Esta es la tercera entrega de Palabras latinoamericanas, una serie que busca entender el presente de la región a través de la literatura, y viceversa, a partir de palabras clave.
Ignoro si todas las violencias son en el fondo la misma violencia o si cada una de ellas tiene su propia lógica perversa. Ignoro también si intentar explicarlas es buscarles alguna justificación, insertarlas en una racional cadena de causas y consecuencias, como si el terror y la sangre fueran la comprobación de una hipótesis con aspiraciones sociológicas, la prueba irrebatible para fundamentar la conclusión de un artículo académico muy bien indexado y con muchas citas. Ignoro igualmente de qué manera la literatura debe tratar nuestras violencias, o incluso si debe hacerlo. ¿Cómo reaccionar desde la literatura ante la violencia? Todo texto que trata el tema responde de manera implícita a esta cuestión, y por supuesto no hay una sola respuesta correcta. O más bien, no hay ninguna respuesta correcta, pues inevitablemente todas ellas son incompletas: en el mejor de los casos una confesión de impotencia, un lamento reflexivo y sentido, y en el peor, expresiones que pueden interpretarse como producto de un oportunismo cuando menos cuestionable. Lo único que no ignoro es que la violencia sigue allí.
Resumir todas las violencias latinoamericanas y lo que se ha escrito sobre ellas en un texto resulta imposible; ni siquiera sabría cómo abordar esa imposibilidad. ¿Habría que clasificar los diferentes tipos de violencia y a partir de allí analizar qué se ha escrito sobre ellas? ¿Violencia política, violencia contra las mujeres, violencia homofóbica, violencia contra los migrantes, violencia derivada del narcotráfico, desapariciones, tortura, secuestro, violencia sexual? Emprender este catálogo del horror resultaría desasosegante y, suponiendo que fuera posible, implicaría limitarse a enumerar la representación literaria de una variedad incompleta de injusticias y abusos. ¿Habría, entonces, que construir una cronología de la violencia latinoamericana con la esperanza de hallar en ella las claves de su evolución? Este ejercicio partiría de la falsa premisa de que las violencias se suceden unas a otras, cuando en realidad la mayor parte han sido simultáneas. Además, su relato literario tampoco ha sido sucesivo, y las diferentes formas de abordar la violencia, salvo en el caso de algunas obras rupturistas, tampoco respeta periodos y etapas. Seguramente, realizar las dos opciones antes mencionadas es una tarea necesaria, pero antes habría que plantearse una vieja pregunta e intentar responderla para el caso de la América Latina contemporánea: ¿para qué escribir sobre la violencia?
Tradicionalmente, la literatura de la violencia se justificaba con una intención de denuncia. Pero, para que la denuncia sea tal, necesitan existir ciertas condiciones. Para empezar, debe haber una situación grave que permanece oculta y que se quiere comunicar a la sociedad, como ocurre, por ejemplo, en Recuerdo de la muerte (1984), de Miguel Bonasso, o en Guerra en el paraíso (1991), de Carlos Montemayor, que intervinieron para asentar y difundir una verdad que no acababa de ser creída, la de los crímenes de Estado cometidos por los ejércitos mexicano y argentino en el marco de la lucha contra las guerrillas izquierdistas. Incluso, el informe Nunca más (1984), que recopila mediante insoportables testimonios las atrocidades cometidas por la dictadura militar argentina, y en el que no por casualidad intervino el novelista Ernesto Sabato, puede ser leído como la obra cumbre de denuncia de este periodo, tanto por sus consecuencias sociales –probar con contundencia los crímenes de Estado y convencer a la sociedad argentina de que nunca debían repetirse– como por su efecto literario –es imposible no conmoverse y enfurecerse tras su lectura–. Por otra parte, para que un texto de denuncia sea posible, tiene que haber un represor y un reprimido claramente diferenciados; un victimario y una víctima tan claros que no haya dudas a la hora de tomar partido, o que obliguen a tomarlo.
Esto no ocurre en la actualidad; dudo que una sola persona se entere, crea o entienda la gravedad de la violencia en América Latina al leer una novela o un poemario, pues, ya sea a través de los medios tradicionales o de las redes sociales, si algo no falta es información sobre nuestro horror cotidiano. Además, si bien las víctimas de la violencia contemporánea se encuentran tan desprotegidas y son tan inocentes como las de toda la historia, resulta difícil delimitar un victimario que encarne por sí mismo una condición casi pura de maldad sin que él también sea a la vez víctima de la violencia que ejerce. A diferencia de los empresarios caucheros en La vorágine (1924) o de las fuerzas represoras del Estado en el informe Nunca más, los perpetradores de las violencias latinoamericanas más salvajes son el resultado de dinámicas sociales fallidas y de ambientes tremendamente violentos que, sin que esto sirva de justificación ni los vuelva de ninguna manera inocentes, no se pueden pasar por alto. Tal es el caso, sin ir más lejos, de los centenares de miles de latinoamericanos que integran los cárteles del narcotráfico del continente y que son capaces de cometer las acciones más brutales, quienes muy probablemente morirán en un acto igualmente brutal y cuya existencia sería inconcebible si la sociedad hubiera planeado alguna alternativa de vida para ellos.
De hecho, para que exista una literatura de denuncia se necesita poder denunciar a alguien, ya sea una persona o una organización, y en las dinámicas contemporáneas de la violencia de América Latina, por más que memoricemos nombres de capos y de políticos y de cárteles y de partidos, ese alguien es difuso e intercambiable. El primero y quien mejor ha sabido ver ese carácter anónimo o universal de la violencia fue el colombiano Evelio Rosero, quien en Los ejércitos (2007) describe el arrasamiento de un pueblo colombiano que tiene la mala fortuna de existir en una zona de disputa entre dos grupos armados; aunque justificar su exterminio por una peculiaridad geográfica es encontrar una lógica donde en el fondo, más allá de los partes de pequeñas batallas diarias y ubicuas en que se ha convertido la prensa, no la hay: el pequeño pueblo es arrasado simplemente porque tiene la mala fortuna de existir.
A diferencia de todas las novelas sobre el narcotráfico o los grupos armados que se habían publicado anteriormente, que se regodeaban con su conocimiento de esos mundos o que explicaban sus combates con la sabiduría de un experimentado militar ante un mapa bélico, Rosero renuncia a explicar e incluso a nombrar a los grupos armados. Para él, da lo mismo si se tratan de guerrilleros, de paramilitares, de narcotraficantes o incluso del ejército nacional; lo único importante es que alguna de esas organizaciones –o más bien todas, en una complicidad sellada por encima de sus disputas– desaparece un pueblo de la selva y masacra a sus habitantes. En Los ejércitos, ya ni siquiera la denuncia es posible; lo único que queda es la impotente constatación del exterminio de los habitantes de un pueblo por bandas armadas que encuentran en el asesinato su única y auténtica razón de ser.
Pero para llegar a esta maldad metafísica o cotidiana, despojada de todo cálculo estratégico y convertida en estilo de vida, hubo que recorrer un largo camino, o mejor dicho, que desandarlo. Hasta hace unas tres décadas, la violencia, al menos la más visible, documentada y representada en el arte, el entretenimiento y la propaganda, tenía una lógica, la de la política, vista desde la inmediatez, y la de la historia, vista con mayor perspectiva.
La historia es un intento logrado de dotar de narratividad y coherencia a una extensa serie de episodios violentos. Esta afirmación, por reduccionista que sea, parte de un supuesto igualmente cuestionable: la violencia, si bien aberrante y condenable, tiene un significado y un propósito. Esto es válido, por ejemplo, para explicar la segunda mitad del siglo XX latinoamericano, tan revolucionario y reaccionario, atrapado entre el terror maoísta de Sendero Luminoso y el terror de Estado de las dictaduras militares, cada uno convencido de que sus “excesos” –frecuente eufemismo de quienes hasta la fecha siguen negando los crímenes– estaban justificados por un fin superior. Con la llegada de las democracias, parecía que alguna lección se había extraído de toda esa sangre: quedaba claro que las urnas eran la única forma válida de conquistar el poder y que nada, absolutamente nada, justificaba los delitos de lesa humanidad que diversos Estados nacionales cometieron en nombre de la patria. Este proceso se inició con la vuelta a la democracia en Argentina en 1983 y concluyó más de treinta años después, con el acuerdo de paz firmado por la guerrilla de las FARC y el gobierno colombiano en 2016, pasando entremedias con la normalización democrática de Chile, Perú, El Salvador, Guatemala, Uruguay e incluso México. Con su culminación llegaba también a su fin la violencia política, racional en su orgía de sangre, y el continente se preparaba para disfrutar de una nueva etapa de paz.
No obstante, la violencia de signo político se olvidó rápidamente de las proclamas y las reivindicaciones para volverse, en una primera etapa, simplemente delincuencial, y ya después para articularse y crear grupos bien organizados que funcionan como grandes empresas o pequeños estados en los que el horror constituye el modelo de negocio o el plan de gobierno. Dos novelas supieron ver esta transformación mientras ocurría: El arma en el hombre (2001), del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, y El material humano (2009), del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, cuentan, respectivamente, el paso de un militar salvadoreño a las filas de la delincuencia y el secuestro de civiles cometido por la guerrilla guatemalteca para financiar la revolución y, mientras esta triunfa, enriquecer a sus líderes. La trama de las novelas parecería extrema, pero la realidad pronto se encargó de ratificarlas si se piensa en que fueron los kaibiles guatemaltecos –militares expertos en el combate contra los guerrilleros– quienes adiestraron a los cárteles mexicanos más sanguinarios o en las guerrillas colombianas que hicieron del secuestro se principal método de financiación.
Ambas novelas cumplen otro propósito de la literatura de la violencia, el de intentar entender. Al leerlas, queda clara la facilidad con que las fuerzas del Estado y los grupos guerrilleros pasaron del enfrentamiento político a las actividades delincuenciales, algunas veces incluso conformando alianzas, en lo que no dejó de ser una irónica muestra de acatamiento de los acuerdos de paz que decretaron el fin de las hostilidades entre dos bandos enfrentados, sin garantizar de ninguna forma que esto significara el fin de la violencia.
No obstante, si una novela puede iluminar algún punto de la actualidad más oscura del continente para tratar de entenderlo, pronto llega la sinrazón y la certeza de que hay mecanismos sociales que dejaron de serlo para dar espacio únicamente al caos y la destrucción. Tal es el caso de Temporada de huracanes (2017), de la mexicana Fernanda Melchor, a quien no le interesa elaborar un estudio de la evolución de la violencia, ni siquiera entenderla, sino observarla en algunas de sus expresiones más ignoradas –lejos de la falsa épica de los grandes cárteles–, pero presentes a lo largo del territorio de México y de buena parte de Latinoamérica.
La violencia de Temporada de huracanes es tanta y de tantas índoles que resulta imposible categorizarla: machismo, transfeminicidio, narcotráfico, explotación sexual, delincuencia común. Quizá por ello, y por desechar cualquier ambición sociológica o histórica, esta novela logró capturar como ninguna otra el espíritu de la crueldad, de la podredumbre social y de la pobreza que domina buena parte de la América Latina contemporánea. Mediante una voz torrencial, una estructura compleja que dota de coherencia al relato al tiempo que lo convierte en una única escena, como si se tratara de una terrible pintura, y una virtuosa reelaboración del español popular de Veracruz, el narrador de Melchor, concreto y específico como ningún otro, hizo una gran abstracción del signo de nuestra época: cuando en el futuro quiera saberse cómo era la Latinoamérica de inicio de milenio, cuando el Estado renunció a proteger a la población que justificaba su existencia, tendrá que leerse Temporada de huracanes. En este caso, consciente de que hay acciones y situaciones que no se pueden entender, la literatura funciona para capturar un instante de ficción –en este caso, el asesinato de una bruja en un pueblo de Veracruz, el único personaje que en algún momento dado muestra algo de compasión por sus semejantes– que condensa la realidad de un continente obstinado en destruirse de la manera más brutal.
La violencia también evoluciona, se renueva y encuentra nuevas maneras de cometer los viejos horrores. La literatura, sobre todo de la mano de Mónica Ojeda, reflexiona sobre estas atroces novedades que se desarrollan y extienden a una velocidad vertiginosa. Nadie como la escritora ecuatoriana ha explorado estas nuevas formas de violencia, sobre todo las que se alían con la tecnología y el mundo digital, para esparcir y profundizar el horror de manera más efectiva. Ya en su primera novela, Nefando (2016), con elementos tomados desde el mundo académico al gamer y el de la pornografía, construía una escalofriante trama donde las tecnologías digitales y las plataformas de video se constituían en medios idóneos para acometer nuevas violencias sexuales con una crueldad y un alcance inimaginables hace pocos años. Ojeda ha continuado esta indagación y, por ejemplo, en el cuento “Soroche” (2020), muestra la violencia sexual y machista que un hombre inflige a su pareja al publicar un video con una escena sexual, pero también reflexiona sobre la violencia a la que las personas someten sus propios cuerpos al compararlos con el modelo de belleza hegemónico que se impone todos los días a través de esas mismas plataformas y medios digitales. De esta forma, Ojeda muestra que la mayor parte del contenido que se viraliza por las redes es violento de una forma aparentemente amable o descaradamente despiadada, y en medio de todos esos mensajes destructivos nos encontramos nosotros, los usuarios, víctimas y victimarios de estos oscuros intercambios.
Partiendo de la noción de que la literatura es una obra colectiva, ella misma se interroga sobre la forma en que debe enfrentarse a las temáticas más difíciles. Gracias a esto, las respuestas son múltiples y complementarias, al igual que los propósitos y los efectos que produce en el lector. Para ejemplificar los distintos abordajes a una clase de violencia, resulta interesante pensar en las obras clave que han tratado el feminicidio. Algunas, como Cometierra (2019), de la argentina Dolores Reyes, lo hacen desde un acercamiento fantástico, una vez que los recursos realistas se han revelado inútiles para hacer justicia. Otras, como Páradais (2021), de Fernanda Melchor, o Los divinos (2017), de la colombiana Laura Restrepo, se centran en los asesinos, la primera en dos adolescentes y la segunda en un grupo de amigos adultos de la élite colombiana. Los dos grupos de homicidas tienen poco que ver, por su edad y su condición social, pero comparten la impunidad y el machismo que los impulsa, que les permite cometer los asesinatos y protegerse. Por último, hay dos obras que se han acercado al feminicidio de la manera más dolorosa, abandonando la ficción y contando historias reales. Se trata de Chicas muertas (2014), de Selva Almada, crónica en que la autora argentina investiga tres feminicidios cometidos en localidades cercanas a la suya, y El invencible verano de Liliana (2021), de Cristina Rivera Garza, en que la escritora mexicana narra el feminicidio de su propia hermana, que a la fecha permanece impune. Es justamente la rabia que provoca esa impunidad y el desconsuelo de la naturalización de estos crímenes lo que relaciona a las cinco obras, más allá de la temática común, y lo que desde el relato fantástico o el autobiográfico tiende los puentes más desoladores con la realidad.
No toda la literatura se propone, como sí lo hacen las obras mencionadas en el párrafo anterior, erigirse en un acto de rebeldía contra una injusticia persistente. Hay novelas que utilizan la violencia para construir obras correctas, algunas excelentes, incluso, cuya intención no es denunciar, entender, capturar un tiempo, reflexionar o rebelarse, sino simplemente escribir una buena novela que sirvan como entretenimiento o, en los mejores casos, como un producto capaz de generar un goce estético a partir de los materiales más abominables.
Seguramente a este grupo pertenecen la mayoría de los textos escritos no sobre la violencia latinoamericana, sino a partir de ella, empleándola como un contexto sugerente para situar tramas trepidantes y retratar ambientes cinematográficos. Estos textos suelen focalizar en alguno de los puntos más folclóricos o llamativos de la violencia latinoamericana, como sucede en dos de los mejores, Trabajos del reino (2004) y Fiesta en la madriguera (2010), de los mexicanos Yuri Herrera y Juan Pablo Villalobos, respectivamente, ambos pertenecientes a la novela del narcotráfico. La primera se centra en la figura de un compositor de corridos que vive en la casa de seguridad de un capo, no tan alejada del imaginario del palacio medieval, mientras que la segunda narra el capricho del hijo de un narcotraficante que pide de regalo un hipopótamo negro. De la primera destaca la preciosa prosa de Herrera y de la segunda, las situaciones divertidas e incluso entrañables que se desatan a partir de la relación del niño con su rotunda mascota; sin embargo, tras décadas de violencia cada vez más cruel, ambos textos encuentran sus límites en un acercamiento atractivo pero superficial a una realidad bastante compleja y triste, para convertirla en simple materia de entretenimiento o de despliegue estilístico.
Cuando se habla de la violencia en América Latina, todavía suele pensarse en grandes grupos armados, ya sean guerrilleros o narcotraficantes, y en escenas de combate mandadas a hacer para viralizar videos. Ante tanta información transformada en ruido (y viceversa), la literatura tiene la potencia de tomarse un respiro tenso y centrar la mirada en las víctimas, rehuyendo de maniqueísmos y mostrando que la situación es más compleja de lo que se cree, sobre todo cuando se abandonan las explicaciones colectivas y el interés recae en las personas, en su paradójica y trágica individualidad. Porque la literatura sirve, a veces, para aclarar las cosas, y otras para complejizarlas, como lo hace Brenda Navarro en Casas vacías.
Navarro cuenta dos historias, la de una mujer a la que le roban a su pequeño hijo, y la de la mujer que lo roba para poder ser madre y construir lo que nunca ha tenido: una familia. Con este planteamiento, las cosas no pueden ser más claras sobre quién es el victimario y quién la víctima. Sin embargo, a medida que uno lee la novela, la víctima no resulta ser una víctima modelo, tal como se suele exigir, y el victimario tampoco es un ser de una crueldad perfecta, sino una mujer frágil y vulnerable a la que las múltiples violencias que ha padecido la llevaron a cometer un delito tan escabroso como robar un niño para poder sanar. Porque hay ciertos contextos en que la crueldad es la única forma concebible de sanar, y eso es lo más terrible que cuenta Casas vacías, además de las muy diversas maneras que tiene una mujer de encontrarse sola, vulnerable y rota. El lector, por su parte, se ve obligado a abandonar cualquier certeza y altura moral con la que hubiera empezado el libro, para rendirse a la evidencia de que la violencia, sobre todo llevada al terreno de la intimidad, es más compleja que el enfrentamiento entre los cárteles del narcotráfico.
Como se ha visto, son muchos los propósitos que persigue la literatura de la violencia, de la tentativa de entender lo incomprensible al acto de rebeldía por las injusticias que solo encuentran una culposa indiferencia por parte de la sociedad, de la reflexión sobre la atroz realidad en la que discurre el presente latinoamericano a complejizar acciones que no pueden ser abordadas con categorías prestablecidas, insuficientes para cada caso específico. Pero más allá del propósito particular de todo texto que no se conforma con aprovechar la violencia simplemente para escribir un buen libro, creo que hay una intención desesperada en todos ellos: conservar la cordura y la humanidad en una época salvaje, en la que la violencia más atroz se ha convertido en un eco permanente de la vida de todos los días y en la que la escandalosa cantidad de víctimas hace olvidar, paradójicamente, que cada una de ellas representa ya una catástrofe irreparable. Ante tal barbarie, a la literatura solo le queda ver, pensar, lamentar, compadecerse y rebelarse. No es suficiente, seguramente, nunca lo será, pero es mejor que atravesar el horror de la cara más violenta de Latinoamérica sin atreverse a contemplarlo. Porque callar sería rendirse definitivamente: dar por hecho lo que nunca debe ser aceptado. ~