Reina de América, de Nuria Amat

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Nuria Amat, Reina de América, Seix Barral, Barcelona, 2002, 237 pp.

Campos de muerte

Que en el caso de Nuria Amat estamos ante una escritora con un mundo literario propio es algo que, a estas alturas de su trayectoria, ya pocos negarán. Que ese mundo tiene unos rasgos muy precisos, tanto en el plano temático, en lo que atañe a conflictos y motivos e incluso a la fisonomía de los personajes, como en lo referente al diseño formal en el que se expresan, es algo asimismo indiscutible. Y que la autora, teniendo ese mundo propio, sabe mantener en cada nueva obra los elementos axiales del mismo, los estrictamente imprescindibles para reconocer sus signos, pero sin caer en los peligros del manierismo que aqueja a otros y evitando por igual la tentación de la fácil repetición, de hacer de cada nueva entrega un producto de tosca fabricación seriada, es algo en lo que también coincidirán quienes hayan seguido su trayectoria narrativa.
     A poco de iniciar la lectura de Reina de América reconocemos ese sello amatiano, pero también de inmediato advertimos que algo ha variado en él. Volvemos a tener una voz narrativa en primera persona, voz que corresponde a Rat, Montserrat, una joven catalana que llega a Colombia como miembro de la Organización de Jóvenes para la Solidaridad y la Democracia y que allí vivirá una apasionada historia de amor con Wilson Cervantes, un escritor colombiano algo mayor que ella y en cuyo amor repetirá los ecos de otros sueños: "Mientras respiraba secretos a su oído dejé que mis ojos volasen de un lado a otro de la habitación en busca de pistas reveladoras sobre su intimidad dormida. Junto a la cama se acumulaban libros y periódicos atrasados. Las colillas desbordaban los ceniceros. El dormitorio, iluminado por las luces de los edificios vecinos, parecía girar alrededor de nuestro sueño". La voz de Rat —su escritura: párrafos breves, abundantes frases nominales, imágenes sugerentes, lirismo— se corresponde con la voz que narraba La intimidad, pero la visión varía sustancialmente, pues si en las páginas iniciales de la novela vemos a la pareja de amantes en su refugio de Bahía Negra, la perspectiva del relato irá girando hasta enfocar, predominantemente, el mundo en torno: un escenario plural donde la historia de amor queda sesgada por la muerte.
     Igualmente reconoce el lector algunos rasgos de Montserrat: su viaje a Colombia como una huida; su reconocimiento personal en la literatura, sea como lectora o sea como escritora en ciernes; su obsesión por la muerte y el recuerdo fugaz de la madre; el fondo onírico que aflora en algún microrrelato narrado con molde imaginístico; o la inclinación abismática y el carácter ensimismado de esta mujer, que la inclinan a una incesante exploración de la intimidad. Ahora bien, estos rasgos aparecen en Reina de América sólo como brochazos o pinceladas. Así, un elemento central y constante en la obra de Amat como es la reflexión metaficcional aquí aparece sólo en tres o cuatro ocasiones, si bien las referencias contienen claves para interpretar la novela. Así, cuando Rat le cuenta a Wilson que "había imaginado una novela en la que la naturaleza virgen amenaza y determina las elecciones de un hombre"; o cuando ella afirma: "La exuberancia no es mi fuerte" y él, tras leer los escritos que ella le tiende, opina "Escribes como si fueses una muerta que recuerda". Tales alusiones adquieren su plena significación conforme avanza la novela y el lector va averiguando que Rat, a su regreso de aquella selva de amor y muerte, recuerda y escribe, porque si la literatura no puede salvarnos la vida, servirá al menos para ayudarnos a resistir la derrota.
     En Reina de América, Amat nos traslada a un pueblo de la selva colombiana donde Rat y Wilson conviven con los campesinos del lugar, y acaban sumidos en el infierno cotidiano alimentado por la guerrilla, el ejército, los paramilitares y el narcotráfico. Que no se piense que estamos ante una novela previsible por ser tan conocida ya la realidad que la autora acota, porque aquí lo sobresaliente es el modo de construir imaginariamente esa realidad. Para empezar, el paisaje está captado desde el peculiar sesgo poético que Nuria Amat sabe imprimir a su escritura, y aparece siempre como un elemento vivo, en una acción incesante. Ese es el telón de fondo, la monotonía del color invariable de la selva y una atmósfera onírica y alucinatoria en la que los animales y personas se mueven como sombras. Es un escenario más deudor de Rulfo que de García Márquez, aunque hallemos pequeños guiños al escritor colombiano.
     La negra Aida, siempre cargada de amuletos y otras extrañas pertenencias, enredada en oscuros ritos, delirios mágicos y especulaciones milagreras, es un personaje potente a pesar de su cargado exotismo, pues es quien ve y conoce la realidad representada. Y aunque sea la voz de Rat la que narra la estremecedora historia central de Reina de América, la narradora lo hace a través de la mirada de Aida, pues es ella la que se erige en guía y ángel tutelar de la particular noche walpurguiana que hallamos en esta novela, cuando ambas mujeres bajan a presenciar en los campos "el baile de la coca" y su liturgia o cuando retornan al mismo lugar para ver el ritual que sigue a aquella noche, el de la entrega y el cobro de la cosecha, acto que se convertirá en un auténtico descenso al infierno.
     Cuanto había ido apareciendo y germinando en estas páginas culmina en estos dos extensos episodios, narrados con una inmediatez y una claridad de enorme eficacia. A ellos les sucede un anticlímax no menos redondo: el relato del largo éxodo que se ven obligados a emprender "los desplazados": "Mujeres viudas, niños pequeños y algunos hombres cabizbajos avanzaban a destiempo. Nadie los dirigía. Caminaban con el lento ceremonial que desplaza a los seres inanimados cuando lazos invisibles tiran torpemente de ellos. Mantenían cerradas sus bocas para proteger su único equipaje. Un sufrimiento que no deseaban perder por el camino". Entre estos seres caminan Aida y Rat, que ya "no tenía nada en las manos más que un nombre: Wilson Cervantes. Y un silencio". ~

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