Foto: Rodrigo Fernández / Wikimedia Commons

Entrevista con Alan Pauls: “Leer es una especie de adicción feliz”

Con motivo de la publicación de Trance, su libro más reciente, el autor argentino habla acerca de las primeras lecturas, su fascinación con Manuel Puig y el amor en tiempos de las redes sociales.
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Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) es crítico de cine, profesor universitario, autor de ensayos, guionista y narrador. Antiguo discípulo de Ricardo Piglia, en 1984 arrancó, con El pudor del pornógrafo, una carrera prolífica en torno a las letras que ha sido reconocida, entre otros premios, con el Herralde, que obtuvo en 2003 por la novela El pasado.

En un café situado en una esquina invernal de Buenos Aires, el escritor, que mantiene un halo de misterio y todavía reniega de las redes sociales, habla acerca de su pasión por lectura, que dio origen a Trance (2018). Publicado por Ampersand en Argentina, el libro en tono de ensayo se puede recorrer por orden o al azar, a través de un glosario de arbitrarios disparadores. “La lectura es transfusión de sangre, shock eléctrico, posesión”, dice Alan Pauls al reflexionar acerca de este hábito, que lo define como escritor y al cual coloca en el núcleo de su interpretación del mundo.

En el libro, hablas de la lectura casi como una obsesión, un fanatismo.
No diría que es una obsesión, es algo que no incluye ninguna veta de displacer: la obsesión siempre tiene un costado inquietante, de zozobra, como si el vicio y el placer fueran lo mismo. Leer es una especie de adicción feliz, sin efectos colaterales.

La lectura está asociada a ese deseo que te causaban los libros aun antes de saber leer.
Sí. Como creo que le debe pasar a todos los escritores y a los que se dedican a escribir, muy pronto los libros fueron objetos muy rendidores. ¿Cómo algo tan pequeño y tan simple y tan portátil, y tan barato, puede abarcar tanto? Hay una desproporción entre la materialidad del libro y el mundo que se te despliega, que es como imbatible. Esa experiencia uno la hace muy rápido. Así como yo era un dibujante muy libre, de chico, la sensación increíble de que te dan una hoja de papel y un lápiz, uno no se daba cuenta entonces, pero eso era tecnología. No todos los chicos vuelven a lo que dibujan, esa es la operación alarmante que puede hacer que eventualmente te dediques a eso o tengas una relación de grande. 

Buscaba en Trance cuál es esa primera lectura que te marcó. Hablas de los comics, de Superman o El eternauta, ¿hay alguna en particular?
Recuerdo aun más lo que me leían a mí. La experiencia que uno tiene como lector cuando todavía no puede leer. Cuando es leído por otro. La voz del otro leyendo, el tiempo material que te leen, la situación en la que te leen. El efecto general de esa experiencia, que es muy increíble si uno la piensa. Uno la da por sentada pero no es obvio que eso pase por natural. Al mismo tiempo me parece que depende mucho de eso tu relación con los libros y con la lectura. Es una situación muy pasiva.

¿Piensas que el hábito de la lectura es algo innato? ¿O tiene que ver con los estímulos?
Creo que tiene que ver con los estímulos, no creo que sea nada innato. Es la primera experiencia cultural, son elementos tan ligados a culturas, tradiciones, historias, sociedad, civilización. Mi abuela alemana trasplantada a la Argentina, en los años 60, me lee lo mismo que le leían a ella cuando era chica, supongo para preservar algo de la lengua que ella ya sentía que con su propio hijo, mi padre, se estaba perdiendo, porque mi padre lo único que quería era ser argentino y no alemán. 

¿Hubo momentos de miedo, de terror? 
Bueno, me acuerdo mucho de esa sensación de siniestro, con toda esa literatura “para chicos” alemana, muy popular, que era lo que me leía mi abuela alemana. Siniestro en el sentido más freudiano de la palabra, muy atractiva, familiar, reconocible, y al mismo tiempo de temor, miedo, amenaza. Tuve un momento de mucha perturbación con un personaje de cómic que me provocó una obsesión, que mi padrastro de entonces resolvió quemando conmigo las revistas de historietas que protagonizaba un monstruo que se llamaba Gorko. Era una especie de masa gigantesca que avanzaba sobre ciudades pisando edificios. Me despertaba todas las noches con pesadillas. Me llevó un día, teníamos una casa con chimenea y yo tiré una a una todas las revistas y evidentemente funcionó. Pero por lo general no interferían las lecturas con el sueño, me producían plenitud, expansión una especie de euforia.

Es interesante el mundo de los traductores que describes con tanto apasionamiento en Trance. Juan Villoro dice en La utilidad del deseo que solo puedes apropiarte del idioma que traduces si amas ese idioma.
Yo volví a traducir hace unos tres o cuatro años, fue una actividad casi profesional en el sentido de que viví de eso. Recuperé la experiencia de traducir de cuando tenía cerca de veinte años, la época en la que consideré que podía vivir de traducir; después me di cuenta de que era muy difícil porque estaba mal pagado el trabajo. Me lo tomaba en serio, como creo que se lo toman los traductores serios. Que tienen algo muy sacerdotal, algo que reproduce, como el gesto del viejo copista que tenía a su cargo la misión de hacer sobrevivir algo, porque si no copiaba el texto corría el riesgo de desaparecer. No estamos en la era de Gutenberg, y aun así los traductores son más fundamentales que nunca. Por ejemplo, en el mundo editorial, hoy son vitales por una razón sencilla: son los únicos que manejan más de una lengua en el mundo editorial, que es un mundo donde los grandes editores, los que hablaban y leían en cuatro, cinco, lenguas, están desapareciendo, y los que los reemplazan no son editores formados en la misma escuela que ellos, son formados en marketing del libro, en la industria cultural, en los medios. No tienen ni idea de lo que es otra lengua, entonces no tienen ni idea de lo que conviene traducir. Curiosamente, en la época que Google es traductor, los editores, que todavía siguen siendo los que deciden qué literatura debe sobrevivir, dependen mucho de los traductores. 

Se dice que van a desaparecer con el uso de nuevas tecnologías.
Es al revés. Y eso para mí es muy interesante como lógica: cuando uno cree que la evolución de la contemporaneidad tiende a liquidar algo, hay que desconfiar siempre de esa muerte anunciada, hay que pensar de qué modo va a reaparecer, resistir y volver eso que aparentemente la tendencia mayoritaria está liquidando. Pero yo veo cada vez más congresos de editores, festivales literarios que cada vez incluyen más a los traductores. Empieza a haber mesas redondas de escritores y traductores, de traductores entre sí.
Estuve el año pasado en uno de los festivales más antiguos en Suiza (en Solothurn) y me impresionó mucho ver que el sesenta por ciento del festival estaba copado por escritores y el cuarenta restante por traductores. Yo mismo participé de una mesa con mi traductor, al alemán, Christian Hansen, y para mí fue asombrosa, estuvimos una hora y media discutiendo con cincuenta personas la traducción de una novela mía. Era un fragmento de Historia del dinero y para mí era genial. Hay algo de esa fe que me conmueve mucho. Incluso los malos traductores son héroes, porque son también formadores en cierto sentido. Yo prefiero un mal traductor a que no haya traducción, o que sea Google. 

Sueles mencionar a Manuel Puig como una lectura importante para tu vida. ¿Reconoces algo de su estilo en el tuyo? 
No en términos de estilo, pero sí me parece que logré conectar como escritor con una dimensión sentimental que a mí me interesaba de la imaginación literaria; hasta ese momento no me había atrevido a enfrentarme con ella y para mí fue muy crucial. Me hizo pensar que era posible recuperar algo con la densidad, la vulgaridad de lo sentimental. 

No podría haber escrito El pasado si no hubiera pasado por Puig. Iba a decir Proust. Para mí, Puig y Proust están muy ligados. Sobre todo en el sentido de dos escritores que para mí proyectan un plano muy sofisticado, la dimensión de la banalidad y la de la sentimentalidad, lo que acá se llamaría “la cursilería”, que es una dimensión que la alta cultura nunca soportó.
Yo soy un hijo de la alta cultura; y la cultura de masas, de la que también soy hijo, siempre trató lo cursi de una manera, para mí, insatisfactoria. Puig y Proust encuentran una especie de tercera vía, que no tiene que ver con el desprecio culto ni con la adhesión incondicional de la cultura de masas. 

¿Pueden estar en el camino del medio, entre las dos culturas?
Sí, que no es el medio como del justo medio, porque es muy radical, sería como un justo medio que liquida las otras dos opciones, que las vuelve infantiles, prejuiciosas, tontas, poco atractivas. Puig y Proust son muy radicales en ese sentido. No es ni despreciable ni lo único que hay, es otra cosa. Hay algo de sentimentalidad, y banalidad, sobre todo en el mundo contemporáneo, me parece, sobre todo en Proust que es muy visionario, que es radiación pura. 

Para mí Puig funciona extrañamente en yunta con Proust. Yo escribí el libro sobre Puig (Manuel Puig: La traición de Rita Hayworth) a los 25, 26, y leí a Proust a los 30. Para mí hay un continuo entre lo que descubrí leyendo a Puig y cuando leí En busca del tiempo perdido, y es obvio que son dos escritores que nada que ver. Creo que en El pasado hay algo de eso, y en La historia del llanto, en la que me empezó a interesar el mundo vulgar de los sentimientos.

¿Como por ejemplo el vínculo de amor romántico que se desarrolla entre los protagonistas de El pasado
Es más que eso, el tema del amor romántico llevado a un extremo ultraromántico y completamente convencional, que es lo que Proust y Puig inventan. ¿Cómo puede haber una convención que sea radical? Para mí es una lección artística. Te diría que es un género artístico que me interesa mucho. Por eso me gustan los artistas del melodrama. Fassbinder, Visconti. En el melodrama encuentro la combinación perfecta de cómo se puede ser radical trabajando estrictamente sobre la convención. 

¿Está en tus planes escribir otra novela de amor? 
Estoy escribiendo una novela que es una historia de una pareja particular. Una relación a distancia. Supongo que la narración tiene algo de la perspectiva muy omnisciente de El pasado, el narrador es probable que sea el mismo. Los personajes van a ser bastante diferentes, yo creo que es más contemporáneo, por lo menos como lo veo yo a lo contemporáneo desde un lado anacrónico. Me interesa mucho lo que puede brindar la mirada de alguien como yo, nacido a fines de los 50, principios de los 60, de qué pasa con el mundo contemporáneo, sobre todo con el mundo de la comunicación, las tecnologías de comunicación. Es un tema que siempre me interesó, aparece también en El pudor del pornógrafo. Ahí ya pensaba en cómo se comunican dos que se quieren. 

Cambian los medios de comunicación. Ahora es por Whatsapp.
Es un poco eso, uno [el protagonista] que es anacrónico entonces no quiere usar Whatsapp y acepta Skype. Skype ya plantea problemas, entonces ¿qué tipo de relación se puede establecer por Skype? Seguramente es antigua, ya. Pero como es antigua es interesante. Cuando algo muy contemporáneo se vuelve antiguo, es ahí donde me interesa. Como sucede con las series que todos miran. Me da la impresión de que si dejo pasar el tiempo, voy a tener la distancia que necesito para gozar de ese objeto. A mí me gusta gozar de una manera más exclusiva, en ese sentido. Para mantener cierta exclusividad prefiero pasar por viejo choto. Prefiero eso, a participar de la conversación social que no creo que tenga mucho para decir, porque tampoco participo en los medios donde se desarrolla la conversación social. Prefiero consumir eso igual que consumo alta cultura en el MACBA. No es distinguirme, es más cómo usar las cosas. Prefiero usarlas tarde, porque yo sé que las uso mejor. 

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(Buenos Aires) es periodista y locutora. Se especializa en temas de ambiente y sustentabilidad y colabora en diversos medios argentinos.


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