Poesía compleda de Jorge Luis Borges

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Los tres primeros libros de poesía de Borges aparecieron en un arco de solo seis años: Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929); Borges tiene treinta años cuando aparece este último. Pasarán treinta años más para que vuelva a publicar poemas en libro: El hacedor (1960) combina páginas en verso y en prosa. En medio está lo más importante de su obra, los dos geniales volúmenes de cuentos –Ficciones (1944) y El Aleph (1949)– que supondrían su consagración europea e internacional. Borges se convertiría, desde entonces, en el único escritor latinoamericano plenamente integrado en el canon central de la segunda mitad del siglo xx. El escritor que nunca escribió una novela iba a ser fuente de inspiración de decenas de narradores que buscaban remunerar esa falta.

El Borges de los años veinte tiene algo de ímpetu vanguardista: da relevancia principal a la imagen y utiliza una selección léxica peculiar, con arcaísmos y argentinismos; el de los sesenta es ya decididamente clásico: el “Poema de los dones”, el primero de El hacedor, está compuesto por diez cuartetas endecasílabas de rima abrazada: marca la pauta de lo que será, desde entonces, el grueso de su obra en verso, en el que también el soneto tiene una importante presencia. Pero no se trata solo de lo que el Borges adulto y de inclinación clásica va a escribir en adelante, sino de la forma en que reescribirá, reeditará, prologará su obra de juventud. En la edición de 1969 de la recopilación de su Obra poética el autor pone prólogo al volumen, y además escribe un prólogo para cada uno de los libros allí recogidos (esa es la versión que sigue, agregándole los libros que vendrían después, esta edición que ahora comentamos). En el prólogo a Fervor de Buenos Aires dice: “No he reescrito este libro. He mitigado sus excesos barrocos.” Un ejemplo de este modo de proceder: el poema “Sábados”, uno de los pocos de explícita temática amorosa de Borges, empieza con estos versos en su versión original:

“Benjuí de tu presencia / que iré quemando luego en el recuerdo / y miradas felices / de bordear tu vivir. / Hay afuera un ocaso, alhaja oscura, / engastada en el tiempo, / que redime las calles humilladas / y una honda ciudad ciega / de hombres que no te vieron […].”

En la edición del 69 el poema empieza así:

“Afuera hay un ocaso, alhaja oscura / engastada en el tiempo / y una honda ciudad ciega / de hombres que no te vieron.” La preferencia juvenil por las palabras castellanas de origen árabe –peculiaridad del español respecto de las otras lenguas romances– como “benjuí” ha sido limada. Otro pasaje del poema original: “En nuestro amor no hay algazara, / hay una pena que se parece al alma”, se queda así después de la corrección: “En nuestro amor hay una pena / que se parece al alma.”

Tampoco la árabe “algazara” ha sobrevivido.

En el mencionado prólogo a Fervor de Buenos Aires, Borges se reprocha haberse propuesto “demasiados fines”, como por ejemplo “descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto”; homenaje a un autor al que Borges había atacado con minuciosa crueldad, en los años veinte, en las páginas de la revista Martín Fierro, y al que ostensiblemente había relegado en la formulación de su genealogía literaria en favor de un poeta menor, Evaristo Carriego. Por otra parte, no satisfecho con el prólogo general y el particular de Fervor de Buenos Aires, agrega al final de este primer libro unas “Notas”, en las que el escritor adulto reconviene seriamente al poeta joven: de “Calle desconocida” dice que “es inexacta la noticia de los primeros versos”. Después se refiere al poema titulado “El truco” como “página de dudoso valor” y señala que la “idea” que lo ha “inquietado” en esa pieza tiene su “declaración más cabal” en un trabajo en prosa, “Nueva refutación del tiempo” de Otras inquisiciones. Es decir, en un poema del 23 aparece el germen de una prosa del 52 y solo por esa premonición la página merece salvarse. Es un uso extremo de la captatio benevolentiae entendida como círculo sin salida entre lo literal y la ironía, en el que las capas de relecturas detienen al poema en su propio movimiento.

En el prólogo a Luna de enfrente (edición original de 1925) la tesitura es parecida: “Hacia 1905, Hermann Bahr decidió: ‘El único deber, ser moderno.’ Veinte años después yo me impuse esa obligación del todo superflua. Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos. Nadie –fuera de cierto aventurero que soñó Wells– ha descubierto el arte de vivir en el futuro o en el pasado.” Otro exceso de lenguaje que Borges se reprocha: “Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino.” Y además una exageración del color local: “La ciudad de Fervor de Buenos Aires no deja de ser íntima: la de este volumen tiene algo de ostentoso y de público.” El pudor del Borges crítico y editor se irrita ante la modernidad, el barroquismo, el localismo del Borges poeta joven. En el intento de releerse y reescribirse clásico, Borges hace el ejercicio barroco por excelencia: el desdoblamiento de las voces, el pliegue de un Borges sobre el otro, el texto como espejo, la confusión indiscernible de rostro y máscara, de manuscrito encontrado y corregido, de capas de lectura sobre la escritura original. Está aquí ya el juego del doble que aparece en una famosa página de El hacedor, “Borges y yo”; pero no es la amable convivencia entre el hombre civil y el poeta que convierte en literatura sus vivencias, sino una áspera disputa entre dos poetas que son y a la vez no son el mismo. El famoso “orgullo” de Borges acerca de las páginas que ha leído tiene esta dimensión escondida: algunas de esas páginas las había escrito él mismo, y hay que corregir las imperfecciones.

Los tres libros de la década de 1920 contienen lo más importante del Borges poeta: la entonación de una voz ya muy cultivada en los libros pero aún fresca y con voluntad de ser contemporánea del mundo, algo característico de nuestro posmodernismo. A partir de El hacedor y hasta Los conjurados (1985), su último libro, Borges utiliza el poema como una forma vagamente sentimental de repetir los emblemas de sus textos en prosa. Por eso aquellos primeros libros pagaron un alto tributo al pudor clásico del Borges tardío: hacia finales de los sesenta Borges –un hombre de setenta años– se convierte en un Pierre Menard de sus versos de los años veinte. Acaso por eso ni siquiera en el ámbito del castellano la poesía de Borges ha tenido una presencia remotamente comparable a la de su prosa. No se puede leer la narrativa de Juan José Saer o de César Aira –pero tampoco la de Italo Calvino o Paul Auster– sin pensar reiteradamente en Borges, en la forma en que estos autores metabolizan la influencia temática y formal de Borges. ¿Hay algún poeta significativo de los últimos veinte o treinta años que sea impensable sin la genealogía borgiana?

La edición que ahora se presenta tiene algo de apresurado y de avaricioso. Lo primero, porque carece de un mínimo prefacio que aclare el criterio del volumen, dado que el lector debería saber si un poema que aparece en un libro del año 1923 está en su versión original o en la corregida de veinticinco o treinta años más tarde. Lo segundo porque si un escritor tan consciente como Borges de su estrategia de creación y de edición decide, por ejemplo, que un libro como El hacedor combine prosa y verso, ¿qué lógica tiene desmembrar el libro poniendo una mitad en esta Poesía completa y olvidando la otra mitad (ya que al ser de un género deliberadamente indecidible entre lo narrativo y lo especulativo tampoco se recogen en los Cuentos completos que se publican paralelamente)? Un texto como “El idioma analítico de John Wilkins”, de Otras inquisiciones, al que Michel Foucault pone en el origen de Las palabras y las cosas, en buena medida, precisamente, debido a su constitutiva ambigüedad genérica, ¿es un ensayo o es un cuento? ¿Quién lo decide y con base a qué criterios? Lo propicio de las efemérides muestra, en ocasiones, su costado perverso; sobre todo cuando un autor no necesita la pompa de los aniversarios para estar presente. ~

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