. La disputa entre los jóvenes pasteurianos mencionada en la novela dedicada a Yersin vuelve, desarrollada, en Samsara. Khankhoje vive un tiempo en Ciudad de México, donde conoce a Tina Modotti y Diego Rivera, personajes importantes de Viva; viaja de California a Oriente Próximo, y vive dos guerras mundiales antes de regresar a su patria. La Historia, tal como él la vive, no es una película en blanco y negro. La gama de grises está llena de matices y aparentes contradicciones. El “movimiento Ghadar” –que inició Khankhoje– tuvo lugar en el bando alemán en 1915. Ghadar significa motín y hace referencia al motín de los cipayos. Aquí tuvo un aliado. En 1940, Chandra Bose, otro líder de la Independencia, estaba cerca de los nazis; el aeropuerto de Calcuta aún lleva su nombre. Y Gandhi se hizo “querido amigo” de Hitler, implorándole que no entrara en guerra. Su compromiso no violento, pero no solo eso, molestó a George Orwell: “Sin duda el alcohol, el tabaco y el resto son cosas que un santo debe evitar, pero la santidad es en sí misma algo que los seres humanos deben evitar.” Esto se aplica al narrador, que se consuela encendiendo otro cigarrillo en la terraza de su hotel. Un narrador al que le gusta comentar, con su característica ironía y tono autoparódico.
El ritmo de la novela se corresponde con los contrastes y contradicciones del país que abarca. Hay algo vertiginoso en Samsara, algo arremolinado, sin duda, en la imagen de esta India, algunos de cuyos estados están gobernados por comunistas, mientras que en otros las jóvenes musulmanas se manifiestan para que se les permita entrar en la universidad con velo. La India es también una tierra con una historia muy antigua, a veces confusa, y siempre compleja. Por eso el novelista se permite pausas, periodos de latencia. Los viajes en tren cobran todo su sentido, y aunque estemos lejos de Balbec y Doncières, de la línea que siguen los personajes proustianos, encontramos el sabor de los mismos en Samsara: “Estos largos viajes en ferrocarril están a menudo puntuados por pequeñas siestas en las que la cronología se disuelve y el tiempo se evapora. Entre dos paradas eres un niño, luego un anciano, después un adolescente. Con el sonido de un frenazo en las vías o un anuncio, te despiertas trayendo recuerdos de las profundidades de tus sueños, espigando imágenes del presente a lo largo de las vías que te llevas contigo a tu próximo sueño”.
Y luego el viaje está sujeto a las limitaciones del momento: el covid se ha extendido por todo el planeta, y eso es (casi) una suerte, ya que el encierro es el único “deporte” que practica el autor. Siempre ha habido un día de febrero en el que recapitula el año, separa lo esencial de lo accesorio y medita sobre lo aprendido, al estilo de Pascal. Samsara es la historia de su viaje, y la historia de su escritura: “Estos momentos de duda, de calma después de la tempestad, estos instantes de vacilación en la encrucijada de la existencia, estas estasis durante las cuales nada sucede pero todo es posible, los rastreo meticulosamente desde hace décadas en la vida de los aventureros y revolucionarios, estos grandes perturbadores de la Historia que se apoderan como una antorcha de la ideología a su alcance, utilizan el colonialismo o el anticolonialismo, el imperialismo o el comunismo como pretexto para su necesidad de actuar, disfrazando con sus ideales el gusto por la guerra que yace en el corazón de los hombres, el gusto por la épica que yace en el corazón de los poetas, y llegando a veces inesperadamente a la lucidez de los “y si…”, al asombrado despertar de un sueño que se desvanece”. Con aventureros y revolucionarios, y a veces entre ellos, escritores. En Viva, y aquí de paso, es B. Traven, autor de El tesoro de Sierra Madre, o Malraux, o Joseph Conrad o Malcolm Lowry. Leer a Deville es entrar en su biblioteca, o más bien abrir el baúl virtual que lleva consigo. Escribe entre sus autores favoritos, con ellos, y la evocación de Pierre Loti de una tierra desconocida marca el tono: “Siniestro Beluchistán, con soledades de arena como espejos y sal bajo un sol que mata.”
El viaje de Patrick Deville es un eco del del joven Khankhoje. Él se dirigió hacia el Este, que era Japón, y Deville se fue a Camboya cuando todo se detuvo en Bombay. Por fin había llegado el momento de juzgar a los jemeres rojos, y Kampuchea se hace eco de ello. Para él, el héroe de Samsara seguía siendo solo un fantasma, un posible doble, y la India una especie de sueño. Él lo logrará: “Y me alegré de que la India, que durante estos cuarenta años había permanecido en mi misteriosa imaginación, y tal como la había construido de niño, me hubiera eludido tanto tiempo, agradecí al hechizo que me la había ocultado, para ofrecérmela tan tarde este país en el que a mi vez, al igual que muchas de las personas que había conocido allí, con el pretexto de imaginar la vida de Pandurang Khankhoje y sus contemporáneos, había sido feliz, donde algunos días, contemplando la multitud en las calles, los templos, la vegetación, sorprendido, alcancé la alegría.”
La alegría del lector no es menor. Leer a Deville significa aprender, descubrir y maravillarse constantemente. La alfombra voladora en la que el niño dejó Mindin y el corsé que encerraba su cuerpo, estamos en ella mientras pasamos las páginas. Pronto estaremos en Arabia.
Publicado originalmente en École de Lettres.
Es profesor de literatura y ha colaborado en La Quinzaine Littéraire, L'École des Lettres y En attendant Nadeau.