“Mantén un poco de fuego encendido;
sin embargo pequeño,
sin embargo oculto. ”
Cormac McCarthy, La carretera
Ha enmudecido el narrador de voz lacónica, cadenciosa, espaciada y destinada a los espacios abiertos. Cormac McCarthy, el hombre que historió y volvió leyenda la región de México y la América anglosajona en la que los espectros del alma nativa aún destellan en el habla y el paisaje. Una zona bizarra que, antes de él, había sido inaprensible para la literatura. Ahora convive en la imaginación con La Mancha, el Londres de Dickens o la Siberia de los exiliados rusos.
Más allá de los ambientes y el fervor calvinista de sus lectores, Cormac McCarthy creó una estética propia, una forma de esgrimir la lengua inglesa que no es fácil de imitar sin caer en el pastiche. Su originalidad es tan silvestre que se impone como las plantas de yuca a la orilla de las terracerías o esos sahuaros monolíticos, fijos en el horizonte, vibrantes como líneas de puntuación del calor desértico que nunca se acaba.
Como en Rulfo, como en Faulkner, el habla de sus personajes era una extensión natural del estado de ánimo del paisaje. Con el tiempo se distinguirán con mayor claridad sus alcances estéticos en la lectura que hagan de él los paisanos migrantes, los espectadores de Breaking Bad (que no está basada en ninguno de sus libros) o en el desencanto de todo aquel que detenga su truck en un corner store en medio de la nada, frente a esas grandilocuentes columnas de basalto.
En sus novelas, el Southwest no aparece como en el cine de John Ford o las fantasías de Marcial Lafuente Estefanía. El gringo real, el americano impasible, gravita entre el mexicano feo y el navajo airado, que son otras formas del americano impaciente, rabioso por salir del universo de los coyotes, las rocas afiladas y las torretas del sheriff en lo alto de la colina amenazante. Cormac McCarthy es un hito y un hijo de ese silencio que hoy comienza para siempre.
Miembro eminente del Club de los sin Nobel, su eterna candidatura pareció enfrentarse con una tendencia de la academia sueca a replegarse más hacia Europa y a escritores radicados ahí. Sin rubor, con su partida física McCarthy entra a la galería que incluye a Borges, Nabokov, Rulfo y quizás a Milan Kundera, quien ya se encuentra en estado de reclusión sanitaria. Nadie como él ha hecho más grande a América: es lo opuesto al sino de Trump que ahora se retuerce en Florida.
Meridiano de sangre es la novela que para algunos divide en dos su narrativa: fue seleccionada en 2006 por The New York Times entre las cinco más importantes en los últimos 25 años. Su narrativa hermética fue recientemente revitalizada con el dueto de El pasajero /Stella Maris, par de novelas cuya concepción estructural, de confluencia de tramas, recuerda Las palmeras salvajes de William Faulkner. Cualquier libro de este jinete puede ser leído como el primero o el último. Los fuegos secretos de la oscuridad del alma plasmados en su obra están lejos de la pasividad de salón que otros autores han dejado en el café, la alcoba o los higiénicos suburbios.
Este campeón de algo que no debemos llamar minimalismo nació en 1933 en el estado más pequeño de la Unión Americana, Rhode Island, hijo de un abogado. Su literatura hace que lo imaginemos en un establo y arriba de un tractor. Pasó su infancia en Tennessee, donde compraría una granja, recién casado, en 1969. Como si fuera un personaje del Oeste, se casó con la cantante de un bar, a la que no conoció en el océano de la pradera sino a bordo de un buque de línea en el que viajaba para conocer Irlanda. Como un auténtico personaje heroico del Oeste, murió en Santa Fe, Nuevo México, habiendo concentrado su literatura al sur de los Apalaches y rehuyendo esa Nueva Inglaterra tan cara a Henry James, John Cheever o Phillip Roth, nacido también en 1933.
Llegó a ser estrella mediática del sueño americano, a pesar de cierta hosquedad suya que le hizo decir que prefería la amistad de científicos a la de los escritores. Ganó el premio Pulitzer; fue llevado al cine por los hermanos Coen y por Ridley Scott; fue bendecido por el club del libro de Oprah, que también consagró a Roberto Bolaño internacionalmente; todo eso no socavó su pública melancolía. Será asociado como parte de nuestra época, al igual que Brad Pitt, quien pidió hacer uno de sus personajes y lo hizo. Como García Márquez, sabía hacerse perdonar su éxito contando agobiantes historias de sus años de pobreza. Un hijo suyo produciría con él una adaptación cinematográfica de Blood meridian. Su paternidad tardía y difícil fue un tema recurrente en las pocas entrevistas que concedió.
Más allá de los reconocimientos que obtuvo, Cormac McCarthy, con todo y sus temas agrios, prosa árida e hipnótica a fuerza de su ritmo repetitivo, logró crear una base fiel de lectores emotivos e incondicionales. Se decía que, en la agenda de los Nobel, había un sitio reservado para el novelista que abordara con maestría el globalizado tema del narco y que esa asignatura bien podría recaer en el estadounidense, quien no rehuyó el complicado elemento mexicano en sus tramas. De ser cierta esa teoría conspirativa, otro será quien capture esa fantasmal encomienda. No importa: McCarthy hace su último rodeo cabalgando desde el río Gila y El Paso, Texas, cruzando la frontera varias veces sin obstáculo, tal como lo que fue en vida: un animal narrativo, un monstruo de la naturaleza. ~
(Mazatlán, Sinaloa, 1970) es escritor mexicano. En 2004 recibió el Premio Mazatlán de Literatura por la novela Mi nombre es Casablanca. Su libro más reciente es Lady Metralla (Ediciones B, 2017).