Descorrer el velo

En honor a Eros

Alberto Davidoff Misrachi

Turner

Madrid, 2022, , 488 pp.

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En honor a Eros es un tratado hermético. Al escribir esta frase me doy cuenta de que es muy posible que no sea yo la mejor persona para reseñar este libro. Suena en mí la línea que Oscar Wilde escribe en el prólogo a El retrato de Dorian Grey: “Those who read the symbol do so at their peril” (‘Aquellos que leen el símbolo lo hacen bajo su propio riesgo’), frase que cité entre los epígrafes de uno de los libros que he escrito sobre los símbolos (Adivina o te devoro, 2013). Lo digo porque, leyendo el libro de Davidoff Misrachi, me doy cuenta de que, en mis propios escritos, bordeé, sin entrar jamás, en la parte francamente esotérica del lenguaje simbólico occidental, en particular el neoplatonismo y la alquimia. No lo hice, no sé si por ser demasiado ortodoxo o racional, o porque no sé aún cómo separar la paja y la cizaña revueltas con el grano como en la parábola bíblica. Además hay que tener en cuenta que, como escribe Erik Iversen, un egiptólogo danés autor de The myth of Egypt and its hieroglyphs in European tradition (1993): “el conocimiento fácilmente presentado o adquirido no fue estimado en la antigüedad, porque, como lo expresara Clemente [de Alejandría] tiempo después, los misterios del mundo no deben ser expuestos a los profanos y todas las cosas que brillan detrás de un velo muestran la verdad más grande e imponente”.

En honor a Eros descorre ese velo; reúne una serie de investigaciones hechas por su autor acerca del simbolismo y lo numinoso de la sexualidad, en particular a partir de la visión y del ocultamiento del eros y del porqué de este velo, desde Egipto hasta nuestros días. Es un libro que trata de las manifestaciones de la geometría sagrada presente tanto en el cosmos como en nuestro cosmos interior y, por ende, en aquello que construimos, como seres simbólicos (Cassirer), desde nuestras relaciones a nuestros mitos o a nuestras hazañas en piedra o en bronce.

Lejos de mí, sin embargo, desestimar la búsqueda (interior o exterior), máxime cuando el resultado es este libro creado con evidente cariño y, al mismo tiempo, con osadía. Reivindicar la parte sagrada del erotismo en una época que se goza en la pornografía es osado.

Un problema agudo, al que se enfrenta quien se interese por estas relaciones, es simple y llanamente la cantidad ingente de textos que se han escrito al respecto. Los textos están muchas veces oscurecidos; tienen muchos milenios, casi más que ningún otro y, durante estos siglos, se les han añadido o les han crecido cientos, miles de páginas más: interpretaciones, claves, refutaciones, traducciones. Por ello En honor a Eros es un libro extenso, aunque podría serlo más, profuso y, naturalmente, complicado. Esta labor inmensa, titánica, queda trunca, pero no solo en este libro sino en cualquier libro que trate del tema: la vastedad del mismo es la vastedad del universo velado y revelado.

O tal vez es porque el asunto erótico a casi todos nos atañe, sea que lo percibamos sensorial o ideológicamente, sea que lo vislumbremos a través de la representación mitológica (que quiere decir también su representación esotérica), sea que lo vivamos como animales o como dioses, como ascetas o como libertinos, como un hecho cotidiano que, tras su consumación, deja de ocuparnos o como una vía sacra que nos hace partícipes del gran misterio.

Creo que En honor a Eros pertenece a tres tradiciones de escritura distintas. Una, la de la escritura por parte de alguien que no está en o no se siente parte de la “República de las Letras”. Ejemplos abundan. La diosa blanca (con la que el libro de Davidoff comparte muchísimos temas) de Robert Graves es uno. Pero, para citar tan solo casos mexicanos: el padre Agustín Rivera en, por ejemplo, su obra Principios críticos sobre el virreinato de la Nueva España; Eustaquio Buelna y sus disquisiciones sobre la Atlántida; Salvador Miranda de Teresa, autor de sesudos escritos sobre sus trabajos (teóricos o históricos) de reconstrucción del Palacio de Magnaura en Constantinopla o el libro de Francisco de la Maza que versa sobre las historias de amor paganas.

La segunda tradición a la que el libro de Davidoff Misrachi pertenece es a la inmensa atracción que Egipto ha ejercido sobre la imaginación occidental (en la pintura, la simbología, la literatura) desde el tiempo de Heródoto. Muchos de cuyos ejemplos, desde Platón a Leonardo da Vinci, son referidos en sus páginas. No deja de ser interesante que, al cumplirse cien años de la develación de la tumba del faraón Tutankamón, aparezca un libro como este, mismo que, aunque intitulado En honor a Eros, es también un libro fascinante sobre Egipto: este libro nace de la fascinación con el mito de Osiris, la existencia de las grandes pirámides en Egipto y la relación de ambos con la constelación de Orión. Pocos, en verdad, han salido indemnes de la atracción que ejerce Egipto: el más notable, Aquel que nos sacó de Egipto; Borges, en una escala menor, es otro. Aún así, de Heródoto a Moisés, de Alejandro a Napoleón (cuyas abejas y estrellas están directamente inspiradas en la significación jeroglífica de los mismos, cosa que yo no sabía, pero que veo confirmada en el libro ya citado de Erik Iversen: “la rara reforma heráldica de Napoleón que reemplazó la monárquica flor de lis con un nuevo emblema heráldico, la abeja […] visto desde un punto de vista jeroglífico, es totalmente apropiada y adquiere un significado nuevo e iluminador”) y, hasta nuestros días, Egipto permanece constantemente figurado como la matriz de todos los misterios, el culmen de la vinculación sagrada del eros y el cosmos.

La tercera tradición es la de la escritura del viaje de auto-conocimiento, del sendero del discernimiento interior, de la narración de las vicisitudes que nos llevaron a contemplar una o varias verdades o hechos que nos explican y nos dan forma. Es también la tradición de quien encuentra una o varias verdades, muchas veces tras penosos viajes interiores, y desea compartirlas con sus contemporáneos. Es la tradición de quien devela un misterio, asunto cada vez más urgente en la medida en que, si antes, en otras eras, los misterios eran únicamente para los iniciados y aun para estos tan solo gradualmente, en esta época, el kaliyuga del kaliyuga (la edad de hierro de la edad de hierro en términos occidentales), es un deber revelar lo oculto. Porque si antes era un pecado que los profanos conociesen los misterios, hoy, según las propias tradiciones herméticas, es una necesidad.

Quedan preguntas, creo yo, sin responder. Me parece difícil de creer que un libro en torno a Eros no toque apenas la homosexualidad ni la cite en su muy cumplido índice analítico. Tampoco el travestismo, ni la transexualidad, ni las metamorfosis. Entiendo que, incluso en un libro de tantas páginas, no puede uno hablar de todo, pero justamente Osiris y Dioniso (o Da Vinci) tienen que ver con estos sujetos de estudio. Es una lástima también que no presente una recapitulación o una conclusión finales, que me hiciera comprender con exactitud la, para mí no perfectamente demostrada, transmisión del lenguaje esotérico (no solo del erotismo) desde la construcción de las pirámides a la pintura del Renacimiento. Y sin embargo…

El libro de Davidoff Misrachi tiene, entre sus muchos atractivos, el de su suntuosa profusión de nítidas imágenes, muchas de ellas, para mí, desconocidas. Pero pienso que su gran acierto es su osada inocencia, la que nos hace a todos, quiero creer, sentarnos un día frente a una hoja de papel o una pantalla y comenzar a escribir acerca de eso que nos apasiona, ya sea el por qué la serpiente de bronce que creó Moisés prefigura la cruz de Cristo o si acaso El gran vidrio de Marcel Duchamp es “el (auto)retrato de un ser humano como cuerpo vacío que experimenta los mecanismos de deseo que se activan al mirar”, como escribe Davidoff. No escasean los momentos apasionantes en este libro (sus reflexiones sobre Duchamp, por ejemplo, en quien “coinciden el filósofo y el bufón”, son extraordinariamente interesantes: “el público aplaude al bufón porque teme al filósofo”); por el contrario, estos momentos abundan y, si bien a veces es arduo seguir los enrevesados hilos de la trama, hay instantes de inmenso placer para el lector o la lectora que se sumerja en sus páginas.

El resultado es mixto y extraño: el neoplatonismo, uno de los más fuertes vínculos filosóficos occidentales con el pasado, que se dio por muerto en el siglo XVIII, ha cobrado de nuevo carta de cabal salud, si nos atenemos a En honor a Eros, entre nosotros. ~

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Frost (México, 1965) es editor, escritor y guionista. Entre sus libros recientes están La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).


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