Fabio Morábito, El idioma materno, México, Sexto Piso, 2014, 184 pp.
En el prefacio a Altazor, Vicente Huidobro sentenció: “Se debe escribir en una lengua que no sea materna”. Guiado más por las circunstancias que por una voluntad emancipadora, Fabio Morábito (Alejandría, 1955) parece seguir esta consigna. Pues a pesar de que el idioma de su niñez fue el italiano, el español –el cual aprendió a la edad de quince años cuando se trasladó con su familia a México– se impuso como el idioma de su escritura. Este resulta un tema esencial en el conjunto de su obra, ya que aprender un idioma no solo significa reaprender a nombrar las cosas, sino también conocer las posibilidades de la voz y del sonido, rearticular el movimiento del cuerpo y el semblante. Decidir manifestarse en una lengua que no es materna implica volverse creyente de un nuevo ritmo vital, implica apropiarse de una nueva forma de recrear el mundo y celebrar la vida. “Pasar de una lengua a otra exige la mutación del ser”, diría el autor. Idioma es perspectiva y expresión, consciencia y expectativa. Solo quien escribe en una lengua que no es materna aprende a “paladear las palabras para encontrar el barro secreto del idioma”. Desaprender a hablar para reconocer la posibilidad del gesto y la palabra.
Son quizás estas circunstancias las que determinaron la disposición final del libro: un mosaico de ochenta y cuatro textos completamente simétricos que se van concatenando de maneras no siempre evidentes, pero que mucho tienen que ver con una sensibilidad lingüística en extremo desarrollada. En El idioma materno cada texto se corresponde al anterior, aunque no todo el tiempo de manera temática, sino que las conexiones se dan en muchas ocasiones en los niveles fonético y semántico. Esta pulsión constante a lo largo del libro genera en el lector una impresión –poco habitual– de exactitud y esmero: sentimos que precisamente es ese texto el que debe seguir y no otro. En este sentido podríamos entender cada uno de los pasajes de El idioma materno como un palimpsesto –manuscrito que conserva huellas de una escritura anterior–: algo del escrito pasado queda en su engarce. Y así, estos fragmentos –que son en la misma medida ensayos, memorias, relatos y poemas– van conformando una unidad múltiple: piezas de extensión idéntica que funcionan como ladrillos en la construcción de un hogar. Hogar de palabras.
En El idioma materno hay un constante esmero por dar con la forma. Una búsqueda por alcanzar la potencia de la comunicación por medio de la decantación de las palabras y el rechazo a todo desbordamiento y premura. El mismo Morábito nos lo confiesa, prefiere las pocas palabras, los pocos libros, porque para él es en la contención donde se cifra el secreto de la escritura: “carezco del menor orgullo bibliófilo y me aterran esas grandes bibliotecas que a la muerte de su dueño son adquiridas por alguna fundación o universidad. Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza a ser sospechoso”; más adelante, al hablar de un “amigo” que toma una copiosa cantidad de notas para su novela, insiste: “él sólo sabe escribir bajo dictado, acumulando frases que se vuelven puras palabras, palabras que se vuelven puros signos, signos que se vuelven trazos, trazos que se vuelven nada. Sólo le importan las páginas”.
Entonces Morábito también escribe un libro contra la acumulación. Tanto el contenido como la forma nos deja clara esa posición, pues no siempre se trata de las muchas palabras. La comunicación está hecha en gran medida de gestos, señas, pausas y silencios. Manifestarse no es una cualidad exclusiva del habla, pues no solo somos voz, sino también hueso y músculo. Hablamos –nos manifestamos– tanto con el estómago como con la garganta. El autor parece insinuarnos que entender la escritura como un mero artificio, utilizarla como una evasiva ante los problemas que aquejan nuestra existencia, es simplificar sus funciones, pues los alcances del lenguaje son mucho más amplios. El lenguaje tiene la capacidad de moldear al mundo, de darle forma al cuerpo y al semblante, de cambiar el sentido de la vida: “sus comas cambiaron no sólo la respiración de mis textos, sino mi respiración corporal. Un estilo, si no es puro maquillaje, te cambia la vida”. Escribir para conservar la salud.
En fin, son muchos los temas que atraviesan el libro, pues al ser la secuencia de los textos mucho más rítmica que lógica se favorece el despliegue: desde la búsqueda del origen de la vocación hasta los problemas de traducción y composición poética, pasando por la relación escritor-lector, las influencias y las formas con las que buscamos apropiarnos de los libros y las ideas, El idioma materno ofrece muchas posibilidades en su lectura. Podemos detenernos en cada uno de los brevísimos textos y examinarlo con minuciosa, pues la brevedad en Morábito no es opuesta a la intensidad. Como en el interior de las casas rodantes, para él la escritura se trata de hacer “caber la mayor cantidad de materia en el menor espacio”. La densidad puesta en la palabra sencilla, en la miniatura extraordinaria.