Los niños tristes que se portan bien y una señora con barba blanca, quizás. La señora Potter es una especie de deidad que envía regalos y concede deseos a los niños buenos, demasiado buenos, que siempre hacen lo correcto y que nunca reciben la atención que merecen de sus padres. La señora Potter le envía regalos y concede deseos a esos niños, sí, pero a cambio de que hagan algo malo. Uno de esos niños es Rupert, el protagonista de una novela, La señora Potter no es exactamente Santa Claus, de la “excéntrica y sin embargo famosa” Louise Cassidy Feldman, que para esta, su única novela para niños, se inspiró en el pueblo de Kimberly Clark Weymouth, después de tomar un café servido por Alice Potter. Eso fue hace tiempo, la novela fue un éxito y marcó para siempre el pueblo, que ahora recibe autobuses de lectores de Cassidy Feldman, niños tristes ya adultos, que entran en la tienda de souvenires y objetos relacionados con la novela. Desde la muerte de Randal, regenta la tienda su hijo, Billy Bane Pletzer, que culpa a la novela y a la fascinación que su padre sentía por ella de que su madre se fuera, aunque le envía cuadros que él no entiende. Este es el punto de partida de la sexta novela de Laura Fernández (Tarrasa, 1981). Quiero decir que esto es solo el comienzo, que luego la ficción va creciendo y van apareciendo personajes y ahondando en temas y al pueblo, Kimberly Clark Weymouth, se le trata como un personaje más en ocasiones y otras como un lugar “siempre desapacible”, porque desde que Louise Cassidy Feldman escribió su novela no ha dejado de nevar.
El estilo. El lenguaje con el que Laura Fernández escribe puede que no exista, al menos no existe fuera de los libros, o eso dice ella. Su estilo parte de una consciente contaminación del lenguaje de las traducciones, se apropia de eso y lo retuerce y exprime: el texto está lleno de rugosidades, paréntesis, mayúsculas, interjecciones, onomatopeyas; hay expresiones que quizá no sean naturales pero han terminado por serlo y eso se usa: por ejemplo, los ceños en esta novela no solo se fruncen, tienen a veces personalidades opuestas a quienes los portan, dan consejos o se avergüenzan. Los capítulos vienen titulados y el título es a la vez un resumen y un cebo, un anticipo de lo que vendrá y son sobre todo una guía. Copio el título del capítulo 24: “En el que Cats McKisco podría haberle dicho a Bill que a veces creía que sus abuelos eran un par de (BOTAS) pero no lo hizo y, sin embargo, adivinen qué, va a contarlo de todas formas, pero Bill no va a enterarse y ustedes (SÍ)”. A veces parece que lo que marca la estructura de la novela es la digresión, que va retrasando el desarrollo, hasta que todo se acelera en un momento. “Para mí, es como una bola de nieve, hay un momento en que se echa a rodar y no hay quien la pare”, explica Fernández.
Una novela total. La señora Potter no exactamente Santa Claus –la novela de Laura Fernández se llama como la novela de Louise Cassidy Feldman que inventa– lo atrapa todo: “Esta novela comenzó a escribirse el 31 de octubre de 2016 y se terminó el 11 de junio cinco años después. Todo lo que contiene ocurrió, de una forma u otra, en alguna parte. Pero no lo hizo exactamente así”. Por eso se van colando temas como la escritura, el periodismo, lo trans, la vigilancia y el control de las vidas de los demás, la maternidad, la creación, la disolución del yo, la relación entre literatura y ficción, y entre tanto habla hasta el río, el perro y los periodistas freelance descubren que si le ponen nombre a una pelota de tenis o de golf casi pueden tener una redacción. La señora Potter es también la historia de Bill Bane Pleztez dándose cuenta de que es un personaje secundario de su vida y de que no quiere serlo más. Hay reencuentros y abandonos, muertes, crímenes falsos, amores, sexo interminable y una serie en la que se resuelven asesinatos que tiene fascinado al pueblo –la razón de que todos sean detectives aficionados–.
Los escritores. En esta novela hay muchos escritores, está Louise Cassidy Feldman, la escritora aquí te pillo, aquí te mato, están los Benson, que viven para la literatura, está Francis Violet McKisco, escritor siempre quejoso de su poco reconocimiento; están los periodistas que escriben, Eileen McKenney y Urk Elfine –que sueña con escribir una columna que se llame Casi todos mis hijos son gramatólogos–. Y todos son de alguna manera Laura Fernández. De esta novela, más allá del despliegue y del rato largo de diversión, le agradezco a su autora la fe que pone en su trabajo y en lo que hace.