Jorge Luis Borges es algo más que un cúmulo de cuentos, ensayos, traducciones, conferencias y poemas de reconocido prestigio mundial. Es un universo con unas leyes propias, con unos mecanismos de autorreferencialidad casi únicos en la historia de la literatura universal. Pero además Borges es, como atinó a definir alguna vez George Steiner, un paradigma de la extraterritorialidad, la espiritual y la literaria. La mayoría de los textos que proponen su aproximación exhaustiva, basculan entre las exégesis librescas y las teorías psicológicas que pudieran desvelar algunos de sus misterios biográficos. De esta manera se va adquiriendo un conocimiento acumulativo de Borges, una especie de vértigo de las repeticiones, reiteraciones y, casi irónicamente, una retahíla de lugares comunes en torno a su persona y a su obra. El mismo autor argentino incrementó esa lista, concediendo entrevistas por miles en donde las preguntas parecían todas sacadas de algo así como el “Manual para entrevistar a Borges”. Así comenzaba a echarse en falta algo que rompiera la monotonía analítica. O mejor dicho, algo que pasara de los márgenes de la literatura escrita en torno a Borges, a cuerpo teórico central. Uno de esos temas es no tanto el arte manipulador de las técnicas narrativas llevadas a cabo por el autor, como su arte para manipular las obras y autores que comprenden el conocimiento literario (también parcialmente filosófico) universal que almacenaba en su cabeza. Por esto celebramos la aparición casi simultánea de El factor Borges, de Alan Pauls, y Con Borges, de Alberto Manguel. Estos dos libros, desde perspectivas y métodos de exposición muy distintos, recorren la obra del argentino pero, sobre todo, coinciden para mí en una circunstancia primordial para acercarse a esa mina sin fondo que es su obra: su amor a determinados libros y autores, y su fagocitante tarea de vampirización, transfiguración y disimulación de esos materiales.
A Manguel y a Pauls los lectores seguramente no los desconocen. El primero escribió libros alentando a los libros, textos comprometidos con el arte de la lectura; el segundo urdió tres novelas, una de las cuales, El pasado, obtuvo el premio Herralde de 2003. Ahora, los dos autores argentinos (aunque Manguel vive desde su adolescencia en Canadá) coinciden en las librerías aproximándose a la obra de Borges. Para entrar en materia rápidamente, digamos que con su libro Manguel ocupa el lugar de un personaje central en una novela de formación. Alan Pauls es en El factor Borges el detective implacable que convierte el delito en un acto de fruición hermenéutico. Tal vez convenga, para que el lector tenga una idea más cercana de lo que se le propone, distinguir ambos libros diciendo que mientras uno resulta más biográfico, o mejor dicho, más cobiográfico, el otro es más textual, también tendríamos que enfatizar, más cotextual. En el libro de Manguel, su biografía (los cuatro años que en su adolescencia sirvió a Borges como lector) comparte con la de Borges una experiencia no sólo intelectual sino cotidiana, casi doméstica.
Un paseo, un ir a cenar al restaurante de enfrente de su domicilio, una visita a casa de los Bioy, una sesión de cine, o simplemente un estar en el saloncito del austero apartamento bonaerense hablando de alguien (una jugosa anécdota en torno a un jovencísimo Vargas Llosa y otra impagable a propósito de un visitante que venía a rendirle pleitesía al maestro), de libros, temas, ideas. Al final, después de asistir a esta velada novela de iniciación a los libros y tal vez también a la vida, Manguel nos desliza algunos saberes acerca de Borges de incalculable valor hermenéutico: su leer desordenado, su lectura de resúmenes de obras o argumentos, su no vocación de mártir de la lectura (si un libro no le gustaba lo dejaba al comienzo, algo así como si odiara que el deber se entrometiera en el festín literario), la escritura de Borges amasada con las traducciones de Marcel Schwob y Chesterton.
No comento capítulo por capítulo el libro de Alan Pauls, pero sí me detengo en algunas ideas, en esas que coinciden con Manguel: la biblioteca de Borges como universo, como hábitat dice Pauls, como filón donde el escritor fraguaba su propia poética, además de comprobar cómo se cumple esa afirmación borgeana según la cual el maestro funda sus precursores (algo así como si el epígono se convirtiera en maestro y viceversa); la función de la enciclopedia como otro filón para hacerse con una sabiduría, la sabiduría borgeana, que no tanto la de Borges; y la traducción. Dejo para que el lector lo reflexione dos temas que Pauls agota: el del sentido de la contemporaneidad en Borges y el de lo contextual, particularmente en “Pierre Menard, autor del Quijote”. El método de Pauls nada tiene que ver con el de Manguel. Uno es indagador, el otro evocativo. Ninguno de los dos desprecia el oportuno mojón biográfico, pero mientras en Manguel la biografía de Borges es también “su” biografía, en Pauls importan el tono y la forma de su investigación, que es la suya propia, su estilo de exposición y demostración para entender el estilo, el tono y la forma del objeto de su estudio. Pero como si se hubieran puesto de acuerdo, Alberto Manguel y Alan Pauls coinciden en situar la importancia de la biblioteca (como pertenencia personal y como institución); la traducción como generadora de originalidad textual, además de fijar hitos estilísticos; la expropiación de los textos ajenos para fundar reinos ficcionales; y, por fin, ese otro inédito arte de resumir la ficción de los otros (ver el comentario de Pauls al resumen que Borges hace de El hombre invisible, de Wells). Mientras Manguel apunta, Pauls desarrolla. Pero ambos son imprescindibles para completar uno de los mapas borgeanos: el que hace referencia a la génesis de su literatura y la filosofía compositiva en que se apoya uno de los actos de simulación más paradigmáticos de la invención literaria. –