Diario del aislamiento (XII)

Nuevas aventuras a punto de desconfinarse: vidas pasadas, melenas que crecen a un ritmo normal, cierran los bares en los que crecimos, mudanza a la vista y el desatasque de un lavabo como buen presagio.
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Viernes 22 de mayo

Marta, la que ha sido madre de día de todos mis hijos, viene un rato por la mañana, como el resto de la semana. Empezó viniendo porque se lo pedí, era semana de cierre, pero se ha convertido en placer: los niños la reciben con pasillos hechos con ladrillos de cartón. Mi hija mayor le prepara ballets, mi hija pequeña dice su nombre cada vez que suena el timbre de casa. Mi hijo mediano le dice que aún no es ella, que viene dentro de un rato. Hoy se queda a comer: pisto con huevo. A eso de la una de la tarde, me escriben del Heraldo: esperan mi columna para el domingo. No lo digo, pero se me había olvidado. El pisto está acabando de hacerse en la Thermomix, Barreiros empieza a freír huevos y yo me siento delante del ordenador. No sé de qué escribir: no se me ocurre ningún tema aragonés, ni tampoco uno de amapolas, que es como mi hermano llama a las columnas que hago que no hablan de nada en concreto, esas columnas en las que siento que me paseo por el filo de la cursilería con cierta chulería y desvergüenza. Barreiros me grita que ponga la mesa, le digo que no puedo. Grita si lo tengo que hacer ahora. Si espero a escribirla después de comer, perderé la tensión de ahora. Sí, le digo. Marta va a echarle una mano a la cocina. Mando la columna y Barreiros trae un plato con seis huevos a la mesa, dos para cada adulto. Los niños han comido hace un rato. La pequeña duerme la siesta. En cuanto nos sentamos a comer, los niños, que estaban jugando tranquilamente, se acercan a la mesa con sigilo y decisión. Por supuesto, cada uno quiere un huevo. Por supuesto, Barreiros se enfada, se levanta y se lo hace. Por supuesto, el mediano apenas lo toca.

*

Escribo a A. Me dijo el lunes que se cogía la semana de vacaciones y aún no he podido hablar con ella. Le digo viernes noche cuando me pregunta qué tal. Me he quedado dormida acostando a la mayor, Barreiros está trabajando como cuando era freelance: música techno en los cascos y perdiendo la noción del tiempo. Hablamos con A. Le contamos todo: la casa nueva, etc. Bueno, en realidad, aún estamos pendientes de que nos digan que sí, hemos mandado la documentación. Barreiros comparte peluquero con A. y con su hermana. La última vez que hablamos, Barreiros tenía que ir a que le cortara el pelo. Él y A. hablaron de que pasa mal la maquinilla: brusco, dijo A. Así que Barreiros estuvo atento y confirma las apreciaciones de A. Son muchos años rapándome, dice A. Luego anuncia el ranking de los sitios donde mejor le han rapado. Siempre barberías, dice. Pero solo nos habla de una porque nos distraemos. Volvemos al peluquero y entonces descubro que piensa de mí que soy una madre de pelo corto. Me deprime un poco eso y deseo que me crezca ya mi melena. A. me advierte: la largura de ahora es jodida, y la de debajo de los hombros. Tú, Alomica, me dice, aguanta. Luego nos cuenta que ella está pensando en mudarse también. Y nosotros le contamos que los niños comen tanto que a veces comemos de pie en la cocina, escondidos, para que no nos dejen sin nada. Le explicamos que hay dos turnos: el suyo y el nuestro, que es el nuestro y el suyo otra vez. Y me doy cuenta de que si no se lo hubiéramos contado a ella, tal vez no recordaría el día en que comimos rápidamente y sin hacer ruido unas lentejas sin siquiera sentarnos en la cocina. No quiero colgar, así que le pido que me cuente cosas de cuando trabajó de camarera en un karaoke en Tres Cantos. A. comienza a hablar y hace que parezca que es la primera vez que cuenta esa historia, como si no supiera dónde vienen los gags.

 

Sábado 23 de mayo

Resulta que conozco a la que gestiona la inmobiliaria del piso de Zaragoza: era una clienta habitual del Bacharach cuando fui camarera allí.

En el supermercado de debajo de casa me encuentro con la mejor amiga de mi hija mayor. Me enseña un nuevo agujero en su boca: se le ha caído un tercer diente. Le digo a su madre que nos mudamos a Zaragoza y muestra la misma emoción que si le hubiera dicho que vamos a comer fideuá.

Por la tarde los niños ven Mi vecino Totoro, que el mediano solía confundir con Dumbo. Ahora finge la confusión solo para hacernos reír.

Por la noche, cuando sus hermanos ya están dormidos, mi hija mayor y yo vemos Solo somos, una de las cuatro películas del proyecto sobre adolescentes Quién lo impide, de Jonás Trueba. Me acuerdo de la redacción del periódico en el que trabajé hasta que cerró. Me acuerdo de la chica de producción que vino a recoger algunos ejemplares del periódico para que el protagonista lo mostrara. Me acuerdo de escuchar con Jacobo –que solo se sentó a mi lado más bien hacia el final pero que es como si siempre hubiera estado ahí– la canción que Rafael Berrio había escrito para la película que estaba rodando Jonás y de la que nace ese proyecto con adolescentes. El asunto del mail en el que me mandaba la canción era “inter-nos”.

 

Domingo 24 de mayo

Barreiros se levanta, pone el desayuno a los niños y al rato vuelve a acostarse. Me tumbo en la cama de mi hijo mediano con un libro. La pequeña se me tira encima, me busca la teta, quiere jugar. Llamo a mi hermana. No me coge. Un rato después me devuelve la llamada.

Cocinamos hamburguesas y salmorejo. Mi padre me llama para ofrecernos quedarnos con ellos en casa el tiempo que haga falta.

Después de comer, los niños ven Bailarina y yo lloro cuando Felicia, la protagonista, consigue dar el salto en las escaleras de la Ópera de París.

Por la tarde mi hermana me dice que podemos matricularnos en el curso de ELE y en el de Python el curso que viene.

 

Lunes 25 de mayo

Entramos en fase 1, eso quiere decir que podemos ir a terrazas y que las tiendas abren ya sin cita previa, pero con aforo reducido. No nos apetece mucho salir en realidad.

Aún no he comprado los billetes para irme con los niños en tren a Zaragoza y volver yo sola una semana después a hacer la mudanza. Me da un poco de vértigo que no se despidan de nada ni de nadie.

Acuesto a los niños. Últimamente, el mediano y yo discutimos antes de dormir. La cosa suele ser que me llama tonta y me pega y luego se enfada porque no me acuesto en su cama. Entonces grita un rato, llama a su padre y luego se queda dormido. Mi hija mayor me dice que no quiere ir al día siguiente al hospital, tiene revisión en el oculista, porque tiene miedo de pillar el coronavirus.

Por la noche, pasando vídeos del teléfono al ordenador, descubro un diario filmado que hizo mi hija mayor sin que nos diéramos cuenta. Recorre la casa, presenta a sus hermanos. Yo salgo haciendo el saludo al sol. Barreiros no sale, pero mi hija explica que está encerrado en una habitación, trabajando. Luego dice que siempre tenemos que gritar para que su hermano recoja.

 

Martes 26 de mayo

De camino al metro me encuentro con dos escritoras, una es muy amiga, a la otra me la cruzo todas las mañanas porque el colegio de sus hijos y el de los míos están separados por una avenida. Es muy raro porque no podemos tocarnos y llevamos todas mascarilla y aun así nos hemos reconocido. La escritora que no es mi amiga, mi hija y yo vamos juntas hasta la boca de metro. Pasó el coronavirus, estuvo bastante fastidiada, me dice. Todos lo pasaron en su casa, dice. Pero solo estuvo mal ella. Su marido, asintomático, y menos mal, porque es asmático.

*

En el metro no hay apenas gente. Tenemos que hacer transbordo y luego caminar un poco y me desoriento al salir porque la salida por la que siempre salgo está cerrada. Mi hija mayor me pregunta si vamos al hospital en el que nació ella. No, al de al lado. Señala el primer edificio y dice que se acuerda de cuando nació y ver ese edificio. Me acuerdo de nacer y verlo, me dice muy en serio. Luego dice que huele a churros, que le encantan, y le prometo comprar a la salida. Cuando era más pequeña confundía churros con calamares.

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El médico que la atiende es majísimo. Los oigo a través de la puerta. Me gusta porque la trata normal, la llama por su nombre y le escucha. Ella le dice que nos trasladamos a Zaragoza. Me dice que ha mejorado mucho, que no saben por qué le pasa eso y que sigamos con el parche una hora al día, podemos descansar el fin de semana, dice, hasta la próxima revisión, en septiembre.

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Cierra el Bacharach. El bar de Sergio Algora. Trabajé ahí casi dos años, la mitad con mi amiga A. Le escribo: “Cierra el Bacharach. Los pilares de la civilización se tambalean”. Pero en realidad lo que se tambalea es mi educación sentimental. Desde la barra se veían las cúpulas del Pilar porque el solar de enfrente estaba vacío. Lo que me gustaba era la luz que entraba poco antes de anochecer. No me acuerdo tanto de las horas pasadas ahí, ni de la cantidad de canciones que escuché ahí por primera vez, ni de Félix Romeo trayéndome ganchitos, como de una coincidencia tal vez insignificante: en el edificio del Bacharach vivía la madre del escritor Ignacio Martínez de Pisón. Y en los primeros tiempos, encima del bar vivía Sergio Algora con su novia de entonces, con la que montó el bar. Pisón contaba que se encontraba con ellos en el ascensor cuando iba a Zaragoza a ver su madre. Esa relación tenía mala pinta. Decía. Pero él era muy simpático.

*

 

Barreiros se va con las niñas a pasear. Mi hijo mediano se queda dormido encima de mí un segundo antes de que toquen el timbre: ya han vuelto. Mi hija mayor se sienta a mi lado y termina de ver Principiantes, también de Quién lo impide.

Escribo por la noche, cuando está la casa tranquila y solo se oyen las voces de los vecinos y algún coche pasando. El silencio ya ha desaparecido. Mando el texto sobre las películas con adolescentes de Jonás Trueba y me voy a la cama.

 

Miércoles 27 de mayo

Ya solo queda un kiwi. Pongo tomatitos en el desayuno. A lo largo de la mañana nos confirman la casa. Marta no quiere café. Justo antes de comer, me he enfadado bastante y les he gritado a los niños. A veces, pasa. Miro a mi alrededor y el desorden de la casa me supera. Les pido que recojan y no hay manera y estallo. Siempre pilla el mediano, que es el que extiende los juguetes por toda la casa haciendo trenes. Así que ahora, con la pequeña dormida, mi hija mayor me ha pedido que me tumbara en el sofá y me da minimasajes en los pies, la cabeza, las piernas y las muñecas. Luego le hace lo mismo a Marta. Le pregunto por su viaje a Costa Rica. Estuvo un mes allí con su novio. Rompieron a la vuelta. En realidad, me dice, era un poco frustrante todo. Es carísimo, como Madrid, me dice. Así que no podíamos pagarnos ninguna excursión. Mi sueño era levantarme de la cama y nadar en el océano, pero no se podía, solo en la orilla, por las corrientes. Ahora creo que está muy peligroso. Entonces, los vecinos tenían un chat de Whatsapp para avisarse de si veían a alguien merodeando. Y luego, mi novio y yo dormíamos en habitaciones separadas, porque decía que no dormía bien. Y se cerraba la puerta. Bueno, captaste las señales, le digo. Me costó, eh, sigue. Se iba a pasear solo y así, y a mí no me importaba, pero un día hasta le pidió la moto prestada a una de las vecinas.

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Salimos todos en familia a por un helado. Dejo el teléfono en casa como si fuera el primer paso de un programa de diez pasos cuyo objetivo desconozco. No me gusta mi reflejo en los escaparates, me ato la chaqueta de mi hija mayor a la cintura porque creo que así no me hace tripa. Volvemos a casa llenos de helado. Unos más que otros. Seguramente, gana el mediano, con la camiseta y las manos cubiertas por helado de chocolate. Le sigue pisándole los talones la pequeña: lleva restos de helado en las pestañas y el pelo. Mi hija mayor, Barreiros y yo conservamos cierta dignidad. Yo la pierdo cuando al tirar el vaso del batido a la basura lleno la papelera de batido.

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Leo un cuento de Carmen Martín Gaite, “Variaciones sobre un tema”. “Ni siquiera, en verdad, ‘pienso en el tiempo pasado’, ya que los inviernos gastados en Madrid se le presentan simplemente como cinco palotes pintados en el aire del local, sin más decirle nada, fuera de que eran cinco y, además, apenas aquella terca voluntad de recuento cedía a las presiones insoslayables del exterior, volvían a amalgamarse, incontrolables e indistintos, en el tronco confuso de todo lo vivido, lo cual era como desvivirlos y darlos por rezagados, por vueltos al claustro de lo no ocurrido todavía […]”. Es una edición publicada en Siruela, Todos los cuentos. En el prólogo de Martín Gaite a la primera de las antologías reunidas, escribe: “Me refiero de preferencia (como en el resto de mi producción literaria) a la huella que esta incapacidad por poner de acuerdo lo que se vive con lo se anhela deja en las mujeres, más afectadas por la carencia de amor que los hombres, más atormentadas por la búsqueda de una identidad que las haga ser apreciadas por los demás y por sí mismas, hasta el punto de que este conjunto de relatos bien podría titularse ‘Cuentos de mujeres’”.

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Jueves 28 de mayo

Hay que pedir presupuesto para la mudanza. Aún no hemos decidido si pagar o hacerlo nosotros. Barreiros era más bien partidario de hacerlo nosotros, pero esta mañana se ha despertado con la muñeca dolorida. Cuando hemos decidido que sí, la empresa con la que hemos contactado dice que no la pueden hacer en las fechas que queremos.

Me voy con las niñas hasta la puerta de la librería Pasajes, pero ha cerrado media hora antes. Quería comprar Life among the savages, de Shirley Jackson.

Me da un arrebato inexplicable y me pongo a limpiar el baño. El lavabo lleva semanas atascado y hemos probado varias cosas, sin éxito. Nos decidimos a solucionarlo: quitamos el sumidero y sacamos la bola de pelo y jabón. A la hora de la cena está resuelto. Y me parece, de pronto, que es un buen presagio.

 

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(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).


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