“Nueve odas (y algo más)” de fray Luis de León

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De innumerables luces adornado
Fray Luis de León,  Nueve odas (y algo más), selección, estudio y notas de Antonio Alatorre, Cuadernos de la Memoria número 6, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1999, 57 pp.

Destinos de Fray Luis
En el conocido retrato que de él hizo Francisco Pacheco del Río, fray Luis de León (1527-1591) mira hacia la izquierda del espectador y en su rostro se dibuja una expresión ausente, un dejo de tristeza. Pacheco —pintor mediano, maestro y suegro de Diego Velázquez— estaba al tanto, como allegado suyo, de la vida difícil de fray Luis. Ese grabado, que a menudo aparece coloreado en la portada de los libros o en las enciclopedias, es un excelente trozo de tiempo humano, con todo y la psicología del personaje representado. Bajo su capucha de agustino, fray Luis parece no olvidar el episodio más amargo y difícil de su vida: el encarcelamiento inquisitorial en Valladolid entre 1572 y 1576. Pero en su expresión también puede verse —o imaginarse uno que ve— su hondura y su magisterio en la poesía.
     Bien entrado el siglo XVII, cuando fray Luis tenía cuarenta largos años de muerto, Francisco de Quevedo editó sus poemas por primera vez; si esas piezas hubieran sido conocidas antes, el destino de la poesía española "áurea" acaso habría sido muy diferente. En 1631 la poesía de fray Luis ya estaba un poco envejecida —explica Antonio Alatorre— para los gustos literarios imperantes, impresionados por el propio Quevedo, por Lope de Vega y por Luis de Góngora. En la actualidad, gracias a la perspectiva histórica, y al simple paso del tiempo, en los que diferencias de varias décadas apenas cuentan, fray Luis de León es una de las cimas indiscutibles de la poesía en lengua española. La edición que ha hecho Antonio Alatorre en México de nueve odas de fray Luis —y "algo más": notas de invaluable sabiduría— constituye una ocasión espléndida para conocer o reconocer el genio de este poeta único. Para decirlo todo de una buena vez: el maravilloso cuadernillo de Alatorre y fray Luis de León es la mejor entrada en este mundo poético.

Diferencias poéticas
     Escribir un poema español —o italiano, francés, inglés— en los siglos XVI y XVII era una operación intelectual muy diferente a la de escribir un poema en el siglo XIX o XX. Lo mismo debe decirse de leer una y otra clase de poesía. Estas dos aparentes perogrulladas dejan de serlo en cuanto se examina de cerca la cuestión. Los poetas renacentistas escribían con toda deliberación, nada dejaban al azar de "la inspiración" —aunque tenían, y mucha— y sobre todo eran consumados clasicistas; apenas un poco menos puede decirse de sus lectores. Si un poeta ponía en un verso la palabra laurel, por ejemplo, los lectores afinaban las antenas y decían "ah, quizás aquí hay una alusión al mito de Dafne y Apolo", dios, este último, al que a menudo los versificadores de la época se referían indirectamente cuando hablaban del Sol. Soles y laureles pueden aparecer, y aparecen, en la poesía moderna, por supuesto; pero muy pocas veces con esa intencionalidad. Hay que tener esto presente cuando se aborda el tema de las diferencias entre la poesía renacentista y la poesía moderna; también cuando se habla de las maneras de escribir y leer una y otra, y por lo tanto de comprenderlas.
     Neoclasicismo y romanticismo (sobre todo éste) se atraviesan entre el Renacimiento y nosotros: esa partición es un abismo que separa, mucho más que une, las conductas poéticas (escribir, leer poesía) de las dos épocas, la nuestra y la de un poeta como fray Luis de León. Biblista, clasicista, heredero de la tradición de Francesco Petrarca a través de Garcilaso de la Vega, fray Luis, además, tendía a escribir una poesía mucho más intelectualizada que la de su época en general —muy estilizada de por sí— y que la de los religiosos poetas, como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, en particular. Nada o muy poco hay en él del misticismo de San Juan; nada del talante de Santa Teresa de Jesús. Éstos poseían un temperamento poético que no es exagerado, creo, llamar popular; no eran teólogos ni eruditos; lejos estuvieron de empresas tan arduas y pormenorizadas como la de traducir y anotar el Cantar de los cantares —fuente indudable de San Juan, por otra parte— y el Libro de Job, como lo hizo fray Luis de León. Fray Luis, en cambio, era un cabal hombre de libros, de polémicas, de rencillas académicas y teológicas, en las que, para su desgracia y vergüenza de la Iglesia —que también encarceló a San Juan de la Cruz—, llevó la peor parte.

Algo sobre la lira
La forma poética que llamamos lira fue utilizada antes que nadie en nuestro idioma por Garcilaso de la Vega (1501-1536) en su Canción Quinta u "Oda a la Flor de Gnido". Está tejida por cinco versos, de siete y once sílabas (heptasílabos, endecasílabos), alternados de la siguiente manera de acuerdo con las rimas: 1) un heptasílabo inicial (rima a, designada con minúscula por tratarse del verso de menor extensión); 2) un endecasílabo (rima B); 3) otro heptasílabo como el primero (a); 4) un heptasílabo con rima b; 5) un endecasílabo (B):



a Si de mi baja lira
B tanto pudiese el son que en un
   momento
a aplacase la ira
b del animoso viento
B y la furia del mar y el movimiento…


Así comienza la garcilasiana Canción Quinta. El esquema de las cinco rimas en la estrofa (aBabB) es el mismo que sigue fray Luis de León en sus odas más famosas (nótese que la palabra lira aparece en el primer verso de la Canción Quinta); también, por supuesto, respeta los metros (5, 7) de Garcilaso, poeta de quien se ha dicho que nació por error en España y escribió en nuestro idioma como si lo hubiera hecho en la lengua de Dante y de Petrarca.
     La lira fue una de las innumerables estrofas que usaron Bernardo Tasso —padre de Torcuato Tasso, autor de la Gerusalemme Liberata— y Giambattista Marino, según oportuna observación de José Emilio Pacheco durante la presentación pública del sexto y frayluisino Cuaderno de la Memoria. Adoptada por Garcilaso en España, esa forma tuvo en el siglo XVI una fortuna extraordinaria: en liras escribieron San Juan de la Cruz y fray Luis de León, entre otros. En manos de fray Luis de León alcanzó alturas de una diafanidad, una pureza y una fuerza enormes.

Alatorre y la poesía
Siempre he pensado —y conmigo muchos de sus lectores fieles— que una de las mentes más poderosas de nuestra cultura es la de Antonio Alatorre. Él se considera "vagamente" profesor de lengua y literatura españolas; quienes lo admiramos lo vemos como todo un maestro en varias ramas del saber literario, histórico, filológico y crítico. Su amor a la poesía es una de las mejores cosas que tenemos en México porque él ha convertido ese amor en todo un mundo de conocimientos y de ideas extraordinarias, siempre comunicadas con una frescura y un estilo legibilísimos (con esto quiero decir sencillamente que es uno de nuestros escritores de veras grandes). Como traductor de poesía, le debemos una pequeña obra maestra: su versión en prosa española moderna de las Heroidas de Ovidio; pero sus cientos de traducciones poéticas están dispersas en las páginas de los libros de erudición que ha puesto en nuestro idioma; por ejemplo, para no ir más lejos, en las páginas de La tradición clásica de Gilbert Highet (libro publicado por el Fondo de Cultura Económica, como sus otras memorables traducciones).
     Lo que ahora ha hecho Antonio Alatorre con la poesía de fray Luis de León puede y debe ponerse al lado del gran libro de Dámaso Alonso Poesía española, los trabajos de Cristóbal Cuevas y Oreste Macrí, los ensayos "microcósmicos" y humanísticos de Francisco Rico, el precioso libro de C. S. Lewis sobre la imagen medieval y renacentista del mundo, los ensayos de María Rosa Lida de Malkiel, el tomito de Vittore Broccheta sobre la influencia de Horacio en fray Luis y las páginas de Marcelino Menéndez Pelayo, entre otros esfuerzos críticos notables ante esa magnífica obra poética.
     El tomo de Poesías completas —poesía propia castellana y latina, traducciones e imitaciones clásicas y bíblicas, romances— de la Editorial Castalia, publicado en 1998 por Cristóbal Cuevas para la Nueva Biblioteca de Erudición y Crítica, se ha convertido, de golpe, en la referencia indispensable para conocer la poesía de fray Luis, ni qué decir tiene. En cuanto a sus escrituras como biblista-poeta, las dos ediciones frayluisinas de la Biblioteca Personal de Borges podrían bastarle a quien no quiere meterse en demasiados dibujos eruditos. Ediciones diversas hay de su prosa resonante, como la del propio Cristóbal Cuevas de De los nombres de Cristo, en Cátedra. Las odas presentadas, anotadas y comentadas por Alatorre no desmerecen un ápice ante el libro monumental de Cuevas en Castalia; han de verse, más bien, como una de las necesarias estribaciones que se desprenden del frondoso árbol de la erudición literaria hispanística y ponen las obras al alcance de los lectores curiosos, es decir, ávidos de noticias iluminadoras sobre los autores clásicos.
     Alatorre acierta siempre. Sus explicaciones y aclaraciones tocan todos los puntos: detalles de gramática, sintaxis, léxico, retórica, poética, pronunciación —por ejemplo: aches iniciales aspiradas, tetrasilabismo de las palabras deseoso o plateada—; valiosas informaciones de orden histórico y de índole mitológica o religiosa (el comentario alatorriano sobre las náyades y el viaje del sepulcro del apóstol Santiago, en la página 50, es precioso); recreaciones y aun reconstrucciones rápidas y puntuales del ambiente universitario y "tertuliano" salmantino en el que se desenvolvió fray Luis, último erasmista de España junto con Miguel de Cervantes. Todo esto sin la pesadez académica que a tantos lectores ahuyenta, sino con una pasión intelectual muy rara entre nosotros; así, cuando apunta lo siguiente: "Un verso mal medido o mal acentuado es una especie de crimen, y no hay mucha diferencia entre lo entendido a medias y lo no entendido", o cuando indica (página 24) la maleabilidad del lenguaje en manos de fray Luis. He aquí un tema fundamental: hay que entender y leer la poesía clásica con un conocimiento siquiera mínimo de lo que se tiene ante los ojos. Suena como otra perogrullada, pero no lo es; una expresión como "secreto seguro" nos parece muy clara, pero hay que saber que en fray Luis significa algo así como "escondido refugio". Alatorre explica todo eso (y "algo más", siempre) con una sencilla, rotunda y conversadora brillantez.
     Con la edición de estas Nueve odas, el gran homenaje lírico al músico ciego Francisco Salinas, las reflexiones poéticas sobre el apartamiento y la "dorada medianía", las ricas imágenes del mundo ptolemaico en el siglo xvi, la "descansada vida" y el "mundanal rüido" (¡esa diéresis!), todo lo que constituye, en fin, la noble y luminosa imaginación poética de fray Luis de León, serán entre nosotros todavía más clásicos —es decir, más resistentes, más perdurables— gracias a la inteligencia, también luminosa y noble, de Antonio Alatorre. –

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(Ciudad de México, 1949-2022) fue poeta, editor, ensayista y traductor.


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