Me sorprendió mucho ver en un diario de tirada nacional un titular sobre el uso para sanidad y otros departamentos que planeaba dar el gobierno al nuevo gasto en defensa. ¡¿Cómo lo ponen en portada?!, pensé con alarma. ¡Lo puede ver Ursula! Pero quizá se tratase de una artimaña. En lo que escribimos, en todas las escalas, de la receta familiar al boletín oficial, es importante el receptor que tengamos en mente. Recuerdo que Roberto Bolaño dio, como uno de sus consejos para escribir cuentos, el de estar escribiendo varios a la vez, pero no me acuerdo de qué escritor dijo que convenía tener un destinatario concreto para lo que uno estuviese escribiendo. No voy a buscar quién fue porque a) no sabría cómo preguntarlo y b) el resultado me conduciría a una tienda. En todo caso el titular me trajo a la memoria un libro que me venía bien para el viaje corto que iba a emprender, así que lo saqué de la estantería: 1945. El año de la catástrofe, una recopilación de textos alemanes sobre el final de la segunda guerra mundial a cargo de Hans Rauschning, publicado en España por Barral en 1971.
Quién fue Hans Rauschning sí lo busqué, suponiendo que se trataría de un editor o un crítico, pero el nombre no aparecía más que asociado al libro. Eso también me sorprendió. ¿Un pseudónimo cauteloso por la cercanía con lo nazi?
Al abrir el libro al azar lo primero que me salió fue un fragmento del diario de Heimito von Doderer. Heimito se llamaba así porque su madre había estado de viaje por España y le gustó el nombre de Jaime. Una ojeada a las entradas de su diario y la breve biografía que leo por encima me provocan muchas ganas de leerlo. En Acantilado hay publicada una novela suya: Un asesinato que todos cometemos. Leo que empezó una novela inspirada en la séptima sinfonía de Beethoven, Roman N. 7, que no acabó y de la que solo hay publicada una parte. En su diario encuentro curiosas impresiones, como la primera, en la que dice: “Yo no podía estar en casa sin tener cigarrillos a mano. Ahora, tengo que poder […] me siento como si pudiera absorberme a mí mismo en una sola y profunda chupada de un cigarrillo, hasta el fondo, como si saltara hacia atrás, atravesando una especie de puerta dorada”. Dos días más tarde: “Esta mañana, después del desayuno, he descubierto dos colillas en un cenicero; así he podido liar medio cigarrillo en mi habitación”. Una entrada de un par de meses más tarde: “Último cigarrillo. Me volví a quedar con un solo cigarrillo. Me lo fumé la noche del 27 de marzo, y al mediodía del día siguiente ya se notaba la depresión”.
Otro autor, Ernst Kreuder: “A cambio de una vieja Kodak recibí una caja llena de tabaco de hebra”. Las menciones a la carestía de tabaco se suceden a lo largo de todo el libro, en textos muy distintos los unos de los otros. Cuando al ocurrírseme por fin que Rauschning, si es un pseudónimo, puede ser resultado de un juego de palabras, lo pongo en el traductor de Google, y antes de que escriba la G final encuentro que quiere decir fumador. Otra vez me quedo asombrada y esta vez complacida al ver que al editor también le ha llamado la atención cómo la escasez general del fin de la guerra se cataliza en la de pitillos, pero luego, al comprobarlo, me doy cuenta de que lo había puesto sin S. En fin, Rauch quiere decir humo.
1945 es el final de la guerra y ya una época totalmente caótica. Muchos de los recuerdos se refieren a épocas de espera pasadas en granjas apartadas, cuando los campesinos no saben si a la vuelta del camino van a aparecer soldados nazis o soldados americanos, y hay imágenes de incursiones en poblados abandonados. Casas vacías con las puertas abiertas, animales desatendidos, soldados alejados de sus brigadas que lo encuentran todo en sus viajes por los caminos rurales. Ya de viaje yo misma y después de haberme sumergido en esas lecturas, un poco sugestionada debo de encontrarme cuando por la mañana, mientras estamos dando un paseo de inspección para observar el efecto que produce el inminente eclipse en las vacas que pastan en el prado, vemos que se acerca alguien en una moto. Hace un día radiante, y bajo el sol que pronto será parcialmente ocultado veo al motorista con unas gafas de conducir como las que lleva Peter O’Toole en la primera secuencia de Lawrence de Arabia. Nos ponemos contra el seto para que no nos atropelle y cuando pasa a nuestro lado nos saluda. “Es americano”, digo, “ha dicho hi”. “¿Cómo que americano? Es del pueblo: ha dicho qué hay”.
Sin duda este es un viaje de confusiones. En el coche hemos venido oyendo a un músico que lleva el nombre, el pseudónimo evidente, de Alabaster DePlume, y cuando leemos sobre él nos enteramos de que ese nombre se lo puso porque una vez que iba por la calle alguien le gritó, desde un coche que casi le atropella, lo que a él le sonó como “Alabaster DePlume”. Un insulto bastante sofisticado, que raya lo considerado. En otro momento, desde el coche divisamos a otro del pueblo y oigo que se refieren a él como Pequeño Desastre. ¡Otro nombre magnífico, un pseudónimo que sin duda pasa de generación en generación! A saber qué es lo que hizo su padre o su abuelo, Gran Desastre, para ganarse el apelativo. Bueno, pues no tardo en enterarme de que lo que han dicho es que es el hijo del sastre, del que cose y hace la ropa. Adiós a mis ensoñaciones.
¿Cómo dices tú: Herodoto o Heródoto? Aún me acuerdo de la época en que se podía escribir indistintamente Serbia o Servia. En el viaje de vuelta vamos escuchando la entrevista que le hizo José-Miguel Ullán a María Zambrano en el programa de televisión Tatuaje, y entre sus muchos giros curiosos me llama la atención que ella pronuncia Cleópatra, y no Cleopatra. Eso sí que nunca lo había oído. Ideas y nombres flotan por el aire como polvo al sol antes de aposentarse. El año pasado la editorial Libros de la resistencia publicó una selección de entrevistas de Ullán. Aparecen entrevistados de todo pelaje, como Roland Barthes, El Fary, Raphael o Marguerite Duras, y acaba con dos a María Zambrano, diferentes de la de la televisión. Es buenísimo. Al llegar a casa leo que se está montando un medio pollo porque en la televisión pública van a poner un programa de cotilleos a gritos. Es decadente y bastante triste, pero cuando lo defienden diciendo que “hace compañía” la cosa ya roza lo sórdido. ¿Es que no hacía compañía María Zambrano?