“Enoch Soames”, un clásico que tenía que traducirse otra vez

“Enoch Soames: un recuerdo de la década de 1890” es un cuento del escritor inglés Max Beerbohm, publicado originalmente en 1916 y traducido al español por, entre otros, Walsh y Borges. Para el traductor mexicano Juan Carlos Calvillo, la historia de un “artista que se cree incomprendido, pero que en realidad es atroz” merecía una nueva traducción, que acaba de ser distinguida con el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria Margarita Michelena 2025.
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Ay, la vanidad del escritor. Además de los problemas que implica la creación, el mundo literario está invadido de pretensiones con respecto al éxito, el reconocimiento y la influencia del autor. Todo esto confluye en una palabra que tiene un ribete dorado y con mayúsculas: posteridad. Ese es el golpe final, amén de la calidad de la obra, de la crítica y de los admiradores y detractores que, por otro lado, degustan el veneno de su encono cuando brilla la placa que confirma la fama póstuma.  

Con tono satírico, Enoch Soames: un recuerdo de la década de 1890, cuento del escritor inglés Max Beerbohm publicado originalmente en The Century Magazine en 1916, relata la historia del aludido Enoch, que vende su alma al diablo. Tentando al maligno, el engreído e insatisfecho poeta desea saber cuál será su futuro en el panteón de la literatura. Es una oportunidad única de saciar su arrogancia.

Enoch Soames revive con una nueva traducción a cargo del traductor mexicano Juan Carlos Calvillo, ganador por este trabajo del Premio Bellas Artes de Traducción Literaria Margarita Michelena 2025 en la categoría de cuento. En entrevista, Calvillo ofrece los pormenores de este trabajo.

¿Qué te propusiste al traducir el cuento de Max Beerbohm? ¿Rescatar la historia para desempolvarla o salvarla del olvido, presentarla a nuevos lectores, actualizarla a través de una nueva traducción en México? ¿Para qué revivir a Enoch Soames?

De manera casi excepcional, puesto que a menudo he tenido la suerte de traducir los títulos que yo propongo, este libro lo traduje por encargo. La iniciativa fue de Tedi López Mills, para la colección Licenciado Vidriera de la UNAM, y por ese ofrecimiento siempre le voy a estar agradecido. Con todo, y no obstante los particulares de la encomienda editorial, con Enoch Soames existió, en efecto, un proyecto específico de traducción.

Se ha dicho con cierta frecuencia que “cada generación necesita su propia traducción de los clásicos”. No estoy seguro de la imperiosa necesidad que encierra este adagio, pero tampoco me convencen en lo absoluto las personas que, de modo igualmente categórico, niegan la necesidad de, por ejemplo, una traducción de El cementerio marino después de la de Jorge Guillén. No tendríamos la admirable versión de Fabián Espejel si creyéramos en esa definitividad.

Yo creo que Enoch Soames tenía que traducirse otra vez, en primer lugar, porque no existía a la fecha una versión mexicana, y las extranjeras que hay no se encuentran en ediciones exentas o, en su defecto, al alcance del público lector universitario. Por otro lado, y salvo contadas excepciones, los traductores de este cuento, en mi opinión, no han acertado a dar con el estilo anticuado y petulante del que depende el efecto cómico de Beerbohm, por lo que me correspondía hacer mi propio intento de recrearlo.

Mencionas en el prólogo que ya antes figurones como Borges y Walsh habían traducido, con sus respectivas ideas sobre la traducción, la historia de Beerbohm. Para hacer lo tuyo, ¿revisaste antes o después estas traducciones? ¿Qué encontraste en ellas que te indicara cierto camino para proceder de una forma u otra o quizá trabajar más aspectos formales o narrativos del relato?

Leí de antemano todas las traducciones que pude conseguir y luego traté de olvidarlas, a fin de que no determinaran mi quehacer. Me fue especialmente difícil olvidar la de Walsh, porque fluye de manera estupenda y es en todo sentido envidiable. Pero con la de Borges, Bioy y Ocampo me pasó justamente lo contrario: olvidé por completo que la había leído en la Antología de la literatura fantástica hace unos veinticinco años. Claro, la culpa es mía, por no tener fresca esa lectura, pero también es suya, en parte, porque lograron un cometido que se impone el cuento de Beerbohm: que el triste Enoch Soames quede enterrado en el olvido sin pena ni gloria. Eso, a la larga, tiene su propio encanto: es irónico –sin querer o queriendo– y juega de un modo muy provocador con los incentivos del texto.

¿Cómo es tu proceso de traducción? ¿Lees en voz alta el texto? ¿Haces glosarios de las palabras que no entiendes o no son evidentes? ¿Emprendes una investigación para meterte al texto y al estilo del autor?

Sí, siempre leo en voz alta el avance del día, y de nuevo a la mañana siguiente, para entrar en calor. Con lujo de tiempo, procuro usar mi máquina de escribir, una Olympia SM3, y siempre traduzco rodeado de diccionarios, monolingües y bilingües. Si me atoro en una oración, me levanto y voy un rato a caminar: nada mejor para salir del atolladero.

Para llevar a cabo mi versión de Enoch Soames no pude hacer investigación de campo, pero la experiencia es enriquecedora cuando se tiene ese privilegio, como cuenta muy entrañablemente Selma Ancira en El tiempo de la mariposa. Pero sí fui al Londres de Beerbohm unos meses después de terminada la traducción e hice todo el recorrido finisecular: tomé ajenjo en la sala de dominó del Café Royal y fui a Greek Street, a unas cuadras de Piccadilly, a buscar el Vingtième. Era de noche y la calle estaba completamente iluminada de rojo.

La historia de Enoch Soames y su desarrollo exponen la superstición como fuerza inevitable para consolidar la creación. Como autor/traductor, ¿tienes supersticiones vinculadas a tu trabajo o ciertos ritos o manías que te ayudan, protejan o den algo para proceder?

Creo que ya empezó a quedar claro, con la respuesta anterior, que soy una criatura supersticiosa… pero los escritores y traductores de esta calaña somos legión, no obstante lo tanto que se burla Beerbohm de nosotros. Y, cuando menos para mí, todo tiene una explicación práctica. Lo de la máquina de escribir es disciplina, no una mera excentricidad: escribir a máquina –o a mano, todavía mejor– implica un esfuerzo físico que exige esmero y exactitud, una atención exacerbada en comparación con la escritura facilista del procesador de textos. Y cuando uno pasa en limpio las páginas mecanografiadas, además, tiene una oportunidad adicional de revisar y corregir. Lo de salir a caminar lo han sabido todos los escritores atentos a la naturaleza –Whitman, Thoreau, Mary Oliver– y, en particular, lo han sabido los poetas atentos a la sincronía del cuerpo y del verso –como Wordsworth, en cuyo ritmo se escucha su andar. Los mejores versos, las mejores rimas se me han presentado en el bosque, nunca detrás de un escritorio, y si no salgo a caminar con pluma y papel, los memorizo hasta volver a casa. Seguro que tengo otras manías; no sé si todas sean explicables.

Imagino que uno de los retos mayores del cuento fue traducir los poemas de Enoch. También adaptar, si es que esa es la palabra en este caso, el texto que el malogrado poeta copia cuando viaja cien años adelante en el tiempo. ¿Qué dificultades encontraste en este trabajo?

Esos dos son los casos atípicos y, por lo tanto, los más llamativos del cuento. Los poemas de Enoch Soames fueron difíciles de traducir porque son malos con ganas, pero no están mal escritos: flaco favor le habría hecho yo al infeliz de haberlos empeorado, aunque tampoco podía mejorarlos. Casi ninguno de los traductores que me precede se ha animado a traducirlos más que a pie de página. Por otra parte, el pasaje del volumen Inglish Littracher, de T. K. Nupton, copiado en una especie de transcripción fonemática del futuro, requirió, a decir verdad, varios intentos. Borges, Bioy y Silvina, en 1940, ya anticipaban la escritura apocopada que usamos hoy en el celular (con signos como “xq” para “porque”, etc.), pero eso no es del todo preciso, dado que el original de Beerbohm no es estenográfico: es fonético. Yo traté –no sé si con éxito– de marcar sinalefas, hiatos y asimilaciones, de modo que el pasaje sonara a español, pero gráficamente pareciera una mezcla de lenguas orientales inventadas.

El texto, por otro lado, se espejea con el presente al plantear a través del filtro de lo fantástico la vanidad y el ansia de gloria y notoriedad de Enoch que, claro, puede ser el de cualquier escritor en casi cualquier época. ¡Parece que el texto ganó interés con el tiempo!

Esa es una de las delicias del cuento: que se burla sin piedad de un estereotipo que en toda época hay en abundancia: el del artista que se cree incomprendido, pero que en realidad es atroz. Y, por supuesto, la indiferencia del mundo no hace más que alimentar su egolatría, incrementar su aislamiento y enardecer su rencor, un círculo particularmente vicioso en este asunto del arte, si todavía se propone comunicar.

Más Bioy que Borges, y también Walsh, por supuesto, fueron subyugados por el relato mefistofélico de Beerbohm. ¿Qué te sedujo de la historia en las diferentes lecturas a través del tiempo que hiciste?

La pregunta es interesantísima y te la agradezco mucho, ya que supone un regreso productivo al trabajo propio y ajeno, una voluntad de revisión y reconocimiento; es decir, das por sentado que uno, como traductor y como lector, no es monolítico. En respuesta, y por lo pronto, he de decir que el cuento cada vez me divierte más. Al principio, comprensiblemente, estaba yo ocupado con cuestiones de estilo, con la elegancia y el refinamiento de la prosa de Beerbohm. Luego me di cuenta de que la caracterización de los personajes es muy significativa: la escena londinense está atestada de gente pretenciosa, pero el narrador mismo es un pedante con un cargo de conciencia. El diablo, por lo demás, es un personaje extraordinario en este relato en el que todo el mundo parece pelearse por ser el más ridículo. Y volver a leer mi traducción también ha sido una experiencia reveladora para mí: me he dado cuenta de lo tanto que me divierto haciendo lo que hago.

Otro costado interesantísimo es la recreación del ambiente literario y su pedantería casi provinciana, sus pequeños y grandes personajes, movidos un poco todos por el deseo de escribir y también de trascender. ¿Qué dice la época de Soames del delirio de grandeza de hoy de escritores y artistas?

No creo que haya cambiado nada en calidad, sino solo aumentado en cantidad. Sabemos de sobra que al modelo del escritor dandy a la Max Beerbohm u Oscar Wilde, y al flâneur de Poe y Baudelaire, que son los que nos ocupan en Enoch Soames, se les han sumado –digamos– los “modelos a seguir” del siglo XX, en sus varias escalas de presunción y decadencia, como el barfly de Bukowski. Es curioso pensar que Pregúntale al polvo, de John Fante, ya casi cumple cien años. De las redes sociales no hablo porque soy penosamente ignorante, pero creo que no son ajenas a este delirio de grandeza del que hablas. Emily Dickinson tiene un poema muy lindo sobre esto que, si no te importa, me voy a permitir citar (la traducción es mía):

Una abeja es la fama.
Es suya la canción –
Es suyo el aguijón –
y también tiene un ala.

(Fr1788, M690)

La parte metaficcional del cuento en la que el mismo autor Max Beerbohm es el personaje que conoce a Enoch Soames, entre otros nombres de escritores y artistas, plantea muchos cuestionamientos sobre qué cantidad de realidad hay en la historia y qué otro tanto es mera ficción. Al desentrañar el texto, al abrirlo para descubrir su trama y poder traducirlo, ¿qué conjeturas hiciste sobre este costado meta tan bien logrado por Beerbohm?

Los vericuetos de esa historia los cuento en el prefacio y en la coda del libro, así que, para no arruinar ninguna sorpresa, me permitiré aquí ser esquivo. Lo que sí puedo decir es que el lector procede bajo la suposición inicial de que el Beerbohm narrador es una invención del Beerbohm escritor, lo mismo que uno asume de Dante cuando lee la Comedia. Pero, naturalmente, uno no se esperaría que empezaran a salir lobas, leones y leopardos alegóricos en la ciudad de Londres en el año de 1894. Y eso, más o menos, es lo que empieza a pasar en Enoch Soames. Satanás se aparece, con su bigote y un chaleco demasiado justo, en un restaurante en el Soho; un poeta fracasado le vende su alma para viajar en el tiempo… y de algún modo vuelve para que hoy, en México, tú y yo estemos hablando de él.

¿Qué hay con respecto al misterio alrededor de Soames? En tu epílogo mencionas un par de sucesos que hacen más divertido y fascinante el relato. ¿La realidad superó la ficción en este caso?

Nunca… o siempre, depende de cómo lo quieras ver. Si nos ponemos insoportables, podríamos decir que la realidad es, en sí, la máxima ficción, pero para qué entrar en eso, ¿no crees? Por otra parte, me parece fantástico cómo cierra El cuaderno rojo de Paul Auster, ese librito lleno de coincidencias y casualidades improbables: “Esto pasó de verdad. Como todo lo que he escrito en este cuaderno rojo, es una historia verdadera”. Y aunque hubiera manera de demostrar que no fue así, lo cierto es que prefiero no hacerlo. ¿Me preguntabas hace rato si era supersticioso? ~


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