Identidades híbridas en la literatura judía

Dos libros que exploran la identidad judía en español y desde Europa, con paradas en Guatemala y Mexicali.
AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

Hay algo obstinado en intentar escribir literatura judía desde Europa. Aquí muchas, si no la mayoría, de las organizaciones judías son fantasmales, buscan la preservación de un patrimonio que ha caído en desuso porque sus usuarios fueron asesinados.

Escribir literatura judía desde Europa y en español representa una complicación mayor, pues hasta hace unas cuantas décadas, el único país del continente en el que se habla esa lengua se encontraba, en las palabras de Alejandro Baer, Judenfrei. La poca literatura judía en español viene de las Américas, y, sobre todo, de Argentina, a donde la mayoría de los judíos europeos emigraron, junto con los nazis.

Sin embargo, recientemente se han publicado dos libros de autores destacados que exploran la identidad judía en español y desde Europa, con paradas en Guatemala y Mexicali, regiones con una minúscula presencia judía.

El primero es Tarántula (Libros del Asteroide, 2024) de Eduardo Halfon, que ganó el premio Médicis a la mejor novela extranjera. Trata sobre un niño judío guatemalteco que asiste a un campamento en Guatemala donde los guías lo atormentan vistiéndose de nazis. El trasfondo es la violencia de la guerrilla en la Guatemala de los ochenta, pero el autor también brinca a su vida actual familiar en Berlín, y al traspaso del trauma judío a la siguiente generación.

Halfon dice que escribe cuentos del largo de novelas. Su enfoque es la acción y sus influencias Hemingway y McCarthy. En otros libros, como El boxeador polaco (2008) y Duelo (2017), explora las historias de sus abuelos polacos y libaneses y la manera cómo esa mezcla identitaria lo sitúa en los intersticios de las categorías nacionales: en cierta ocasión, por ejemplo, es invitado a hablar como autor libanés en una conferencia en Japón.

Lo más valiente del libro fue su tratamiento del bitajón (“seguridad” en hebreo) un programa, presente en muchas comunidades judías, que comienza en la adolescencia pero se extiende hasta la adultez y que busca hacerles frente a los ataques antisemitas por medio de algo así como un sistema de autodefensa. En el libro, algunos de los torturadores y compañeros del niño, en cafés turísticos en París o decadentes restaurantes tailandeses en Berlín, le confiesan, décadas después, haber formado o seguir formando parte de ese organismo.

El segundo libro es La lengua herida (Candaya, 2024), del español David Aliaga, quien fue seleccionado por la revista Granta como uno de los mejores escritores de la década pasada. Escrita en tono intimista y con aire onírico, la novela sigue a P. Coen, un judío barcelonés, de ascendencia italiana, en su viaje a Mexicali en búsqueda de información sobre su abuelo, quien vivió una temporada ahí tras haber sido expulsado de Trieste en la Segunda Guerra Mundial.

Sorprende su exposición de las dinámicas de la comunidad judía en la Barcelona de la posguerra, con su división entre “turcos” (sefaradíes del antiguo Imperio Otomano), pobres, y los askenazis, separados ambos por la calle Diagonal; y la forma en la que logra, por medio de escenas evocativas, atravesar barreras comunales y culturales en Barcelona, Trieste y Mexicali en su acercamiento al origen de la memoria, que sitúa en la literatura. 

En estilo y naturaleza, el libro es lo contrario a Tarántula. Si aquel es una intriga casi policial, la de Aliaga es una rumiación proustiana sobre las telarañas del tiempo, los archivos y las huellas; si el de Halfon se lee cinematográficamente, el de Aliaga parece estar codificado de manera talmúdica, en su manera de entrelazar diferentes tiempos; si Halfon brinca de etapas y geografías, Aliaga las comprime todas en una visita de algunos días.

Al igual que películas como A real pain (2024), de Jesse Eisenberg, o libros como Everything is illuminated (2002)de Jonathan Safran Foer, los libros de Halfon y Aliaga exploran cómo el trauma del Holocausto se materializa en lo ritual, lo social y lo familiar, inclusive dos o tres generaciones después del hecho. Como buena literatura judía, tienen tramas desperdigadas en diferentes geografías y atravesadas por múltiples lenguajes, que a su vez, conforman identidades híbridas y ambiguas imposibles de catalogar.

Pero el lugar físico desde donde se escribe importa. Eisenberg y Safran Foer son judíos estadounidenses que de cierta forma proyectan sus preocupaciones sobre el pasado personal o familiar hacia Europa y el heritage travel (la industria que se ha desarrollado en geografías donde sucedió el Holocausto), del viaje judío en búsqueda de los orígenes. Es el sello de la literatura judía escrita en inglés pues, como mencionan Amos Oz y Fanny Oz en su libro Jews and words (2012), la comunidad más importante de la diáspora es la de Estados Unidos, y su influencia ha sido vital en la manera como se cuenta las narrativas personales y familiares judías (como lo era el alemán a principios de siglo veinte, la lengua de autores como Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Elías Canneti, entre tantos más). La literatura judía en español, en Las genealogías (1981)de Margo Glanz, o Tela de sevoya (2012), de Myriam Moscona, replica esa proyección de los orígenes hacia Europa.

Lo interesante de Halfon y de Aliaga es que hacen el movimiento inverso. Mexicali o Guatemala son para ellos la arena del pasado; es en el territorio americano, y no en el europeo, en el que se juegan y proyectan sus miedos. En el caso de Halfon, a pesar de que la mayoría de sus historias transcurren en Guatemala, ese país es el territorio de su niñez, pues desde que se mudó con su familia a Estados Unidos durante su adolescencia, debido a la inseguridad ocasionada por los secuestros y la guerrilla, ha vivido la mayor parte del tiempo en Estados Unidos y ahora reside en Berlín.

Aliaga, por otro lado, nació y creció en España y, aunque habla con intimidad y verosimilitud sobre Mexicali, la ciudad sirve más bien como una especie de frontera donde su personaje P. Coen, un profesor especializado en comics, hace una reflexión sobre su vida y los silencios de la historia barcelonesa y triestina.

No es casual que en el mundo judío, sobre todo en las generaciones de edad más avanzada, se hable de Europa continental como el pasado (o un cementerio, si se quiere ser más explícito). A excepción de Budapest (Hungría como país es otra historia) y París, lo que antes fueron boyantes centros de intelectualidad judía ahora tienen una fracción de la población judía que llegaron a tener. Pero de ahí viene también el morbo, por decirlo de una manera: de habitar dichos espacios y comprobar que la vida cotidiana continua, a pesar de, o precisamente debido al, carácter insondable del trauma.

Esto lo he comprobado en carne propia. Por azares del destino me casé con una judía austriaca, aunque lo más sensato es decir que es una judía Mittleuropa, pues sus padres no son originarios de ahí, como mucha de la comunidad que reside en Viena –8,000 de los que antes eran 180,000–, sino de Hungría, Rumanía, Ucrania, Polonia o República Checa, según qué tan atrás se vaya en el rompecabezas genealógico.

En el imaginario judío, Viena es la ciudad que recibió a Hitler en el Anschluss,con multitudes eufóricas que se congregaron a escuchar su discurso en el palco frente a la Biblioteca Nacional, donde, dicho sea de paso, he perdido incontables horas escribiendo. A pesar de ser una ciudad tranquila y con una calidad de vida envidiable, para un judío permanece siempre la sospecha de lo que se esconde detrás de las pulcras fachadas.

No sé si hubiera podido soportar mis constantes visitas sin el acogimiento de la enorme biblioteca de mi suegro, en la que se plasma todo lo perdido: siglos y siglos de historia judía alemana, de las cuales ahora se publica con un afán casi taxidérmico, como si los investigadores fueran paleontólogos en búsqueda de las huellas de una especie extinguida.

Pero lo que más desconcierta, algo que reverbera en los libros de Halfon y Aliaga, es la prevalencia no solo del antisemitismo, sino de la cotidianidad. Recuerdo aún mi primer recorrido de Viena, mi futura suegra conducía mientras señalaba a diestra y siniestra: ahí hubo una escuela judía; ahí una sinagoga; ahí un centro comunitario. Y la vida sigue como si nada.

En la visita más reciente, mis hijos brincaban sobre un dragón inflable mientras al fondo se erguía una de las espantosas y monumentales torres de cemento, imposibles de dinamitar, construidas por los nazis para defenderse del fuego aéreo. Algunos días antes empujé su carriola por las calles de Leopoldstadt, la zona de la ciudad, del otro lado del Canal del Danubio, que ha sido durante siglos el barrio judío de Viena.

Esquivaba a inmigrantes de todas partes de Europa del Este y el Medio Oriente, pero también las placas doradas, comunes en muchas ciudades luego del Holocausto y presentes como trasfondo en ambos libros, con los nombres de los residentes que vivían en este o aquel edificio, seguidos del campo en el que fueron asesinados.

Y es que, a pesar de que el pasado es América, los personajes de ambos libros residen, como sus autores, en la Europa del presente. Y es precisamente en esto, en el rescate de la vivencia de una Europa que continúa con su vida cotidiana, entre calles que son fugas hacia las coordenadas de la diáspora, lo que sitúa a estos libros en otra larga tradición judía, la de la resistencia. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: