Me pregunto si se comprenderá con los años la importancia capital de Antonio Gala para la cultura y el compromiso socio-político en este país, cuando el tiempo dé la suficiente distancia. En ocasiones pienso que sí, que en el futuro no recordarán el inmenso éxito, lo mediático, lo amado que fue, y que eso borrará por fin la necesidad de demostrar que lo miran por encima del hombro que tienen aquellos que en la cultura no perdonan esas cosas. Esas veces me entristece que no se recordará tampoco la generosidad, la inteligencia, la capacidad para decir lo que le venía en gana, lo divertido y sagaz que era, la velocidad inigualable de su lengua, la falta de respeto por una autoridad no ganada, el gamberrismo pícaro que ya se adivinaba en su mirada antes de que abriese la boca para reducir a cenizas cualquier cosa que considerase injusta.
No se le comprenderá en movimiento, quizá, pero quedará su obra y lo que de todo esto hay en ella, y es un consuelo. Desde su primer poemario y su primera obra de teatro, cuando prácticamente era un crío, ya fue loado y querido con total merecimiento. Aquel finalista del Adonais era una joya, y Los verdes campos del Edén estaba plagada ya de su calidad, su crítica y su mala leche, cosas todas que se fueron afilando con los años.
Se lo quiso mucho como autor, pero también se lo quiso por su compromiso con los desfavorecidos. Se puso siempre del lado del que salía perdiendo en lo social, en lo económico, no se vendió nunca a lo que más brillara, y eso la gente lo entendía. De ideología de izquierdas, no militaba en los partidos políticos para poder no perdonarles algo cuando lo consideraba injusto; como no perdonó nunca lo de la OTAN, por ejemplo. Quedarán como testigo no solo su obra de ficción, sino también su crónica periodística. Está por escrito, quedará cuando se olviden las colas de horas para conseguir una firma suya. Quedará cuando se olvide ese tonito misógino con el que se despreciaban sus novelas en ciertos círculos por ser “para señoras”. Quedará porque está bien, y quiero pensar que, al final, aunque sea tarde, lo que está bien aflora.
Quedaremos también nosotros, aquellos que fuimos sus amigos y también su familia. Yo lo conocí antes de que su Fundación para jóvenes creadores se materializara, pero también fui su becaria después, y pude aprovechar todo lo que de hermoso había en su generosidad. Antonio, siempre del lado del débil, sabía que a veces basta con que alguien crea y apoye, por lo que no hizo una Fundación ególatra para su mayor gloria, sino que pensó en el futuro, en todos los que venían detrás, y nos nombró sus herederos. No sé si era consciente de que, al empujarnos a beber los unos de los otros, estaba creando algo que se le escapaba, algo que es inexplicable para quien no se haya reconocido en los ojos de un desconocido. Antonio se puso como un sello sobre nuestros corazones; es el espíritu que habitará por siempre en nosotros.
Quizá por eso siento que nuestra responsabilidad es continuar también su legado en lo que no quedó escrito: ser generosos, gamberros, exquisitos y justos, ponernos del lado del débil, cuestionarlo todo, no admitir una sola autoridad que no se haya forjado con merecimiento, ser valientes, descarados, divertirnos y disfrutar con todo, sentir el dolor del mundo como propio. En resumen: ahora, la responsabilidad de la familia de artistas que formó Antonio es ser cualquier cosa en esta vida menos un coñazo.
María Zaragoza es escritora. En 2022 publicó 'La biblioteca de fuego' (Planeta).