Una vez le oí decir a un amigo de mis padres que a medida que te vas haciendo mayor te vuelves cada vez más egoísta. ¿Cómo? ¿Más? Lo dijo como si fuese un hecho evidente y por todos conocido, pero yo tenía veinte años y no lo sabía y me espeluznó la observación. Esperaba que uno fuese abriéndose con el tiempo, que su discurrir nos dotaría de la suficiente confianza en la vida para comprender que no es necesario estar defendiendo mezquina y agotadoramente nuestras cosas, porque si no las perderemos, o para comprender que si las perdemos encontraremos otras, o para comprender que no hay nada que defender. Esperaba también que los más curtidos protegiesen a los más débiles y que llegadas distintas circunstancias todos nos íbamos a acabar protegiendo unos a otros, ya que la verdad es que no se entiende nada de lo que hacemos aquí y en el trato amistoso es donde podemos darnos a entender que estamos en el mismo barco sin estar todo el rato desbarrando sobre conjeturas existenciales como si estuviésemos fumados.
Yo ahora quizá ya esté desbarrando y en el curso del párrafo anterior haya perdido el contacto con la idea del egoísmo, que lo echó a rodar. A lo mejor el egoísmo no es lo contrario de la generosidad, que es lo primero que viene como reverso a la mente. A lo mejor es la concentración en un punto, durante un lapso de tiempo en el que hacemos como si no percibiésemos todo lo demás que nos rodea y bulle, y esa concentración es necesaria para vivir y para relacionarnos, solo que cada cual o en cada momento la aplicamos en objetos diferentes, posiblemente algunos más valiosos que otros. La misión entonces consiste en mantenernos capaces de volver.
Compasión
Tanto leyendo a Alan Watts (definido por Aldous Huxley como una mezcla de místico y vendedor de coches usados ─”me ha calao”, se sonrió Watts─) como al benedictino alemán Anselm Grün me he topado con un discurso que Jung les dio a unos teólogos suizos, en el que acababa diciendo que la compasión más difícil de experimentar es la compasión por uno mismo, y que en realidad ese es el mendigo, el desahuciado y la prostituta que los evangelios nos animan a abrazar. Dice Jung que estamos dispuestos a prestarles a los demás una ayuda que muchas veces no nos prestamos a nosotros. Y que, más que con la generosidad o con el espíritu de sacrificio, esa reserva tendría que ver con la dificultad de reconocer que nosotros, ¡al contrario que los demás!, tenemos necesidades.
A menudo la compasión por uno mismo, la del tipo que mencionan Watts & Grün & Jung, llega como estadio avanzado de un proceso que nos ha llevado a un culo de saco. Nos hemos metido bien sin darnos mucha cuenta, bien no pudiendo recular a pesar de que veíamos el muro en lontananza, cada vez más grande. Ya no quedan muchas tácticas que aplicar. Ya te has enfadado mucho por tu estupidez (con otro no te enfadarías tanto). No parece que haya mucho más que hacer que aceptar el estado de las cosas, para empezar. Como todo esto tiene que ver con la rendición, me encuentro acordándome ahora de la Balada de la cárcel de Reading, del corazón rotoy de las rosas rojas y blancas que nacen de la tierra donde yace el infame ejecutado que todos desprecian. Y entonces un poco más allá me acuerdo del pasaje de De Profundis, grandísimo cabreo, en el que Oscar Wilde recuerda a aquel hombre que, cuando él marchaba esposado entre dos policías que lo llevaban de la prisión a la corte donde lo estaban juzgando, levantó con gravedad el sombrero a su paso: “Aún hoy no sé si sabe que me di cuenta de su acción. No es algo que uno pueda agradecer formalmente, con palabras formales. Lo guardo en la cámara de los tesoros de mi corazón. Lo conservo ahí como una deuda secreta que me alegra pensar que no podré reparar nunca. […] Allí donde la sabiduría me ha resultado inútil, donde la filosofía ha fallado y los proverbios y las frases de los que han querido consolarme han fracasado, el recuerdo de ese modesto, tierno y silencioso acto de amor ha abierto para mí los sellos de todos los pozos de la compasión”.
Salúdate con el sombrero cuando te veas pasar.
Cansancio
Encuentro a todo el mundo muy cansado, lo que no es de extrañar porque hace mucho calor y es el final de curso y todos los autónomos tienen mucho sueño y están desquiciados y seguramente no van a tener vacaciones y los padres no saben qué hacer con sus hijos, y si les preguntase a los hijos me imagino que me dirían que no saben qué hacer con sus padres. Cuando habla, todo el mundo habla de que no tiene tiempo y de que no puede más. Un amigo me enseñó los libros que se había comprado en la Feria del Libro y me dijo que calculaba que iba a poder empezarlos en el verano de 2023.
Aun estando tan cansados nos reunimos y nos contamos lo cansados que estamos, y descubrimos que también los demás se dan cuenta de que si estamos tan irascibles y tan torpes es porque estamos agotados y a veces la conversación se convierte en una ensoñación compartida en que cada cual expresa su sencilla visión talismán: tumbarse a dormir debajo de un árbol, bañarse en la playa, podar un rosal.
El cansancio nos pone en un estado alucinatorio que nos entorpece pero también a veces propicia revelaciones.
Hay incendios horribles y la sandía está a precio de caviar. Aquí es la naturaleza la que ha dado una tregua: ha bajado la temperatura y hasta corre una alegre brisa que mueve los árboles y por la ventana llega un olor fresco a hojas verdes.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).