Tres calas en el pudor infantil

Tres escenas de infancia en las que el pudor fue tan determinante como inexplicable: comprender nuestros sentimientos es un aprendizaje de años.
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Una tarde, cuando yo era muy pequeña, me llevaron a una fiesta de cumpleaños en la que no conocía a ningún niño. La relación de amistad era entre los adultos. Los otros niños parecían conocerse entre ellos y no tardaron en ponerse a jugar, a correr y gritar, contentos de estar juntos en una tarde en que la autoridad se mostraba permisiva. Yo estaba sola entre aquellos desconocidos, pero algo me hizo alegrarme de haberme librado de la vigilancia de los mayores. Entre los platos donde nos esperaba la merienda, los sándwiches y las patatas fritas, había también unos cuencos llenos de bolas de chicle de colores. Una abundancia de ensueño. A mí casi nunca me dejaban comer chicle, pero allí se me ofrecía un cuenco inagotable, vibrando de infinito pop. Nadie me dijo nada cuando eché mano al tesoro, y me dediqué a meterme en la boca cuantas bolas pude. Cuando la masa se quedaba sin sabor, cogía más bolitas. Llegó el momento en que no me cabían más en la boca. Después de un rato de cavilación en que no conseguí reunir el valor para preguntar a nadie, pues todo el mundo parecía estar a otra cosa, dónde podía deshacerme de ese emplasto para el que nadie había dispuesto un recurso de evacuación, y como no me parecía bien dejarlo ahí tirado en cualquier rincón de esa casa donde habían sido tan espléndidos conmigo para que al cabo de las horas lo encontrasen con horror al pisarlo inadvertidamente, resolví metérmelo en el bolsillo de los pantalones, que recuerdo que eran vaqueros. Repetí la operación varias veces. Me lo pasé fenomenal en la fiesta comiendo chicles. Cuando llegué a casa el sentimiento exultante se enturbió un poco, porque cuando descubriesen la masa pegajosa, ¿cómo iba yo a explicar mi, de pronto estaba claro, disparatada idea de habérmela metido en los bolsillos? No recuerdo que me riñesen mucho, pero sí el sentimiento de asombro desazonado en la cara de la adulta que lo descubrió mientras la luz que entraba por la ventana inundaba de blancura el cuarto de plancha.

Recuerdo otra ocasión en que también los bolsillos y unas sustancias que desean ocultarse desempeñan un papel principal. Mientras iba con mis padres y mi hermana pequeña en el coche, me mareé. Al tratar de contener la regurgitación llevándome la mano a la boca, me la manché de vómito. Por alguna razón que ignoro, o bien no dije nada, o bien no me hicieron mucho caso, pero el resultado es que cuando por fin llegamos al pueblo al que íbamos tampoco me fue posible informar de la incómoda situación en la que me veía. Parecía que había que hacer muchas cosas perentorias.  En cierto momento quedó claro que la petición de ayuda, como se estaba retrasando, pasaba a alcanzar los tintes de la confesión. Y ¿por qué confesar que tenía la mano manchada, si no lo había confesado antes? Paramos en casa de una viejecita a hacerle una visita, y luego estuvimos por el pueblo. Hacía calor, pero yo no me quise quitar el abrigo y llevé la mano escondida en el bolsillo durante toda la mañana, en casa de la señora y por la calle, con el vómito ácido ya seco, pero realmente la mano estaba en mi cabeza, pues todo el rato pensaba en ella. Recuerdo que el abrigo era de tela de gabardina, azul y verde.

Una tarde de verano aparecimos en casa de unos amigos, en el pueblo de al lado. Al cabo de un rato, todos los niños de la casa iban a asistir a una fiesta para la que llevaban varios días preparando los disfraces más maravillosos que yo había visto: de fichas de dominó. Fascinantes, estaban hechos a partir de cajas de cartón, con agujeros para sacar los brazos. Ya no daba tiempo a hacerme una ficha para mí, pero con mucho cariño me improvisaron un disfraz bastante digno de gato con botas, con unas cortinas viejas de brocado granate, unas katiuskas y un bigote. Yo estaba contenta de ir en el grupo de los mejores disfraces, aunque el mío fuese diferente. A medida que avanzaba la tarde el cielo se empezó a encapotar; estaba a punto de llover. Mientras correteábamos por el jardín, y las fichas de dominó corrían también como personajes de Alicia en el País de las Maravillas, a mí empezó a preocuparme que la lluvia mojase el cartón de los disfraces y los deshiciese. Quise avisar a las fichas de que estaban en peligro y que quizá convendría resguardarse al menos hasta que se resolviese el concurso en el que ellos merecían el primer premio, pero me daba vergüenza interrumpir el entusiasmo de los juegos con ese sentimiento de preocupación por una cosa que en realidad no me afectaba. Sin embargo, nadie más que yo parecía consciente del riesgo que se corría, así que me sentí responsable de atajarlo. En lugar de decírselo a nadie, se me ocurrió que sería eficaz recurrir a una escenificación en la que alguien debía reparar antes de atar cabos. Así que me detuve, como sorprendida, y coloqué la mano con la palma hacia el cielo, como alguien que quiere comprobar que efectivamente sus sentidos no le engañan, que están cayendo gotas del cielo. El juego y las carreras estaban siendo tan absorbentes que nadie reparaba en mí ni tenía la atención puesta en la lluvia inminente. No me quedaba más remedio que insistir, así que de vez en cuando avanzaba unos pasos, sacaba la mano y miraba hacia el cielo, confiando en que alguien me viese. Y sí, porque entonces se me acercó un niño mayor y me dijo “¡Niña! ¿Eres tonta? Llevas media hora con la manita así, ¡ya hemos visto que va a llover!”.  Aquel imbécil era doblemente impresentable, porque era mayor que yo y porque era uno de los niños de la casa, un anfitrión. Sentí la humillación por todo el cuerpo. 

¿Por qué esconden los niños las cosas en sitios raros? ¿Por qué se comportan como lo hacen? Ahora se me ocurre que aunque algún adulto se hubiese dado cuenta de la vergüenza y la incomodidad que estaba pasando, aunque me hubiese preguntado “¿quieres saber dónde tirar los chicles, quieres que te lave la mano, hay algo que te preocupe y quieras decirles a los demás?”, no habría podido quitármelas de golpe con ninguna explicación cariñosa, porque comprender nuestros sentimientos y acostumbrarnos a relacionarnos con los demás es un aprendizaje de años. Y también porque el pudor defiende nuestro territorio. 

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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