Foto: Cortesía Editorial Sigilo.

El linaje de una pasta rellena

Al escribir su novela Los sorrentinos, la argentina Virginia Higa jugó a ser “la Virgilio de su familia”: creó una mitología propia a partir de la influencia de Natalia Ginzburg y de una pasta italiana inventada en la provincia de Buenos Aires.
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Para muchos latinoamericanos, visitar Europa no representa solo una cuestión de turismo, de ver en persona esas ciudades y paisajes que hasta entonces habían visto en fotos, cine y televisión. Para muchos es un viaje al pasado, a las tierras de origen de su propia familia, un encuentro con imágenes y sonidos y texturas y olores y sabores que forman parte de historias que han oído contar desde que tienen memoria.

Algo así le pasó a Virginia Higa (Bahía Blanca, Argentina, 1983) hace poco más de un lustro, cuando conoció Sorrento y Nápoles y otros sitios del sur de Italia. En la estación de Roma compró Léxico familiar, de Natalia Ginzburg, se puso a leerlo en el tren y se enamoró de ese libro. “¡Ay, yo quiero hacer algo con este entusiasmo!”, se dijo. Lo que hizo fue empezar a escribir escenas protagonizadas por familiares suyos y que transcurrían en el restaurante que uno de ellos tenía en Mar del Plata. Esas escenas terminarían convirtiéndose en Los sorrentinos, su primera –y por ahora única– novela, publicada por la editorial Sigilo a mediados de 2018.

La influencia del libro de Ginzburg es clara en el de Higa. Las palabras y frases que conforman un código familiar privado y secreto son uno de los pilares sobre los que se sostienen ambas estructuras. “Esas frases son nuestro latín”, escribió la autora italiana y es el epígrafe de la novela de la argentina. Expresiones que se van amasando y cociendo a lo largo del tiempo hasta que dan como resultado un concepto que todos los miembros del grupo entienden pero no pueden explicar ni traducir. Quizá la única forma de definirlas sea la que eligieron ellas: escribir una novela.

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Cualquier argentino sabe qué son los sorrentinos: “Una pasta redonda, rellena”, describe la novela en su segundo párrafo, “una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta, suave como una nube, rellena de queso y jamón”. Lo que no está claro es quién los inventó. Hay muchas versiones. Todas coinciden en los comienzos del siglo XX, en Mar del Plata –la ciudad más turística de la provincia de Buenos Aires y de toda la costa atlántica argentina–, en alguna de las tantas trattorias que los inmigrantes italianos instalaron allí. Pero no hay certezas de en cuál.

La de Higa es una de esas versiones, la que asegura que los sorrentinos fueron una creación de su familia. “Me gustaba la idea del mito –me cuenta la autora por Skype desde Estocolmo, la ciudad donde vive desde hace casi tres años–. El origen de los mitos siempre es un poco incierto. Hay gente que defiende cada una de las versiones… Y que hubiera un mito con algo así me parecía muy divertido. También me sentía un poco como la Virgilio de mi familia, creando su origen mítico: un linaje para una pasta rellena, que es un poco ridículo. Es divertido, como un juego. La literatura también sirve para eso”.

El protagonista central de la novela es el Chiche Vespolini, patriarca de la familia, dueño de la Trattoria Napolitana (“el primer restaurante en el mundo en servir sorrentinos”), mejor exponente del léxico de su propia familia: catrosho, chinaso, papocchia, sciaquada, mishadura. Pero la novela no es solo el Chiche: por sus páginas desfilan un buen número de hermanos, sobrinos, cuñados y otros parientes que van dejando su impronta en el lector. Los sorrentinos es un gran retrato de familia y una novela de personajes entrañables.

El Club Carbono, un grupo online que todos los meses comenta un libro, dedicó su lectura del mes pasado a la novela de Higa. Sebastián Lidijover, el responsable del club, armó un fabuloso árbol genealógico con la familia de Los sorrentinos. Quienes leyeron la novela pueden, en este enlace, divertirse recordando a los personajes y sus peripecias; para quienes no la leyeron aún, es la posibilidad de asomarse y echar un vistazo a su microuniverso.

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Higa ha explicado en diversas ocasiones que, en efecto, Los sorrentinos está basada en su propia familia. Su intención inicial, según contó en una entrevista, era hacer un documental sobre el Chiche y su restaurante. Pero se dio cuenta de que no sabía cómo hacer un documental. En enero de 2015 el Chiche murió, un hecho que fue noticia en los medios marplatenses, y entonces Virginia, que había estudiado Letras, asistía a talleres literarios (en ese momento, al de Federico Falco, quien la alentó mucho en la escritura de la novela) y poco antes se había cruzado con el libro de Natalia Ginzburg en su viaje a Sorrento y Nápoles. Empezó a escribir aquellas escenas que transcurrían en el restaurante.

¿Pensó la autora, durante el proceso de escritura y publicación de la novela, que alguien de su familia podría enojarse o que la obra podría originar crear algún problema? Explica que nunca tuvo un miedo real, un poco porque tenía claro que lo que escribía era una ficción, y además lo hacía “con mucho cariño”, y “esperaba que eso se notara”. Pero en el fondo algo de preocupación sí albergaba. “Tenía muchas preguntas sobre cómo iban a reaccionar –admite–. Me sentía un poco una traidora por contar esta historia que era tan familiar, exponer todas esas palabras, esas anécdotas… Me sentía una traidora, así que me escapé a otro continente”. Y se ríe fuerte al decirlo.

Virginia Higa se mudó a Suecia porque a su pareja le ofrecieron trabajo allá y quisieron probar cómo era vivir en otro país. Antes, además de en su Bahía Blanca natal, ella había vivido en Mar del Plata, en Río Tercero (provincia de Córdoba, Argentina) y en Buenos Aires. Trabajó en editoriales independientes de la capital argentina como La Bestia Equilátera, Entropía y Sigilo. Ahora, en Estocolmo, trabaja como traductora y da clases de español. Tras su aporte a la mitología familiar en forma de novela, en octubre pasado hizo otro, la más concreta contribución que se puede hacer a la familia: fue madre.

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Además de Guinzburg, otra de las grandes influencias para Higa ha sido Hebe Uhart. En sus talleres literarios, esta gran escritora argentina destacaba la importancia de retratar en la escritura “cómo habla la gente” (lo cuenta Liliana Villanueva en su libro Las clases de Hebe Uhart, de 2015). Ponía como ejemplo la respuesta de alguien a quien ella le preguntó si tenía perro: “Unito”. O la declaración de una mujer que trabajó en su casa: “Yo voy por la vida sin pordelantear a nadie”. O lo que otra mujer le dijo una noche: “Viera como loquean las estrellas”. O cómo describió un paisano a otro que se cayó del caballo, en alusión al cielo estrellado: “Se quedó mirando las astronomías”.

Higa, quien también participó de los talleres de Uhart, explicó en una entrevista que ella ayudaba a “encontrar una mirada”, a descubrir la “esencia” de lo que uno quería decir, a que los textos crecieran en “riqueza de observación”. ¿Cómo lo hacía? “No se metía con cuestiones de estructura o género –me dice–, sino que agarraba detalles muy chiquitos de lo que uno había escrito y decía: ‘Más de esto’. O te subrayaba algo y ponía al lado una crucecita y escribía: ‘Muy bien’. Esa era su forma de encontrar la mirada. De hecho, los detallitos que señalaba eran siempre lo mejor de los textos, cosas que después podían crecer y dar al conjunto un carácter más personal, podían mejorarlo mucho”.

Uhart acompañó a Higa en la presentación de Los sorrentinos, en junio de 2018, en Buenos Aires. Murió tres meses después. Tenía 81 años. Ahora lo que más siente Higa por ella es gratitud: “Por que ella aceptara presentar el libro, por haber podido estar en sus talleres, por haberla conocido”.

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Por ahora, no hay mucho más de Virginia Higa que podamos leer. Una crónica de viaje en una antología. Un cuento publicado en el blog de Eterna Cadencia, titulado “Tomiko”, vinculado con la otra rama de su ascendencia, la proveniente del Japón. Y sus traducciones: la flamante editorial Chai, con sede en San Javier (Córdoba, Argentina), publicó el año pasado Ocho, un libro con dos largos cuentos de la estadounidense Amy Fusselman, y en estos días está lanzando Tundra, versión en castellano de The word for woman is wilderness, primera novela de la inglesa Abi Andrews. Y también tradujo una serie de cartas entre Virginia Woolf y Victoria Ocampo, que publicará la editorial Rara Avis.

Está escribiendo algo, cuenta, “pero muy lentamente”. Algo bastante diferente de Los sorrentinos, en un tono más ensayístico, sobre la vida en Estocolmo. “Pero sí, me gustaría escribir otra novela –aclara–. Tengo unas ideas ahí, dando vueltas, así que en algún momento van a cuajar”. Eso será dentro de algún tiempo, cuando deje de estar como dice que está ahora, lógicamente: “un poco absorbida” por la maternidad.

Un montón de veces le preguntaron a Virginia Higa si hace sorrentinos. La respuesta es no. Dice que conoce la receta para hacer la masa mágica, “suave como una nube”, pero que hacerlos sería “demasiada presión”. Nosotros, los lectores, nunca conoceremos la fórmula secreta, ese secreto mucho más íntimo e inconfesable que el léxico familiar; nunca, tampoco, volveremos a comer sorrentinos de la misma forma después de leer esta novela. Y aunque siga habiendo muchas versiones sobre el linaje de esta pasta rellena, elegimos el bando del Chiche. Elegimos creer.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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