Para Sofía
Durante años no he dejado de asombrarme ante la obra de Tomás Segovia, en particular frente a su poesía. Encuentro en ella una voluntad de abrir los ojos ante el milagro de la vida y un intento por capturar la belleza de la luz. Hallo, también, un cuestionamiento recurrente sobre la memoria que funde y recrea, sobre el misterio que encierra el lenguaje y, lo que más me interesa, una tentativa por condensar la experiencia humana más intensa: el amor.
En ese extenso arco que comprende su obra poética, reunida en Cuaderno del nómada, Segovia muestra, a la manera de un tema musical, distintas variaciones sobre el amor: a manera de comunión con el mundo, como reconciliación con el instante, y la que me atrae con más fuerza, el amor como reconocimiento en y a partir del Otro. En lo que me gusta llamar su “tríptico del amor”, que incluye Historia y poemas, Anagnórisis y Terceto, el poeta plasma con mayor claridad esta variación. Es en estos poemarios donde trata de asir las formas del reconocimiento: como proliferación de los sentidos en tanto tacto, vista y voz.
Si bien en su poesía de juventud hay momentos brillantes donde el tema amoroso está presente, en Historias y poemas este adquiere un nuevo cariz. Desde la entrada, con “Don de lo hecho”, hay otro tono. La inflexión de la voz apunta a la búsqueda misma del diálogo con el Amor en mayúsculas: “te lo digo a ti todo Amor / a ti te hablo Amor / a ti obligo a mi tiempo a estarte hablando”. Conforme el poemario avanza, este diálogo con lo abstracto se personifica en un sujeto amoroso al cual el poeta llama, le exige su presencia, o a quien interroga precisamente por su ausencia (particularmente en la sección Canciones sin su música). También se nota una profunda ansia de comunión carnal, de nombrarse a partir del encuentro con el Otro, como hacia el cierre del libro, en ese pico poético que es “Besos”.
El reconocimiento como núcleo poético del tríptico alcanza su mayor densidad en las páginas de Anagnórisis. No es casual que durante su elaboración, entre 1964 y 1967, Segovia volcase sus reflexiones al respecto en El tiempo en los brazos, sus cuadernos de notas. Ahí se nota un largo e intenso diálogo consigo mismo, donde asedia una y otra vez las consideraciones que ya atravesaban su poemario anterior.
Segovia registra en 1964 que, en ese linde incierto que nos enfrenta a otra subjetividad, la señal del reconocimiento con el otro tiene que ver con la mirada. Mirarse en el otro, mirarse por medio del otro. Ahí se halla la forma de borrar el límite impuesto entre dos, y entre uno y el mundo: “en nuestro fondo estamos habitado por aquellos a quienes miramos; que si nos preguntamos honradamente qué es <<ser yo>>, no tenemos más remedio que contestar: <<Ser yo es verte>>”.*
La clave del reconocimiento está en esa mirada que dota de vida a quien ve y a quien es visto; supone mirarse ante ese espejo que es el otro y decir sí. El amor es, entonces, esa fuerza que le permite al poeta afirmarse no solo como presente, sino también como pasado, como historia. Lo dice en un verso de una belleza sintética, casi aforística: “Sólo copiada en tus ojos se lee mi vida”. Es el encuentro con la persona amada lo que dota de sentido y significado a la propia vida.
En la segunda parada del tríptico, el amor es una acción que está eternamente en tiempo presente, pero que proviene también del fondo de los tiempos. Se encuentra en eterno devenir. Aquí y allá nos lo dice en ese largo éxtasis idílico que es Anagnórisis: “los amantes se miran en los ojos / un punto antes de que el amor los vea / y así lo recomienzan siempre / se aman antes de amarse”. El poemario intercala “canciones, sentencias, señales y pronunciamientos”, poemas más breves que sirven de espejo y síntesis al largo monólogo exaltado. En ellos el poeta hilvana con una lírica más contenida los mismos temas sobre la vista, el encuentro, el camino allanado por el amor para el conocimiento de uno mismo: “No tengo yo tu amor por el avanzo”, dice en una de esas Sentencias amorosas.
En su búsqueda por llegar a los confines del amor, de ese amor al Otro, Tomás Segovia da con otra imagen precisa por su ligereza: el amor es una conversación. Así como la mirada, otra de las materializaciones del amor se encuentra en el verbo. En el fondo, el amor como encuentro se trata de compartir un vocabulario, de fundar un lenguaje único haciendo que las viejas palabras de siempre digan algo del todo nuevo con lo cual se rompa el silencio, esa frontera que separa a los amantes.
La preocupación por la palabra que reconcilia y hace posible la comunión se hace presente en la tercera estación del tríptico, que es Terceto. Son varios los poemas –en particular de la sección Nuevas sentencias de amor– que tratan el asunto del lenguaje. Segovia quiere hacer patente que son las palabras las que nos unen, las que nos identifican como seres que aman. Así, unos versos de “Dicho a ciegas” tienen que ver con el intercambio verbal entre los amantes que, al reconocerse, fundan el mundo y, con ello, la necesidad de nombrarlo, de hablar la próspera lengua común. En “Souvenir”, “Eros de luz”, “Tuyo” y otros poemas se ahonda en esta idea; aunque lo interesante es el anverso: el silencio.
Para recalcar la idea del amor como palabra compartida, Segovia destina algunos poemas a su antítesis, es decir a la ausencia de la persona amada. Es el caso de “Palabra y silencio”, o “Anti-Yo”, que desde sus primeros versos distingue la identificación con la palabra que nos da el Otro: “No soy el que yo digo / Soy el que dices tú / Me traiciono por ése / Mi doble que el amor y la impiedad figuran”. Amar es afirmar, es escucharse nombrado por el otro, ser ese que dice el otro.
Ya en la cima del delirio extático, como en Anagnórisis, ya en una muestra lírica más concisa como en Terceto, la poesía amorosa de Segovia señala que el amor es un río de múltiples canales que desemboca en un mar de sentidos. En esa asombrada sencillez del poeta que recrea el mundo a partir de la sensibilidad, en su canto enfebrecido a la mujer amada, o en la ingravidez de quien acepta que solo la palabra dota de vida, hay la misma firme convicción de que lo único que nos salva es el amor: otra vez, todavía. ~
* Tomás Segovia, El tiempo en los brazos, Valencia, Pre-Textos, 2009, p. 591.
Egresado de la licenciatura en Relaciones Internacionales de El Colegio de México.