Aparte de los evidentes desastres inmediatos, a los terremotos se les achacan inmensas consecuencias filosóficas e históricas, del surgimiento de la ilustración a la caída de Somoza. Voltaire escribió su Poema sobre el desastre de Lisboa,inspirado en el terremoto que azotó la capital portuguesa en 1755, para refutar la por entonces popular idea de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, fruto de la voluntad divina; Daniel Ortega y los sandinistas, por su parte, aprovecharon la ineficaz y corrupta respuesta de la dictadura de Somoza al sismo de Managua de 1972 para ahondar su desprestigio. No se me ocurren muchas cosas más que Voltaire y Daniel Ortega tengan en común aparte de la capacidad de aprovechar un terremoto para levantar nuevos sistemas filosóficos o para ganar revoluciones: la tierra tiembla para todos y que cada quien lo aproveche como mejor pueda.
Contra lo que se cree, en el campo de la literatura no sucede lo mismo que en el de la realidad, y los sismos no suelen tener mayor impacto –con la excepción del ya mencionado Voltaire, en caso de que alguien lea hoy el Poema sobre el desastre de Lisboa como literatura y no como la primera serie de acciones que culminaron con la decapitación de Luis XVI, visto así como el más improbable y noble de los damnificados. Pero más allá de la seductora relación entre temblores y revoluciones –que estas vaya que sí dejan y reparten literatura–, la verdad es que el interés literario por los sismos ha sido cuando menos discreta.
No existe un equivalente telúrico a lo que El Decamerón o Los novios son a la peste, a saber si porque ya hay demasiada literatura –y de la peor– en el hecho de que la tierra se sacuda y destruya las ciudades levantadas sobre ella o, por el contrario, si porque el hecho de que el desastre sea natural lo despoja de cualquier componente literario. Para certificar esta ausencia de corpus y de prestigio, le pregunté a Chat GPT cuáles eran las tres obras más importantes inspiradas en sismos. Me respondió que Terremoto en Chile, de Heinrich von Kleist (citada por Juan Villoro en su libro sísmico, cuando todavía no había IA, lo que habla de su erudición), Después del terremoto, de Haruki Murakami (en el comité Nobel no consultan Chat GPT) y El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago, porque, aunque no hay ni la más leve oscilación tectónica en la novela, esta “refleja un temblor simbólico”. Lo único que una IA nunca nos va a decir es la vieja verdad de que muchas veces es mejor decir no sé.
Sin embargo, el terremoto de la Ciudad de México de 1985 parece ser una excepción a las afirmaciones formuladas en los párrafos anteriores. Lo es, con certeza, en lo que respecta a la literatura, por más que Chat CGP no sea un lector frecuente de Elena Poniatowska o de Carlos Monsiváis. Y lo es también, aunque más discutiblemente, en lo concerniente a las consecuencias históricas. Quizás sea demasiado pronto para hablar de estas últimas, aunque, a cuarenta años de distancia, podrán hacerse algunas hipótesis que el tiempo ya se encargará de refutar. Empecemos por lo obvio: con la existencia de la literatura del terremoto de 1985.
Zona de desastre (1987), de Cristina Pacheco, Nada, nadie. Las voces del temblor (1988), de Elena Poniatowska, y “No sin nosotros”, Los días del terremoto 1985-2005 (2005), de Carlos Monsiváis, son ya tres clásicos de la literatura mexicana, entendiendo el rótulo clásico en toda su dimensión: como un texto sobresaliente dentro de su género, leído y apreciado por un gran número de lectores, influyente en la historia de la literatura y susceptible a ser leído de manera distinta en distintas épocas, que es lo que se intenta aquí. Con sus respectivas diferencias, los tres libros se parecen y ejemplifican modélicamente la crónica que se escribía entonces y cuya forma fue una más de las cosas que se llevó el terremoto.
A diferencia de la crónica contemporánea en la que el autor es el centro del relato y el protagonista indiscutible de lo que sea que se cuente, en estas crónicas el narrador insiste en permanecer oculto, invisible, concentrado en su labor de ensamblaje y edición. Son obras casi colectivas, en las que el cronista selecciona, transcribe, mezcla, ordena y edita las horas y horas de entrevistas que el lector adivina que hay detrás. Aunque el acercamiento puede presumir y pecar de objetivo, la realidad es que la simple selección de testimonios es ya una toma de postura –y eso dando por hecho que lo que se escribe de hecho se transcribe–. El ingenio verbal, el humor, la tragedia, la metáfora y la elipsis, la denuncia y la descripción claro que están presentes, pero en boca de quien los dice, a veces con nombre y apellido, otras solo con nombre o con apodo y también de manera anónima, cronista mediante. El efecto quiere ser polifónico y poliédrico, y lo es, y así el lector accede a una reproducción a escala, elaborada con fragmentos reales, de lo que sucedió en los días y las noches del más funesto de nuestros septiembres. Si la novela persevera en recrear y reimaginar el mundo, la crónica pretende resumirlo, en uno de sus instantes más trágicos, para que quepa entre las dos tapas de un libro, labor, si se piensa un segundo, acaso más temeraria y delicada.
No es extraño que los tres libros se asemejen, como se parecen los mejores textos de cualquier género de una misma época pasada. Después de todo, los tres cronistas entrevistaron a las mismas figuras –sobrevivientes, voluntarios, brigadistas, enfermeras, médicos, costureras, reporteros, ingenieros y damnificados de toda clase–, quienes, con palabras distintas, dijeron básicamente lo mismo. Además, los textos que conforman las tres obras fueron publicándose sobre la marcha en diarios y revistas, lo que implica que los tres escritores se iban leyendo unos a otros. De hecho, en el libro de Poniatowska de 1988 hay alguna referencia a textos luego reunidos en el de Monsiváis de 2005, lo que muestra las diferentes vidas de una misma crónica. Entre los muchos méritos que tienen las tres obras, resalta justamente el de haber conservado su inmediatez y actualidad, al tiempo que se leen como un testimonio de un tiempo pasado y quizás olvidado de no haber sido en buena medida por ellas. En los tres libros tiembla dos veces de manera simultánea: a las 7:19 del 19 de septiembre de 1985 y en el acto de la lectura, con la furia del presente y la perspectiva del pasado.
La que mejor oído tiene de los tres es Cristina Pacheco, quien sabía hacer hablar a la gente como hablaba de manera natural y no como se le responde a un periodista. Es, también, la que se permite mayores intervenciones, que por breves que sean sirven para articular el libro y dejan en claro que las voces que se reproducen y las reflexiones a las que se llegan están determinadas por la mirada de la cronista. Por momentos, Pacheco incluso es lírica, pues la Ciudad de México acabó por ser una parte de ella misma, y no podía reaccionar como si nada ante lo evidente: ya nada sería como antes. Y si bien su libro muestra la voluntad de encontrar un equilibrio entre la multitud de voces, es la que mayor protagonismo les da a las costureras.
En el terremoto, se calcula que al menos mil quinientas costureras murieron en los más de doscientos talleres y fábricas que se derrumbaron en la avenida San Antonio Abad. Pero su tragedia había empezado antes, con pésimos salarios y condiciones laborales, y no terminaría después, cuando los empresarios prefirieron rescatar la maquinaria a las trabajadoras y se negaron a seguir empleando o indemnizar a las sobrevivientes. Pacheco las entrevista, denuncia su situación, reporta cómo se transforman de un simple gremio en un movimiento social, las acompaña en la formación de su sindicato, cuenta algunas de sus vidas todas únicas y todas iguales, y concluye, poco optimistamente, que “de la vida miserable y anónima pasaron a la muerte espantosa y anónima que se inscribe, si acaso, en una lista de desaparecidos y termina asfixiada en la fosa común”.
En los mejores momentos de Zona de desastre, y no son pocos, Cristina Pacheco logra la sinécdoque a la que aspira toda crónica: cada uno de sus habitantes se convierte en la ciudad entera y la ciudad entera se personifica en cada uno de sus habitantes. Más que de muertos, desaparecidos y sobrevivientes, de políticos corruptos o rescatistas heroicos, de personas que buscan por morgues sucesivas e infinitas a sus familiares, Pacheco habla de una ciudad que se expresa a través de las voces y los rostros de sus habitantes. Así, por ejemplo, al retratar a una anciana, la confunde con el pedazo de ciudad no que representa, sino que es:
Como ella, el edificio lo ha visto todo y lo ha vivido todo: desde el esplendor de la mansión, la discreta decencia de la privada, el griterío de la vecindad, el sofoco del tallercito clandestino, la penumbra viciosa del cabaret, hasta la escasez de la miscelánea y las inseguridades del zaguán.
Poniatowska, por su parte, aunque también aspire a cierta armonía entre distintos puntos de vista, se acaba centrando en la reacción gubernamental al desastre, encarnada por el extensísimo organigrama que media entre el funcionario de más bajo nivel de la más absurda de las dependencias estatales hasta el presidente. Todos ellos, lo que no deja de ser una cuestionable cualidad, reaccionaron de la misma manera: primero, sin reaccionar; después rechazando cualquier ayuda y, cuando no quedó otro remedio que aceptarla, obstaculizándola; más tarde viendo qué se podía robar y, por último, dando el asunto por cerrado para disfrutar del Mundial de México 86.
La mayor parte de los brigadistas y voluntarios entrevistados por Poniatowska se quejan de lo mismo, de las autoridades, y nadie se salva de la crítica, ni el ejército ni el presidente, quienes, como recuerda ella misma en el libro, eran, junto con la virgen de Guadalupe, las tres figuras intocables para la prensa en el México de entonces. Con valentía, Poniatowska hace ver que no se trató de reprobables reacciones individuales, sino de una política de Estado en la que instituciones enteras estaban coludidas –como los militares en el robo de cajas fuertes de los edificios derrumbados o las autoridades sanitarias en el cobro de extorsiones para entregar los cuerpos a sus familiares– para cometer delitos o para evitar que nadie hiciera nada para que así pareciera que ellas hacían algo, como afirma un voluntario:
El gobierno llegó y no soportó que empañáramos su labor; querían lucirse a costa de lo que sacaban de los escombros, que les enfocaran las cámaras de televisión, hacer un show e incluso los bomberos nos dijeron:
–Muchachos, se bajan todos porque esto se cae de un momento a otro.
Es falso, todavía sigue en pie el edificio. Lo hicieron para que nadie les robara cámaras.
Pero dentro de la tragedia, no todo en Poniatowska es denuncia y rabia: Nada, nadie. Las voces del temblor está abierto a las anécdotas entrañables y al humor (negro), como cuando se recuerda a una enfermera atrapada en los escombros que, frente a la impericia de los rescatistas, ya mejor exigió que le pasaran una cerveza para aligerar la espera; como la anciana que, una vez liberada, se negó a salir del derrumbe hasta que le llevaran un vestido y labial rojo pues ella no era una coscolina cualquiera, o como el hombre que, tras ser rescatado, regresó corriendo a su edificio derrumbado a buscar su televisión, con lo que provocó un nuevo derrumbe y encontró su propia muerte. Asimismo, si Poniatowska critica a todos los sectores que reaccionaron de las peores maneras tras el desastre, también nombra a las empresas que donaron su mercancía a quien se lo pidiera –como el pan de El Globo, el vinagre de Domecq o la ropa interior de Rinbros–, recuerda a los estudiantes que, de la UNAM al ITAM, crearon centros de acopio y brigadas de rescate, y retrata de manera cercana y auténtica, sin caer en ningún momento en la demagogia de sus libros posteriores, a la gente común y corriente que, sin buscar reconocimiento, se dedicó a ayudar de la manera que podía a los parientes, vecinos y desconocidos enterrados por la ciudad que nunca ha dejado de hundirse.
El libro de Monsiváis son dos. El primero, “Después del terremoto: de algunas transformaciones de la vida nacional”, cuenta los principales acontecimientos de México desde el temblor hasta 2005, fecha de su publicación, y no deja de ser un recuento algo burocrático en el que los hechos expuestos no guardan ninguna relación visible con el sismo. El segundo, “Los días del terremoto”, reproduce la crónica que Monsiváis escribió en las semanas posteriores al temblor, y este sí es interesantísimo y de calidad literaria equiparable a los de Pacheco y Poniatowska.
Monsiváis comparte la técnica del fragmento y del ensamblaje casi como un collage, pero es quien más se permite la reflexión desinhibida y extrovertida, con esa maquinaria solo suya de lanzar hipótesis sociológicas, no hacerle el feo a la hilarante cita apócrifa y ver en cada acción, dicho o gesto un símbolo, un síntoma o una consecuencia de un fenómeno de una escala mayor que, trágico y absurdo, siempre nos rebasa. Su objetivo es, como el de ambas cronistas, reflejar la Ciudad de México de las semanas posteriores al terremoto, pero también, desde un principio, identificar en ese tiempo excepcional qué había de realmente de excepcional, más allá de la catástrofe dolorosamente visible, y de saber qué es lo que cambiaría para siempre cuando era obvio que ya nada sería igual. Las conjeturas lanzadas son tantas que calificar a Monsiváis de profeta sería un exceso, sobre todo si se toma en cuenta que cuando atinó en sus predicciones no lo hizo de la manera en que lo hubiera imaginado. Y aquí entramos, con su libro escrito hace cuarenta años, en el resbaladizo tema de qué significó el terremoto del 85 para la sociedad mexicana, más allá del desastre inmediato y espectacular.
La novedad que más impacta e intriga a Monsiváis es el surgimiento de la sociedad civil, protagonista anónima, colectiva y absoluta del sismo y de los tres libros. “¿Qué es la sociedad civil, una parte del Estado, la zona de la autonomía ciudadana o el vocablo sociológico que ante la falta de méritos curriculares del bienamado Pueblo, lo desplaza?”, se pregunta el cronista y no encuentra una respuesta. Fuera lo que fuera y sea lo que sea, el terremoto del 85 marcó la aparición trágica, súbita y espectacular de esa entidad que impulsó el cambio de régimen y la consolidación de la democracia mexicana. Cuarenta años después de su salida a una escena destrozada, puede afirmarse que el protagonismo de esta esquiva sociedad civil terminó, ya sea por un regreso a un estatismo centralizado exigido por el pueblo o por el fin de una democracia fugaz que habría durado de 1997 a 2018.
Este proceso no se dio de manera aislada, sino que fue una parte de la crisis que el concepto mismo de Estado conoció desde entonces y que se aceleró debido a la disfuncionalidad con que se hizo presente y sobre todo ausente durante el sismo. Monsiváis no pasa por alto que “la iniciativa privada aprovecha el viaje y exige la ‘reprivatización de la sociedad mexicana’”, lo que conseguiría en la década siguiente. Mientras la sociedad civil construía sus instituciones y las empresas públicas eran privatizadas, el Estado retrocedía, repudiado por la ineficacia que encontró en el terremoto su expresión más trágica (“El Estado no tiene capacidad ni para gobernar ni para construir”, sentencia una damnificada en el libro de Poniatowska). Hoy el Estado, ese viejo ogro filantrópico, parece haber superado sus traumas y recuperado la confianza en sí mismo, y si bien un regreso a la realidad de la víspera del 19 de septiembre es impensable, resulta claro que las transformaciones surgidas del sismo se encuentran agotadas.
Si hay una percepción de Monsiváis que resulta triste de leer, es su exaltación a la importancia que por unos días, en medio de tanta muerte y oscuridad, se le dio a la vida en México. Hoy, con una crisis de desaparecidos de proporciones escandalosas y con la violencia del crimen organizada naturalizada en la vida cotidiana, resulta desolador leer la celebración vital que, como pocas veces en la historia del país, se experimentó durante aquellos días aciagos y también, quién lo diría, felices. No hay constatación más desesperanzadora, al leer los tres libros y contrastarlos con nuestro presente, que darse cuenta de que el valor que se le dio a la vida tras el sismo fue, también, un fenómeno pasajero y excepcional:
Nunca en la capital han sucedido tantos fenómenos tan dramáticos ni respuestas tan emotivas. Como en muy escasos momentos de México, la vida humana se eleva a rango de bien absoluto. Un niño o una mujer o un hombre recobrados desatan un júbilo colectivo sin precedente. En Tlaltelolco o en el Hospital Juárez, una fiesta de aplausos y llantos recibe a cada uno de los sobrevivientes. Se suspende la indiferencia y durante unos días, la ciudad (y presumiblemente gran parte del país) ensalza las mínimas victorias sobre la destrucción.
Aunque Monsiváis es quien los menciona con mayor claridad, estos tres aspectos –el surgimiento de la sociedad civil, la crítica a la ineficiencia del Estado y la celebración de la vida– están presentes en los tres libros. También coinciden en resaltar el hecho de que un terremoto no mata a nadie: quien asesina son los edificios mal construidos por los empresarios criminales y la falta de supervisión de los políticos corruptos. Es curioso remarcar que ninguno de los tres se centra en el terremoto mismo, el cual solo uno de ellos se molesta en describir. Con sabiduría, los tres escritores saben que la literatura no se encuentra en el hecho de que la tierra se agite y derrumbe a una ciudad, sino en la reacción de los hombres y mujeres a ese cataclismo.
La aceptación de esta trilogía como nuestra literatura del terremoto no ha sido unánime. Hay quien persiste en confundir literatura con ficción o, todavía peor, con novela, ese género tan reciente. Tal es el caso, por ejemplo, de Ignacio Padilla, quien en Arte y olvido del terremoto (2010) se pregunta por qué no existe una literatura del 85 y borra de un plumazo los libros aquí mencionados por considerarlos “subgéneros periodísticos”. De una forma grandilocuente, seguramente para marcar un contraste con el estilo oral e informal de los cronistas a los que ningunea, Padilla considera que solo la ficción puede ser arte porque solo ella recrea la realidad de manera sublime.
Pero la historia de la crónica nos dice otra cosa. Puede afirmarse que este género tan latinoamericano surge precisamente con “El terremoto de Chárleston”, de José Martí, cuya primera línea ya muestra la forma en que se combina el apego a los hechos del periodismo con los recursos de la literatura, en este caso modernista, para crear algo nuevo: “Un terremoto ha destrozado la ciudad de Chárleston. Ruina es hoy lo que ayer era flor”. De hecho, bien puede leerse la evolución de la crónica a través de los textos dedicados a terremotos, del de Martí a El terremoto de San Salvador, del legendario Porfirio Barba Jacob, y de la trilogía aquí comentada a 8.8: el miedo en el espejo, de Juan Villoro. Es verdad, como reprocha Padilla, que todos estos textos son periodísticos, pero el novelista se olvida de la obviedad de que, cuando la literatura es, es también otra cosa, en este caso, realidad.
No cabe duda de que, en casi todo, ni la ciudad ni el país fueron ya los mismos tras el terremoto, y hoy ese paisaje en ruinas a los chilangos nos resulta irreconocible. La colonia Roma, una de las más destruidas, es hoy el barrio de moda y la capital de la gentrificación; el Parque del Seguro Social, que sirvió de morgue principal, fue derruido y en su lugar se levanta un enorme centro comercial; el ejército, tras haber hecho del Campo Militar la cueva de Alí Babá con el saqueo de los edificios derrumbados sobre las fosas de los desaparecidos de la guerra sucia, hoy se dedica a hacer labores policiacas; de las costureras ya nadie se acuerda y nada queda de la industria textil mexicana, que sobrevivió al temblor pero no al libre comercio; al colapso del Hospital Juárez y del Hospital General siguió el del sistema de salud público, cuya función fue dejada a las botargas de las cadenas de farmacias; tras el derrumbe del edificio Nuevo León de Tlatelolco ya no se construyó vivienda pública y las malas edificaciones fueron desde entonces un monopolio de los constructores privados, como lo demostró ese otro 19 de septiembre, el de 2017. Lo único que permanece fijo es nuestra ignorancia: nunca supimos, ni sabemos, ni sabremos cuántas personas murieron en el terremoto, cuántas decenas de miles de vidas quedaron enterradas en una fosa común, que es el paisaje que, hoy lo confirmamos, nos persigue como nación.
Hay, sin embargo y a pesar de todo, algo más que permanece; algo tan huidizo como el espíritu de una ciudad que, en el caso de la Ciudad de México, por vocación y por resignación, es el mismo que el de entonces. Cuenta Carlos Monsiváis que tras el temblor una vieja se negó a desalojar su departamento. Los edificios de al lado se derrumbaban y el suyo no tardaría en correr la misma suerte. La mujer se asomaba por la ventana para ver a la multitud que la animaba a salir, que se lo ordenaba, y ella, “con enfado y parsimonia”, la escuchaba y la ignoraba:
Las vecinas se obstinan, la llaman por su nombre, la regañan. Ella replica tajante: ‘Aquí me quedo’, y mira con melancolía a su alrededor, segura de las causas de su persistencia. ¿A dónde podría ir? ¿Qué caso tiene el exilio a estas alturas? A su modo, y sin pretender el rango de símbolo, ella representa en buena medida el espíritu que anima a la ciudad misma, devastado, contaminado, violentado, expoliado y, sin embargo, orgulloso de su terquedad.
Hay ciudades orgullosas de su grandeza, ciudades convencidas de que lo que las caracteriza es el esplendor de sus monumentos, la suntuosidad de sus barrios caros o la decadencia de su larga y heroica historia. Hay ciudades privilegiadas por la conservación de su arquitectura, por su alta gastronomía o por las millonarias piezas de sus museos. A la Ciudad de México, como afirma Monsiváis y como se lee en cada una de las líneas de la trilogía del terremoto, la define su terquedad, el orgullo de su terquedad. Aquí seguimos. ~