I. A dormir
My own worst enemy, my oldest friend
Billy Collins, «Insomnia»
Siempre he dormido mal. Este es uno de los hechos fundamentales de mi vida, uno de los elementos que le otorgan cohesión y continuidad. He vivido en tres países, en siete ciudades y en quince pisos distintos; en todos he dormido mal. He tenido varios puestos de trabajo; en todos sentí la angustia de no rendir bien por falta de sueño. He tenido parejas; el mal dormir compartió cama con todas ellas. He tomado pastillas, he consultado webs especializadas, he asistido a talleres de mindfulness; el mal dormir ha permanecido tan inalterable como mi número de DNI. Como escribió Billy Collins en el verso que encabeza este capítulo, el mal dormir es al mismo tiempo mi peor enemigo y mi amigo más antiguo.
Pero ¿qué quiere decir «dormir mal»? En principio es solo una manera de referirse al insomnio. Y si este fuese un libro de divulgación médica o científica esa sería la palabra que emplearía. Al fin y al cabo, los especialistas definen el insomnio como una incapacidad para dormir lo suficiente pese a tener ocasión y necesidad de hacerlo; una incapacidad que se prolonga en el tiempo y que tiene algún tipo de consecuencia sobre nuestro desempeño diurno. Pero en esta definición caben realidades y experiencias muy diferentes. El insomnio agudo o crónico (lo que yo consideraría, instintivamente al menos, insomnio de verdad) puede destruir la vida de una persona. Puede llevarla a pasar semanas enteras sin pegar ojo. Puede incapacitarla para el trabajo, provocarle serios desequilibrios mentales y requerir tratamiento médico.
Por contraste, la mayoría de los que alguna vez nos hemos considerado «insomnes» llevamos existencias razonablemente sanas y productivas. Hacemos la declaración de la renta, participamos en diversos grupos de whatsapp, regamos las plantas cuando toca. Sencilla- mente dormimos poco por la noche y solemos estar cansados durante el día. Apagamos la luz y pasamos una, dos o hasta tres horas sin conciliar el sueño. O nos despertamos sin causa aparente mucho antes de que suene el despertador. O intentamos echarnos una siesta solo para renunciar tras cuarenta estériles minutos. Somos los que duermen seis horas una noche, cuatro y media la siguiente, cinco la de después, luego cuatro otra vez… y también somos los que, de tanto en tanto, y por causas que se nos escapan, dormimos siete gloriosas horas de un tirón. Muchos ni siquiera llegamos a buscar ayuda profesional para lidiar con la falta de sueño. Preferimos recurrir a los consejos que encontramos en internet, o a algún suplemento para el que no se necesite receta médica. O nos limitamos a cruzar los dedos y esperar que la próxima noche buena llegue pronto.
Esto no significa que la falta de sueño no nos afecte. Al contrario: el mal dormir es el cristal empañado a través del cual debemos vislumbrar espacios enteros de la vida. Influye en cómo afrontamos las noches y cómo pasamos los días. Y nos hace plantearnos preguntas: ¿qué me pasa? ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Por qué yo? ¿Qué sentido tiene perder tanto tiempo de mi vida dando vueltas en una cama? En el mal dormir hay toda una serie de lo que Gregorio Luri llamó «perfiles inéditos del ser». Bajo el prosaísmo aparente, bajo la superficie fisiológica que han analizado centenares de estudios médicos, se encuentran corrientes subterráneas e impredecibles. Corrientes que poco a poco dan forma a la piedra.
De aquí, también, la elección del adverbio. Si digo «dormir mal» en vez de «dormir poco» es porque no estamos hablando solo de un problema de escasez como serían el hambre o la sed. La incapacidad para dormir está permeada por sentimientos: por ejemplo, por una gran sensación de fracaso. Uno quiere dormir, uno intenta dormir, pero no puede. Se dice que pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo; pues bien, el maldurmiente puede pasar una décima parte de su vida fracasando en la búsqueda del sueño. Es una incapacidad parecida a la de esas personas que se presentan una y otra vez al examen de conducir y cosechan suspensos. Solo que, en este caso, hay un examen cada noche.
Luego está la cuestión de la magnitud. Según datos de la Sociedad Española de Neurología, entre un veinte y un cuarenta y ocho por ciento de adultos sufre, en algún momento de su vida, dificultad para iniciar o mantener el sueño. Una encuesta realizada en 2019 incluso encontró que un cincuenta y ocho por ciento de españoles considera que duerme «mal». Los estudios en otros países occidentales arrojan cifras parecidas, y que han ido en aumento en los últimos años. Hablamos de decenas de millones de personas. ¿Cómo es que hay tanta gente que no logra hacer algo a lo que nuestro cuerpo nos condena? Y ¿qué hay más allá de las estadísticas? ¿Cómo viven, qué piensan, qué sienten estos millones de Homo sapiens sapiens que se ven apartados del comportamiento habitual de la especie?
Estas son las preguntas que animan este libro. Sus páginas quieren mostrar un aspecto desconocido de la existencia a quienes no tengan problemas de sueño; y también buscan ofrecer el tenue alivio del reconocimiento a los maldurmientes, sobre todo si participan de lo que Bryce Echenique llamó «el inmenso desconsuelo de que a nadie le importe el insomnio extraoficial». Pero este no es un ensayo quejumbroso o autocompasivo. Es, más bien, un intento de dar cuerpo a unas experiencias relativamente comunes sobre las que no se suele escribir, al menos fuera de la poesía —donde hay una larga tradición que va desde los «Versos escritos durante una noche insomne» de Pushkin al «Insomnio» de Elizabeth Bishop— o de aquellos dietarios que se ocupan también de las experiencias oníricas, como las Tres semanas de mal dormir de José María Merino. Porque existe un curioso desajuste entre la enorme repercusión cultural y literaria que han tenido los sueños con la que ha tenido el sueño… o su escasez.
La historia de la narrativa está, por supuesto, repleta de insomnios de consecuencias profundas y terribles, como los de Gilgamesh, Dido, Orlando, Funes el Memorioso, Tyler Durden o los habitantes de Macondo. Y también de insomnios brillantes y creativos, como el que permite a Sherezade seguir con vida o a Sherlock Holmes resolver algunos de sus casos más célebres. También hay un rico plantel de personajes acosados por pesadillas monstruosas y llenas de significado, como las de Ricardo III o el capitán Ahab; o por trastornos más modernos, como el jet lag que agobia al protagonista de Dinero, de Martin Amis. Y nunca faltan personajes que duerman mal la noche antes de un acontecimiento importante en el devenir de la trama, como en las tragedias shakespirianas Macbeth y Julio César. Hay, además, obras como Por el camino de Swann de Proust, o Noches insomnes de Elizabeth Hardwick, en las que el insomnio no es tanto el objeto de la escritura como la condición que permite el acto de escribir.
Ya hemos dicho, sin embargo, que el mal dormir no es nada de esto. No es un insomnio extremo, no está causado por inquietudes concretas, no es una plataforma para la creatividad artística y tampoco es una metáfora de algo distinto. Quien duerme mal se identifica con el célebre deseo de Hamlet:
Dormir […] y decir así que con un sueño
damos fin a las llagas del corazón
y a todos los males, herencia de la carne.
Pero, a diferencia del joven príncipe, el maldurmiente desea el sueño por sí mismo, y no como prefiguración de la muerte. Desea dormir para seguir disfrutando de este mundo cuando despierte. No tiene afán de trascendencia, sino de descanso. Como ocurre con el protagonista de Reo de nocturnidad, de Bryce Echenique, el maldurmiente responde a las elucubraciones teóricas sobre el sentido de su vigilia con un: «De noche, francamente, preferiría dormir».
También se han publicado muchos títulos acerca del mal dormir desde un punto de vista médico. Son libros escritos con la encomiable voluntad de ayudar al maldurmiente a que entienda qué le ocurre y a que intente arreglarlo. Sin embargo, su lectura puede resultar insuficiente, cuando no directamente desoladora. Tomemos como ejemplo Por qué dormimos, de Matthew Walker, un reciente bestseller que explica tanto los mecanismos del sueño como los incontables efectos benéficos del mismo. Asomarse a sus páginas supone una experiencia similar a lo que debía de sentir un deshollinador victoriano al ver, tras una ventana, la opípara comida de una familia burguesa. Tiritando a causa del frío y la lluvia, ve pasar suculentos manjares que le están vedados. Uno: «El sueño cuida con benevolencia nuestra salud psicológica y recalibra nuestros circuitos cerebrales emocionales, permitiéndonos navegar por las dificultades sociales y psicológicas del día siguiente con una compostura imperturbable». Otro: «El sueño repone el arsenal de nuestro sistema inmunitario, ayuda a combatir la malignidad, previene las infecciones y evita todo tipo de enfermedades». Y otro más: «El sueño disminuye la presión arterial y mantiene nuestros corazones en buen estado».
El corazón del deshollinador, en cambio, se marchita.
No resulta mucho más agradable leer acerca de las consecuencias negativas de la falta de sueño. Ahora la escena recuerda aquel pasaje del Retrato del artista adolescente en el que el joven protagonista, alumno de un colegio jesuita, escucha su primer sermón sobre los tormentos del infierno. Veamos: «La pérdida de sueño produce efectos devastadores en el cerebro relacionados con numerosas afecciones neurológicas y psiquiátricas (por ejemplo, el alzhéimer, la ansiedad, la depresión, el trastorno bipolar, el suicidio, los accidentes cerebrovasculares y el dolor crónico)». Aún estamos encajando el golpe cuando llega la siguiente andanada: «Produce efectos devastadores en todos los sistemas fisiológicos del cuerpo, contribuyendo a innumerables trastornos y enfermedades (por ejemplo, cáncer, diabetes, ataques cardíacos, infertilidad, aumento de peso, obesidad e inmunodeficiencia)». ¡Qué horror! Como el protagonista de la novela de Joyce, el maldurmiente sale de esta tempestad de admoniciones con el rostro pálido y el paso incierto. Le embargan la angustia por el futuro, la conciencia del pecado. ¿Qué será de él si no consigue enderezar su camino?
Por supuesto, obras como la de Walker son útiles y valiosas. Lo que no hacen es agotar la experiencia del maldurmiente, que es, en fin, lo que se aborda en este ensayo. Y se aborda desde un lugar concreto: mi particular modalidad del mal dormir, que tiene que ver sobre todo con una dificultad para conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada. Sé que los patrones de descanso y de vigilia de muchos maldurmientes difieren de los míos, y que sus vivencias pueden ser muy distintas de las que describiré. No puede ser de otra manera cuando los expertos reconocen la existencia de más de cien tipos de trastornos de sueño distintos. Pero, al final, siempre volveremos a lo que se dice en un cuento de Cortázar: «Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado».
II. Las noches
Longtemps, je me suis couché de bonne heure.
Marcel Proust, Du côté de chez Swann
Mas maldito el sueño que yo dormí.
Anónimo, La vida de Lazarillo de Tormes
Las palabras irrumpen en cuanto apagamos la luz. No vienen en formación. No acuden a nuestra cabeza disciplinadas por la sintaxis. Más bien entran todas a la vez, en torbellinos simultáneos. Es como si un parque de atracciones, tras muchas horas de inactividad, se hubiera puesto en marcha. Y ahí están de pronto el barco pirata, la lanzadera, la montaña rusa. Da igual que nos hayamos ido a la cama tarde o —como en la sugerente primera frase de En busca del tiempo perdido que encabeza este capítulo— a una hora razonable. En la oscuridad todo es vértigo y efervescencia. Las palabras resuenan con nitidez; casi las podemos palpar. Y así seguiremos hasta que en algún momento despunte un pensamiento rezagado:
¿No estoy tardando mucho en dormirme?
*
El proceso también puede decantarse hacia el otro extremo del sueño. Las palabras se desvanecen nada más apagar la luz, engullidas por la marea nocturna. Durante algún tiempo, el cielo y el mar resultan indistinguibles en su compacta oscuridad. Pero tras unas horas algo se empieza a intuir bajo las aguas. Un movimiento. Luego, un volumen. Se trata de un submarino que, obedeciendo a una orden secreta, asciende a la superficie. Y nos descubrimos como el perplejo tripulante de todo aquello. No recordamos haber recibido la orden, pero es evidente que la hemos obedecido. Los mecanismos de a bordo están en marcha. Los circuitos zumban y parpadean. El periscopio sale del agua y empieza a girar sobre sí mismo. Si fuera necesario, podríamos entrar en combate con el enemigo. Pero no hay ningún enemigo. Así que enviamos un tímido mensaje a esa autoridad que sabemos que existe, aunque nunca la hayamos visto: ¿nos podemos volver a sumergir? Mientras esperamos la respuesta, sacamos la baraja de palabras y empezamos a jugar al solitario.
*
Sea del tipo que sea, el maldurmiente vive varias paradojas. La primera es desear con fervor algo que ya ha experimentado y que, pese a ello, le sigue resultando desconocido. Uno sabe lo que es estar durmiéndose o haber dormido, pero no sabe lo que es estar dormido. Lo resumió bien la investigadora Eluned Summers-Bremner cuando señaló que el maldurmiente vive una doble negación: la ausencia de la inconsciencia.
Durante mucho tiempo, este desconocimiento fue compartido por los científicos. El sueño ha sido uno de los últimos grandes misterios para el ser humano. Se descubrieron el propósito y el funcionamiento de otras necesidades básicas de la vida (comer, beber, reproducirse) mucho antes de que se lograra algún avance significativo en lo referente al dormir. Extraordinaria penumbra del saber, sobre todo si tenemos en cuenta que el sueño es un aspecto prácticamente universal de la vida en nuestro planeta. Todas las especies estudiadas hasta la fecha duermen. Esto incluye todos los tipos de aves y mamíferos, pero también los peces, los anfibios, los reptiles y los insectos. Moscas, percas, ranas, camaleones, loros, canguros, orangutanes: todos duermen. Incluso los invertebrados, como los moluscos o los gusanos, tienen periodos de torpor en los que dejan de responder a los estímulos externos. Esto dice mucho sobre la antigüedad biológica del sueño: los gusanos evolucionaron hace quinientos millones de años. Dice mucho, también, sobre el fracaso del maldurmiente: se nos resiste algo que hasta las lombrices saben hacer.
La falta de conocimiento sobre el sueño sorprende menos cuando pensamos en lo difícil que resulta estudiarlo en detalle. ¿Cómo diseccionas a un ser que se encuentra dormido (en lugar de artificialmente sedado)? ¿Cómo averiguas qué hace el cerebro mientras duerme? Un descubrimiento tan importante como el de que existen fases diferenciadas dentro del propio sueño (las denominadas REM y no-REM) no se produjo hasta los años cincuenta del siglo XX. Esta falta general de conocimiento también ha afectado al desarrollo de la medicina del sueño, un campo en el que durante décadas, y como me resumió con franqueza una especialista, «se han hecho verdaderas burradas».
Es cierto que la ciencia se ha esforzado por iluminar esta penumbra. Desde finales del siglo XX, sobre todo, los investigadores han ido averiguando más acerca de cómo nos dormimos, qué hacen nuestros cuerpos mientras duermen, qué funciones cumple el sueño. Hoy en día un maldurmiente que decida estudiar al enemigo descubrirá que este depende de dos procesos: el ritmo circadiano y la presión del sueño. El primero es la suerte de reloj interno de nuestro cuerpo. Una de sus funciones es ordenar, a partir de cierto momento de la jornada, que la glándula pineal segregue una hormona llamada melatonina. Esta hormona pone en marcha una serie de mecanismos biológicos que desembocan en el sueño. El segundo proceso está vinculado a otra sustancia: la adenosina. Esta se va acumulando en nuestro sistema desde el momento en que nos despertamos, provocando un paulatino deseo de descansar que acaba siendo irresistible. Luego, cuando nos dormimos, nuestro sistema inicia una purga de la adenosina que dura unas ocho horas. El final del proceso coincide con el momento en que nuestro ritmo circadiano —alertado por la luz que detectan nuestros ojos, incluso a través de los párpados cerrados— ordena a la glándula pineal que cierre de nuevo el grifo de la melatonina. Así terminamos por despertarnos.
El maldurmiente informado sabe, por otra parte, que esa inconsciencia que anhela es muy engañosa. De ninguna manera supone la interrupción del trajín de nuestro cerebro. Es más, la actividad cerebral que ocurre durante el sueño REM es una réplica casi perfecta de la que se observa durante el estado de vigilia; y el no-REM, pese a tener patrones de actividad distintos, también mantiene a nuestro cerebro altamente activo. Lejos de oscilar entre el encendido y el apagado, lo que hace nuestra cabeza es transitar por estados que cumplen funciones diferenciadas. Y cuántas funciones son: el sueño afecta a casi cualquier aspecto de nuestra salud, desde la capacidad de atención hasta el funcionamiento de nuestro metabolismo, desde la retención memorística hasta el sistema inmunitario. Según han ido descubriendo los investigadores, hay pocos órganos o procesos que no se vean perjudicados cuando no dormimos lo suficiente. Es decir, cuando alguna parte de este complejísimo mecanismo no carbura como debería.
También es posible que el maldurmiente decida no aprender nunca nada de esto. Al fin y al cabo, y como descubrió nuestro deshollinador victoriano, satisfacer su curiosidad podría crearle nuevos agobios. Por eso puede que elija mantenerse como el único tripulante de un barco en alta mar, tumbado en cubierta mirando al cielo, ajeno a la vasta riqueza que se abre unos centímetros más abajo.
*
No sé cuándo cobré conciencia de que tenía problemas de sueño. Mis primeros recuerdos de la noche están unidos a los habituales miedos infantiles, pero también a una fuerte impresión de oportunidad. De niño solía pedir a mis padres que dejaran encendida la luz del pasillo después de acostarnos; en cuanto cerraban la puerta de su cuarto yo retomaba la lectura de mis Astérix y mis Mortadelos. Con el tiempo los álbumes se convirtieron en libros y los galos fueron sustituidos por hobbits, pero yo seguía leyendo en la semioscuridad mucho después de acostarme. Aquello también me permitió, durante los años en que mi padre trabajaba en la franja de tarde-noche, permanecer despierto hasta que llegara a casa. Él asomaba la cabeza en nuestro cuarto, yo susurraba «hola» para no despertar a mi hermano pequeño, y nos quedábamos un rato hablando en voz baja. A veces, si yo decía que no tenía sueño, íbamos a la cocina y me tomaba unas natillas o unas galletas. Mi padre decía que con el estómago lleno me sería más fácil dormir. Pero ya que estábamos ahí aprovechábamos para charlar un rato más.
Tardé años en comprender que aquellas oportunidades que me brindaba la noche no respondían a un don, sino más bien a un defecto. Y lo fui entendiendo como lo entienden todo los niños: de forma soterrada. Cazando frases sueltas, haciéndome un esquema de lo que era normal en los otros y comprobando que no se ajustaba a lo que me ocurría a mí.~
Publicado por cortesía de Libros del Asteroide.
es escritor y profesor de historia contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid. En 2022 ha publicado El mal dormir (Libros del Asteroide)