“Las perplejidades que no sin alguna soberbia se llaman metafísica”, en las que Borges se reconoce al escribir el prólogo de Elogio de la sombra (1969), habían sido reducidas al absurdo por Camus en El mito de Sísifo (1951): “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio.” A ese recorte esencial se dedica la varia invención de los cuatro libros que encabezan esta nota. Por su índole, aquí aparecen de par en par: se trata de dos ensayos expositivos y de dos apuestas compilatorias.
Primer par
La edición original de The Savage God: A Study of Suicide es de 1971. Esta versión castellana es en rigor una traducción revisada de la que se publicó en otro sitio en 1999. Es una lástima que le haya dado la espalda al subtítulo original: nada justifica el paso del sobrio Un estudio del suicidio al dolor penitente de El duro oficio de vivir. Salida de la conocida divisa de Pavese, el “oficio de vivir” es el recto sentido en que Alvarez entiende la literatura y que justifica el abordaje literario de su libro, no su contenido.
Vale la pena recorrer la vestidura exterior del ensayo. El “Prólogo” se ocupa de su amistad con Sylvia Plath y el poeta Ted Hughes, su esposo, y en los pormenores que lo convencen de que en el último y definitivo intento ella no quería suicidarse. Le sigue un repaso de premisas históricas del suicidio que preceden a consideraciones de carácter especulativo, hasta llegar al centro de su ensayo: Dante, Donne, la Edad de la Razón, la agonía romántica, la transición al siglo XX, Dadá. Y el capítulo “El dios salvaje”, extraído de un verso de Yeats, que termina con una vuelta a la valoración de la poesía de la Plath y con una entrada de los Carnets de Camus: “Hay una sola libertad: llegar a un acuerdo con la muerte. Después de lo cual todo es posible.” Por fin topamos con una confesión formidable titulada “Abandonarse”. Se equivocaría el lector que haya creído insuperables la contención verbal y la dosificada elegancia que ha tenido ocasión de comprobar hasta ese momento. Porque en este último trance, tal vez el más complicado por la desamparada inmediatez del asunto (“Después de todo esto debo admitir que soy un suicida frustrado”, confiesa en el primer renglón), resulta que no hay una línea más alta que otra, y que, otra vez, su compostura ensayística no cede un milímetro a introspecciones predecibles, ni a lirismos que apaguen la desmesurada inteligencia, ni al equilibrio con que se juzga a sí mismo.
Pertrechado de una copiosa bibliografía, en Historia del suicidio en Occidente Ramón Andrés indaga en las cuitas humanas sirviéndose de un manejo del castellano tan infrecuente como preciso. Desde los albores de Mesopotamia y las más antiguas noticias de Egipto, el autor se plantea Occidente como la historia de un largo y variopinto suicidio, no tanto para husmear en la intimidad hecha pedazos entre el individuo y la vida, entre el personaje y su papel, sino para ponerlo a la vista de su psique. Su propósito es la insinuación de una historiografía simbólica en que la costumbre egipcia vaya cosida a un poema de John Donne y a la inescapable agonía del monoteísmo, y a la mors voluntaria grecolatina, y a la mística.
A ratos, la bruma de las fuentes dificulta la claridad de los argumentos, pero el archivo que deja en evidencia al Occidente de esta portentosa historia podría resumirse simulando la lucha intemporal de un individuo contra la vida y la muerte: primero tiene la función primaria de considerar la vida como un valor; luego surgen formas sociales más elaboradas y esa función se ramifica, mezclándose con la lucha entre el poder y la supervivencia. Enseguida ocupa un sitio en el ámbito psíquico: en la imaginación del miedo y en el deseo de la imaginación. Llegada la hora, se multiplica en conceptos abstractos, como nobleza, honor, envidia y misantropía. Y se dilata en las relaciones que esas palabras suponen en las ideas sobre el orden del mundo, y se identifica con supersticiones a su medida, y penetra en el laberinto subjetivo del cuerpo contra otros cuerpos.
Segundo par
Suicidas: Antología (en cintillo azul de portada: Maupassant, London, Quiroga, Zweig, Wolf, Hemingway, Pavese, Hrabal, Mishima, Kis…) incluye 25 relatos de 25 escritores suicidas. En una nota anónima, el misterioso editor se disculpa por no haber podido localizar “a los derechohabientes de los relatos y de las traducciones”. Y ya se sabe que las malas prisas nunca vienen solas. Huérfanos de un criterio que unifique a los relatos (todos los escritores son suicidas, pero no en todos los relatos es el suicidio “el tema central” o “una amenaza de fondo”), e inaccesibles los traductores (19 de los relatos son traducciones), las notas de presentación de los autores son escasas y no sólo en el sentido de su extensión. Su apurado redactor comete errores puntuales y su ética es precaria. Es el caso de la nota sobre Reynaldo Arenas, penúltimo de la antología. En el segundo de los tres párrafos, dice: “Los años sesenta y setenta fueron para Arenas dos décadas sumamente difíciles. Fue condenado a un periodo de reeducación y muchas de sus obras cayeron en manos de la policía”. Esto después de afirmar que “Sus primeros artículos y novelas le merecieron algunos premios, pero sólo Celestino antes del alba fue publicada en Cuba en 1967. Sus demás novelas, en las que también trató la crítica a la Revolución Cubana, tuvo que escribirlas clandestinamente y enviarlas secretamente al extranjero a raíz de su apoyo al poeta Heberto Padilla, acusado de contrarrevolucionario.” Celestino se publicó en 1965, Arenas no obtuvo premios por ningún artículo, Heberto Padilla estuvo preso, acusado de escribir Fuera de juego. Muchos escritos de Arenas fueron requisados y desaparecidos por agentes de la Seguridad del Estado, estando dentro o fuera de la cárcel. Arenas no pasó por un periodo de reeducación, fue condenado a la cárcel. Algo entendí del eufemismo “Centros de reeducación” con el que se conocen en Cuba los centros penitenciarios para menores de 16 años cuando estuve detenido en uno de ellos a los catorce, acusado de dos poemas.
Pasado el mutilado registro de la nota, el lector se verá recompensado por la ironía del título seleccionado: “Con los ojos cerrados”.
No hay ironía que recompense la lectura de Adiós mundo cruel. Bastaría con transcribir los recuadros, o la reproducción de sus notas de suicidas, o la clasificación general de los suicidas en “artísticos”, “históricos”, “sociales” y “a la carta”. O puede que sea suficiente con transcribir sus tipos específicos de suicidas: “el alucinado, el colaborador, el precavido, el aprovechado, el didáctico, el avergonzado, el solitario, el arrasador, el asesino-suicida, el pactador, el espectacular, el rencoroso, el original, el inconsciente, el desconsiderado y el humanitario.” Para acallar toda duda, se previene al lector: “esta lista en modo alguno pretende ser exhaustiva”. Es lo que deberíamos acuñar como el oceánico modo de dar a conocer Los suicidios más célebres de la historia. Adivino que las mejores de estas 365 páginas servirían como protoguión para un serial de dibujos desanimados. Y estaré de acuerdo con el impaciente lector que pierda los papeles ante las razones de mercado que le explicaría el responsable de la mucha tinta y pocas nueces de este volumen; más aun, celebraremos juntos su destierro al círculo infernal reservado para los editores de libros falaces. ~
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