Esta es la tercera ocasión en que escribo sobre Damián Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) y espero que no sea la última, aunque acabo de releer mis reseñas de Literatura de izquierda (2004 y 2011) y Fantasma de la vanguardia (2018) y sus posiciones, como mis críticas, me parecen desoladoramente anticuadas, como si la Segunda Venida de Trump trastocara no solo la vida (en México, pero también en la Argentina de Javier Milei) o la muerte (en Ucrania), sino los términos de cualquier intercambio crítico, aun sea modestísimo, como el que intento esta noche.
Siendo muy sintético –pues una de las virtudes de Tabarovsky es la brevedad sustancial: dice mucho en pocas palabras y en Lo que sobra se adorna con “la nota dentro de la nota dentro de la nota” y se acerca al silencio wittgensteiniano y a la escena tan vacía que hasta Samuel Beckett sale sobrando– diría, para quien no lo ha leído, que en Literatura de izquierda propuso descartar a la vieja literatura revolucionaria comprometida, digamos que a Julio Cortázar y a Juan Gelman. Se proponía otra que fuese resueltamente rebelde y ácrata, hundida en las raíces del lenguaje, desdeñosa del mercado dominado ya no por editores a la antigua sino por impresores codiciosos y del “vanguardismo académico” encarnando en Ricardo Piglia (no es fácil llegar a ese nombre porque Tabarovsky dice que los ejemplos arruinan las teorías pero, experto como ya lo soy en su obra crítica, lo hallé) y en un canon hoy día tan venerable como Raymond Roussel, que incluye a los argentinos Héctor Libertella, Fogwill, César Aira, Néstor Sánchez, Néstor Perlongher, Héctor Viel Temperley, Juan José Saer y Manuel Puig, casi todos ellos difuntos.
Ese canon radical, dije en 2018, era el de un vanguardista de saco y corbata, porque me recordaba, el de Tabarovsky, a las sorprendentes (porque yo en mis mocedades los pensaba más punks) fotografías de grupo de Dadá y de los primeros surrealistas, donde estos muchachos a veces menores de veinte años (aunque algunos a esa edad eran ya sobrevivientes de la Gran Guerra) aparecían con un aspecto acicalado y burguesito, lo cual me lleva (síganme por favor al gabinete de antigüedades) a mi sorpresa cuando vi una foto de Rosa Luxemburgo con sombrero de pajarita y llevando corsé, cuando en mi adolescencia la imaginaba con traje de miliciana.
A la comercialización grosera y al academicismo de las almas bellas, Tabarovsky, con su manía nominalista (suele creer que cambiando la etiqueta no altera la esencia del producto y ahora en Lo que sobra habla de “vida de derecha” para llamar, supongo, a la pequeña burguesía sin conciencia de clase), oponía esa “literatura de izquierda”, bien a bien, “antiburguesa”, para decirlo como lo entendía Gustave Flaubert, acérrimo enemigo de la Comuna de París (su amigo íntimo Maxime Du Camp festejó su exterminio con cuatro tomos aparecidos hacia 1878), lo cual me llevó a leer Literatura de izquierda preguntándome dónde colocaba el autor a los reaccionarios radicales. Los Marinetti, los Céline, los Drieu la Rochelle, los Paul de Man (de joven), los Gómez Dávila o los Eliade, etc., fueron los verdaderos antiburgueses y enemigos del Progreso, y no Lenin llorando con las sonatas de Beethoven o Trotski, quien tras echarle un ojo a la vanguardia (creyó posible, por cierto, reclutar al autor de Viaje al fin de la noche) se consolaba con su autor de cabecera, Anatole France.
En cuanto a Fantasma de la vanguardia, en 2021 encontré a Tabarovsky aún más nostálgico y con un canon (es canonista él) bien acrecentado con Copi, Osvaldo Lamborghini y María Moreno, pero convencido de que solo desde la vieja vanguardia se puede dinamitar a la “sintaxis dominante”, a pesar de que el capitalismo metabolizó al 68 entero (hasta Alain Badiou lo lamenta), lo cual me hacía sentir más cómodo, más viejo y más convencido de que entre Beckett y Marina Abramović o entre el embustero Duchamp y Damien Hirst o entre la representación y lo performativo en el teatro, tanto él y como yo batallamos más a gusto con los Antiguos contra los Modernos.
Ante Lo que sobra y en La lengua en el capitalismo. Tres momentos, me entristeció ver que Tabarovsky es necio y ya es tan vetusto como yo, y así como a él le sigue fascinando hurgar en el capítulo I de la sección primera de El capital dedicado a “El fetichismo de la mercancía, y su secreto”, yo sigo neciamente, también, buscando solaz y resignación en mi Max Weber: “III. Tipos de dominación, 5. Rutina y carisma” en Economía y sociedad. Pero me alarma que, tanto para Tabarovsky como para mí, los tiempos corren velocísimos y, si hay todavía una oportunidad de intervenir aun sea mínimamente en la vida literaria (por algo somos críticos a la antigua, es decir, “intelectuales públicos”), es ahora o nunca. O quizás, por qué no, nuestro momento ha pasado y como dice ese Giorgio Agamben tan exaltado como “el contemporáneo capital” (André Gide sobre J.-P. Sartre) por Tabarovsky no queda sino “ser puntuales en una cita a la que solo se puede faltar”.1
Tabarovsky escribe lo siguiente, en Lo que sobra: “Si lo neoliberal es la condición totalitaria de nuestro tiempo, lo es porque suprime la posibilidad de hablar en nombre de otros, de otros muchos, lo que significa, en verdad, no solo hablar en nombre de otros, sino hablar con otros, en conjunto con otros, enlazado a otros.”2 No por cansina esa frase deja de ser temeraria en un escritor inteligente. Más que un pensamiento es una consigna y, peor aún, una consigna sentimental (puede invocarse a la comunidad inconfesable, según Blanchot, pero también a los compañeros de Mario Benedetti). En cuanto a hablar en nombre de “los otros” o desear hacerlo, resultaron insuficientes las buenas intenciones que empedraron el camino a los infiernos durante el siglo pasado. El infierno no son los otros: para los otros es el infierno.
No es tarde para preguntarle a Tabarovsky qué entiende por “neoliberal”, lo cual hubiese sido ocioso hace pocos años. Porque todo liberalismo, viejo o nuevo, está bajo la amenaza de un nuevo tipo de fascistización, que acaso no será ad Hitlerum, pero amenaza el orden menos injusto del que ha gozado la humanidad: la democracia liberal. Tabarovsky, por cierto, ya ni siquiera habla de “izquierda” sino, vagamente, de progresismo, “un progresismo que no conflictúa nada”,3 la eterna queja contra “los reformistas”, por cierto. Tampoco habla, sintomáticamente, de democracia: pues, en la buena lid del marxismo llevado hasta sus últimas consecuencias que siempre son las del manual soviético y no, como se cree, las de Walter Benjamin, el régimen político es subsumido por lo económico.
Exceptuando a la que dormía con Putin y recibió de madrugada la visita en la cama, no sé si sorpresiva, de Trump para armar un trío, cierta izquierda, como lo está el liberalismo, se encuentra gravemente amenazada. Lo que de la Ilustración viene (y de allí procedía el marxismo hasta que apareció Lenin) está en riesgo de ser devorado por la deriva totalitaria (ahora soy yo quien recurre al sesgo rioplatense y a la consigna) del neopopulismo de ultraderecha, que como la vieja ultraizquierda tiene siempre tres corrientes rivales discurseando en un mitin fraterno: las voces de J. D. Vance, de Milei y de Marco Rubio, por ejemplo.
Espero que Tabarovsky no sea como los militantes comunistas durante el tercer periodo de la III Internacional, hace casi cien años, quienes creían que el fascismo –o lo que se le parecía– coincidía, con métodos más brutales, con los intereses del capital financiero. Tanto peor, mejor. La situación era, melancólicamente, l’accélération de l’histoire. Si es así, y si para él la fascistización actual es la fase superior del llamado neoliberalismo, terminaré mi artículo solo con un apretón de manos y sin ninguna política de alianzas que ofrecerle.
Sintomático de esa melancolía es el elogio de Agamben y de su ¿Qué es lo contemporáneo?, citado en extenso en Lo que sobra: “Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo”, escribe él y transcribe emocionado Tabarovsky acaso sin recordar que, si hubo un “gran filósofo” que rodeado de muertos y moribundos en las horas más graves de la “supuesta epidemia del coronavirus” creyó ver caer la máscara totalitaria del neoliberalismo y establecido el estado de sitio mundial gracias a una treta maestra, ese ilustre pensador fue Agamben, romano de raíces venecianas que de joven, por cierto, participó en La pasión según san Mateo, de Pasolini. Hoy sabemos que los candidatos a jefes totalitarios son quienes negaron o infravaloraron el virus y despachan en la Oficina Oval y en otros ranchos menos ostentosos. Si aplicamos, como es frecuente hacerlo estos días, lo de que los años treinta del XX se parecen a la actualidad, no me extrañaría una evolución descaradamente trumpista de un Agamben y similares, y congéneres.
Ha sido el propio Tabarovsky quien me ha dado las pistas para su diagnóstico (los críticos solemos jugar a la medicina clínica o a la taxonomía) al apuntar, en su “cuaderno de notas” de Lo que sobra, no querer “vivir bajo la melancolía de izquierda… no obstante, el libro de Traverso es, en líneas generales, impecable”.4 No, no es impecable, pero Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria (2018), de Enzo Traverso, sí es una de las reflexiones más elocuentes y polémicas que se han escrito sobre el fracaso de la izquierda marxista en casi todas sus obediencias, y muy útil para terminar de escribir el perfil de Tabarovsky.
La melancolía de izquierda, según Traverso, es un enamoramiento freudiano por el objeto perdido. No solo devoción por un santoral de mártires por el que yo no lloraría (la mía es otra parroquia, diría otro André, Malraux) sino mirar con amor a las imágenes del pasado, como lo hacen Traverso y casi todos quienes anhelan salvar algo del naufragio marxista a través de Benjamin y sus “Tesis sobre la filosofía de la historia” (1940) que han sustituido a las de Karl Marx sobre Ludwig Feuerbach en ese catecismo. Donde yo veo las aguas llenas de cadáveres que cruzó a nado Arthur Koestler, ellos se solazan esperanzados con un ángel de la historia que deja de mirar las ruinas del pasado porque un viento del Progreso lo arranca, a su pesar, hacia el porvenir. La imagen, icónica como pocas, proviene del Angelus Novus, de Paul Klee, el cuadro que Benjamin heredó a su amigo Gershom Scholem, cuya viuda lo donó en 1987 a un museo en Israel.
El genio de Benjamin se debió a su heterodoxia de teólogo que incrustó en el marxismo una contradicción no resuelta, la de una ideología decimonónica –como el liberalismo– que debe descreer de su alma –el progreso– para enfrentar a las ruinas que ha provocado. La tesis es hermosa y digna pues la escribió un esteta además de mártir, el propio Benjamin. Debo recordar, porque suele ocultarse para no maltratar su aura, que no dijo una palabra sobre las ruinas que el estalinismo dejaba a su paso durante esa década canalla de los años treinta en la cual Benjamin estuvo en activo. Otro motivo para nutrir la melancolía de izquierda que Traverso, por cierto, evade.5
La lengua en el capitalismo. Tres momentos (2024), de Tabarovsky, es un breve ensayo donde, más allá de las diferencias conceptuales que me separan irremediablemente de él, puede leerse algo de lo mejor que puede ofrecer un marxista latinoamericano pasado el primer cuarto del siglo XXI. El segundo párrafo, incluso, es lukacsiano de manera elocuente: “pienso el momento literario como un tiempo sobredeterminado por la lengua del capitalismo y en el capitalismo en un instante dado”.6 De inmediato, Georg Lukács es corregido, puesto al día, no sé si por un Maurice Blanchot o por otro heideggeriano, en el sentido de que lo antedicho es inacabado, es decir, ruinoso y melancólico, lo que nos lleva a citar a Carl Schmitt y a Jean-Luc Nancy con aquello de que en nuestra época lo político –antes diríamos las ideologías– se retira y el no poder ver esa retirada es, tautológicamente, la prueba de esa retirada.
Esa impotencia melancólica de Tabarovsky se traslada, crítico literario al fin y en principio, al asunto de que “nuestro tiempo se vacía de lo literario y se atesta de literatura”, literatura barata quiere decir el argentino, como si nuestra época tuviese el monopolio de la “literatura industrial” denunciada por Sainte-Beuve hacia 1851 o como si en el año mágico de 1922, bajo las cúspides alcanzadas por James Joyce, T. S. Eliot o Marcel Proust, no haya habido un tiradero de miles y miles de libros indiferentes a la tarea de “resistir a la lengua del capitalismo” que Tabarovsky le exige a la verdadera “literatura de vanguardia”, para decirlo con brevedad y a su manera.
Aquí concuerdo con él. Tengo en mi protector de pantalla a Marilyn Monroe leyendo a Joyce, imagen vigesémica si las hay, que ya no se repetirá. Terminada la Edad de la Crítica, en buena medida víctima de la academia posestructuralista, el prestigio cultural del libro se desplomó y luego vino el hundimiento de lo analógico, y las complejas causas de este fin de ciclo (que no decadencia: no creo en ella, con Vico) acaso haya que buscarlas, mal que me pese, en la Escuela de Frankfurt: la industria cultural se apropió del arsenal de la vanguardia y actualmente, como lo ha documentado Carlos Granés, esos gestos futuristas, dadaístas, surrealistas y sesentayocheros, se convirtieron en el guion a seguir cotidianamente por los políticos populistas. Eso sería lo que Tabarovsky llama “la retirada de lo político”.
Tras volver a denunciar a “esa vida de derecha que padecemos [desde] hace décadas bajo el nombre de democracia”7 y llamar a los happy fews a llevar una “vida de izquierda” destinada a “su vocación de revolucionar la sintaxis”, Tabarovsky se asegura de purgar al partido de todo aquello que sea “vanguardia académica”. Pero yo me quedo tranquilo: si se trata de militar con el canon argentino de Tabarovsky y solo con él, me afilio.
Los capítulos I y II de La lengua en el capitalismo. Tres momentos son una convincente visita a dos lugares clásicos de la crítica moderna, porque de lo que hablé antes es sobre su preámbulo: Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, y “Bartleby, el escribiente” (1853), de Herman Melville. Quizás los nuevos lectores no estén al tanto de que el industrioso náufrago de Crusoe fue visto por el irlandés Joyce como “la profecía del imperio” británico y por Marx, en Una contribución a la crítica de la economía política y en el capítulo X de El capital, como ejemplarizante. Marx proponía la “robinsonada” para atacar a David Ricardo negando el carácter individual de la producción, motivo en el que tanto Gilles Deleuze (“¿Qué es una robinsonada? Un mundo sin el otro”)8 como Tabarovsky están de acuerdo: con Robinson Crusoe empieza a hablar la lengua del capitalismo.
En cuanto a Bartleby, aun cuando el mismo autor de La lengua en el capitalismo se sabe redundante, se nos pide recordar que aquel que “preferiría no hacerlo” (traducción de Jorge Luis Borges) es nada menos que un empleado de Wall Street, y no de cualquier despacho (“Bartleby, the scrivener: A story of Wall Street”), título original del relato que ha ido siendo mutilado, supongo, por la mala fe de la “vanguardia académica”. Que “la nouvelle se desarrolle en el corazón del capitalismo y de su lengua no puede ser un dato menor”9 y la inacción de Bartleby, su negatividad, lo manda directo a la trinchera anticapitalista. Aunque en 1981 Elizabeth Hardwick, acaso porque no nació en Nueva York sino en Kentucky, ubica precisamente el cuento de Melville en una tradición bien local y diferenciada, para hacer metáforas está la crítica y en ello reconozco que el discípulo ha superado al maestro: dice más Tabarovsky del asunto que Agamben en La locura de Hölderlin (2022).10 El tercer y último capítulo de La lengua en el capitalismo. Tres momentos, me rebasa pues nunca he podido terminar de leer un libro de António Lobo Antunes, a quien Tabarovsky toma como el autor de su ¿Qué hacer?: un escritor que rompe con la lengua del capitalismo.
Prefiero leer, charlar y polemizar con melancólicos de izquierda como Enzo Traverso, Fredric Jameson o con Damián Tabarovsky, mi colega argentino, a quien siempre leo con enjundia, que con los posmodernos más posmodernos, pues creo entrever una severa “ruptura epistemológica” entre ellos y nosotros. La guerra del cerdo, acaso. ~
- Tabarovsky, Lo que sobra, op. cit., p. 82.
↩︎ - Ibid., pp. 33-34.
↩︎ - Tabarovsky, La lengua en el capitalismo. Tres momentos, op. cit., p. 16.
↩︎ - Tabarovsky, Lo que sobra, op. cit., p. 50n.
↩︎ - Christopher Domínguez Michael, “Traverso o la nueva anatomía de la melancolía” en Otros diálogos, I y II, El Colegio de México, 2018.
↩︎ - Tabarovsky, La lengua en el capitalismo. Tres momentos, op. cit., p. 9.
↩︎ - Ibid., p. 19.
↩︎ - Ibid., p. 32.
↩︎ - Ibid., p. 44.
↩︎ - Christopher Domínguez Michael, “Preferiría no hacerlo”, Letras Libres, enero de 2025. ↩︎