Stephen Witt. How Music Got Free: The End of an Industry, the Turn of the Century, and the Patient Zero of Piracy. Estados Unidos, Viking, 2015, 304 pp.
La reciente difusión masiva de la música a través del streaming gratuito en línea –desde YouTube hasta Spotify–, y el auge global de los festivales de música, son algunas causas y consecuencias de la debacle del modelo con el que la industria discográfica había funcionado desde la década de 1960. Pero gran parte de la actual época dorada para la música en vivo (y catastrófica para las grandes disqueras) se debeal esfuerzo y a las ideas que surgieron en algunas comunidades de piratas cibernéticos.
Así lo demuestra el libro How Music Got Free: The End of an Industry, the Turn of the Century, and the Patient Zero of Piracy, del periodista estadounidense Stephen Witt. Su ensayo tiene la virtud de combinar la valiosa información explícita –los datos históricos y los detallados relatos biográficos–, con la profundidad de lo implícito: aquello que no está escrito, pero se infiere a través de su descripción del nudo de contradicciones al interior de las grandes trasnacionales –con sus regalías ínfimas y su énfasis en los one hit wonders–, y de la caza de piratas de internet, absurdamente imputados con cargos semejantes a los de los líderes de sanguinarias organizaciones criminales.
Resulta fascinante la historia de Dell Glover, estadounidense de clase media baja que en su persecución del sueño adolescente americano, junto con su fanatismo por el cine y los videojuegos, se convirtió en lo que Witt considera el “paciente cero” de la piratería. Entre los años 2000 y 2007, tras integrarse al legendario grupo Rabid Neurosis de la escena[1] de la piratería musical en internet, Glover fue la figura clave para filtrar a la red los discos de Universal Music antes de sus fechas de lanzamiento.
Las historias de cómo se las ingeniaba para sacar los discos de la maquiladora de Kings Mountain, Carolina del Norte, escondidos detrás de hebillas de cinturones o en contenedores de comida para microondas, son cautivadoras. En la escena, la música no se subía a la red a cambio de dinero, sino a cambio de claves de acceso a sitios ocultos donde se podían descargar películas y videojuegos. Esa fue la primera motivación de Glover, después inició su negocio de venta de DVDs piratas (que vendía por cinco dólares) e incluso rentaba, por 20 dólares al mes, el acceso a un sitio web en el que subía todo su material para que esos clientes pudieran disfrutar su creciente catálogo de películas y videojuegos, que incluía desde clásicos de culto hasta películas aún en cartelera. El embrión de Netflix, podría pensarse.
También es conmovedor el relato del ingeniero alemán Karlheinz Brandenburg, que inventó el mp3 inspirado en las teorías del físico e ingeniero Eberhard Zwicker, quien descubrió que el oído humano no procesaba buena parte de las ondas sonoras que percibía. Ello le permitió intuir que se podía eliminar gran cantidad de la información contenida en un archivo de sonido sin que el oído humano lo distinguiera. Brandenburg, junto con su equipo de la Sociedad Fraunhofer, emprendió, sin éxito[2], una batalla legal para demostrar la calidad de su mp3 y buscó ganar la guerra al mp2 y al CD para ser el formato oficial autorizado para el uso en computadoras y reproductores de audio. Sin embargo, tiempo después varios piratas de la red lo recuperaron y el mp3 acabó imponiéndose en la era de Napster y iTunes.
Por último, destaca la historia del ejecutivo de disqueras Doug Morris, quien ha dirigido en distintos momentos a las principales trasnacionales de la música – desde Warner y Universal, donde se convirtió en leyenda, hasta su actual puesto como presidente de Sony Music. Sorprende cómo retrata Witt la habilidad comercial de Morris, y su descaro para enfocarse a crear una fábrica de hits sabiendo que estos generaban dinero sin importar la calidad de la música. Resulta interesante también ver sus múltiples e infructuosos intentos por integrar a Universal Music a la era digital. Finalmente en 2009 descubrió el potencial de los anuncios en YouTube y fundó el canal Vevo dentro de esa red social, mismo que le ha redituado en millones de dólares. Es revelador saber que Steve Jobs trato de contratarlo para convertir a iTunes en la primera disquera digital, algo que, de haberlo sucedido habría modificado sustancialmente el rumbo que tomó la industria en la era digital.
Hay, sin embargo, algunas carencias en el libro de Witt: al ordenar las tres historias principales en capítulos intercalados esquemáticamente, en su primera mitad el texto pierde agilidad y le falta el ritmo que toma en la segunda parte. Por otro lado, aunque logra un buen relato del renacer de la música en vivo como el centro de la industria, y del mérito enorme de Vevo al monetizar los videos de YouTube, hace falta un análisis profundo de los servicios en línea de música gratuita o por suscripción. Finalmente, aunque es un hecho que el oído humano no reconoce la diferencia entre el mp3 y formatos de mayor calidad, quizás debió hacer un estudio con aquellos que utilizan la música grabada para presentaciones en vivo. En mi experiencia, como DJ y músico electrónico, me queda claro que hay un punto en que las carencias del mp3 son muy notorias: en sistemas de sonido para audiencias de más de 500 personas, la música carece de punch o fuerza. Ello posiblemente se deba a que ciertas frecuencias, particularmente en los bajos, aunque no las percibida el oído, sí las siente el cuerpo. Por eso es que pocos músicos electrónicos o DJs utilizan el mp3 para sus conciertos o presentaciones masivas.
Fuera de eso, How Music Got Free… es una lectura obligada para entender la industria de la música actual. No deja de ser triste el hecho de que Glover, quien hizo cerca de 100 mil dólares a lo largo de una década, fue arrestado a punta de pistola al de su trabajo, poco después de que su casa hubiera sido cateada por múltiples agentes del FBI que portaban chalecos antibalas. Fue enjuiciado e inculpado por conspiración por infringir las leyes del copyright. Solo pasó tres meses en prisión gracias a que se declaró culpable y colaboró dando la información que tenía sobre otros miembros de la escena. Morris por su parte, con un salario de millones de dólares al año desde hace casi tres décadas, es considerado una leyenda. Gran parte de las ganancias que logró se debieron a la payola (el soborno a estaciones de radio para que pongan cierta canción), al ínfimo pago de regalías y al astroturfing (contratar a personas o “mercenarios” para llamar incesantemente a una estación pidiendo una canción y así generar una percepción falsa de éxito). Tales son las contradicciones que se suscitan cuando las nuevas tecnologías generan huecos legales. En este sentido, Witt le da su lugar a los piratas cibernéticos, reconoce sus aportaciones a la industria tal y como funciona ahora y demuestra que en momentos de cambios drásticos quienes navegan en los límites de la ilegalidad a veces son quienes mejor entienden los nuevos rumbos. Un viejo adagio yace bajo las líneas de este ensayo: ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón.
[1]La escena era el término con el que se autodenominaban los hackers y cibernautas que compartían estos archivos piratas a través de internet, reivindicándose como una subcultura digital.
[2]Supuestamente el formato mp3 era más complicado de codificar y ello afectaría al consumidor.
Sociólogo, etnomusicólogo, periodista y DJ.