Ahora, voy a contaros cómo también yo estuve en París, y fui dichoso. Era en los buenos años de mi juventud, los años de abundancia del corazón, cuando dejar atrás padres y patria es sentirse más libre para siempre. Por aquel entonces, París era una ciudad que se ajustaba a los latidos de mi corazón. Mi vida solo podía inscribirse entre sus calles. Me bastaba con pasearme por la ciudad, solo y sin rumbo, para ser feliz. ¿Por qué estoy tan emocionado cuando paseo por una calle de París? A veces, cuando pienso en París no veo la ciudad, sino el hogar. Cercada, acortinada, abrigada, íntima.
Estuve en París; los que se enteraron se alegraron, la mayoría me envidiaron. Tenían razón. Es una gran ciudad; grande y llena de extrañas tentaciones. Creo que no es posible expresarlo de otro modo. Sucumbí a esas tentaciones y resultaron ciertas transformaciones, sino de mi carácter, por lo menos de mi concepción general de la vida, y en todo caso de mi vida misma. En verdad, París fue el pretexto, el lugar de ensayo, solo por ver si podía vivir, aprender a vivir.
Cuando llegué a París, de inmediato comprendí que el interés de esta ciudad era la posibilidad que ella me ofrecía de vivir al lado de gente propiamente ociosa. París y yo nos tratamos sin ceremonias, junto a la barra de zinc de los bares, en la niebla de las calles angostas o en los terraplenes de los bulevares, llenos de hierba marchita y soñadores sin hogar.
Mis ojos no se abrieron plena y claramente hasta que pisé el suelo de París. El más mínimo detalle cobraba entonces para mí una inmensa e inexplicable importancia. Tenía miedo a perderme esas pequeñas cosas insignificantes e infinitamente preciosas, esas pequeñas cosas que la ciudad me enseñó a conocer y que se me han hecho indispensables.
Hay tardes de primavera en París, soleadas, doradas, que no se viven, sino que se desgajan y manducan como una mandarina. Y para ello nada mejor que una terraza de café, una bebida tonificante, una vacancia de la atención, un dejar que nuestra mirada en reposo reciba y archive las imágenes del mundo, sin preocuparse de encontrar en ellas orden ni sentido ni prioridad. Ser solamente el cristal a través del cual nos penetra intacta la vida. También hay electricidad en el aire de París en los atardeceres de octubre, a la hora en que va cayendo la noche. Incluso cuando llueve. No me entra melancolía a esa hora, ni tengo la sensación de que el tiempo huye. Sino de que todo es posible.
Yo amo París por su infelicidad que vale el bienestar de los demás. Quien ve las orillas del Sena ve mis penas. Mi París está lleno de casas grises y resbaladizas en las que hay escaleras de caracol y enredos de pasiones oscuras. París es –y así ha prevalecido en mí–, cuando menos, la ciudad más nostálgica del mundo; el sitio donde con más intensidad me sentí un alienado y un extraño. París es un enorme campesino añorante de su tierra con mil pueblos en su corazón.
Caminar por París significa avanzar hacia mí. Pero es imposible decirlo con palabras. Es decir que, en ese estado, en el que avanzo como un poco perdido, como en una distracción que me hace observar los afiches, los carteles de los bares, la gente que pasa y establecer todo el tiempo con todo ello relaciones que componen frases, fragmentos de pensamiento, de sentimientos… Todo eso crea un sistema de constelaciones mentales y, sobre todo, de constelaciones sentimentales, que determinan un lenguaje que no puedo explicar con palabras.
París es como un corazón que late todo el tiempo; no es el lugar donde viví; es otra cosa. En este lugar existe una especie de ósmosis, un contacto vivo biológico. Es que París no es para mí objeto de contemplación sino conquista de mi experiencia. Está dentro de mí, como mis pulmones o mi páncreas, sobre los que no tengo la menor apreciación estética. Sólo puedo decir que me pertenecen.
Desdoblo el plano Taride de París, tan sobado, que tengo siempre en mi despacho al alcance de la mano. A fuerza de buscar cosas en él, se me ha roto en muchas ocasiones por los bordes, y siempre lo pego poniéndole celo a la desgarradura, igual que se venda a un herido. Tengo ante mis ojos las cinco mil hectáreas del mundo donde más se ha pensado, más se ha hablado, más se ha escrito. Pocas cosas hay en la historia de la humanidad de las que sepamos tanto como de la historia de la ciudad de París. Miles y decenas de miles de volúmenes están exclusivamente dedicados a investigar este minúsculo punto de la tierra. ¿Qué será París mañana? Lo pienso mientras deslizo el dedo, a lo largo del Sena, sobre los puentes y muelles, en dirección de la estación de Austerlitz. París posee una belleza que me inquieta en ocasiones porque la siento frágil, amenazada. Pero, sea como fuere, el plano de París me ayudó más de un día a superar horas difíciles.
El aire de París es una droga: duele cuando no lo tienes. Como sueño vivido hace ya mucho tiempo, como aquella canción de entonces, así vuelve al corazón, en un instante, en una intensidad, aquel viaje –camino de la cama– en un vagón del Metro Nation-Porte Dauphine. Aunque haga años que ya no vivo en la ciudad, tengo siempre la sensación de continuar estando allí. Recuerden la frase de Hemingway: “Quien ha tenido la suerte de vivir en ella cuando joven, luego París le acompaña, vaya a donde vaya, todo el resto de su vida”.
París es una forma de felicidad. Daría cuanto tengo, menos lo que París me dio, para volver a la ciudad tal como era entonces, por sentarme a la mesa del café Le Rêve y pasear por las orillas del bassin de La Villette. París se ha convertido en una especie de mundo interior por el que vago en las difíciles horas del alba. Casi se podría pensar, pese a los innumerables testimonios anteriores de la historia y de las artes, que yo he sido el único que ha amado París.
Este texto es un collage de citas (a veces ligeramente modificadas) de varios escritores y escritoras. En orden de aparición: Jaime Gil de Biedma, Patrick Modiano, Yves Montand, Anaïs Nin, Rainer Maria Rilke, Alejandra Pizarnik, Emil Cioran, Ilyá Ehrenburg, Henry Miller, Julio Ramón Ribeyro, Guy Debord, Thomas Wolfe, Hope Mirrlees, Julio Cortázar, Jean Giraudoux, Walter Benjamin, Julien Green, Elsa Triolet, Enrique Vila-Matas, Leonardo Sciascia y Djuna Barnes.
Kim Nguyen Baraldi (Bruselas, 1985) es ensayista. Edita el blog Calle del Orco y es autor de Por qué Georges Perec (La uÑa RoTa, 2024)