Sobre la poeta francesa Louise Ackermann podríamos subrayar varias cuestiones de interés. Podríamos decir que Tolstói apreció su poesía o que Victor Hugo leyó –con atención– sus versos de la pubertad; podríamos hablar de la antipatía que provocó en los autores reaccionarios del momento, como Jules Barbey d’Aurevilly o Léon Bloy; podríamos contar su retiro en la finca La Lanterne –próxima a Niza– tras la traumática muerte de su marido –de quien toma el apellido–. Pero quizá lo más destacado en Louise Ackermann sea su condición de autora sin categorías. La poeta, cuya obra consta de una serie de cuentos, dos poemarios, un diario y aforismos, no se corresponde al perfil consabido. Es decir: Louise Ackermann no fue una autora feminista, pero sí fue una mujer desclasada respecto de los valores predominantes. Ackermann profesó el ateísmo –tras una educación, por parte de la madre, religiosa– y en ningún momento quiso ser partícipe de un modelo vida convencional –el matrimonio, la familia, lo doméstico–. Sus poemas también contienen personalidad, acento propio, con su síntesis de filosofía y poesía.
Todos estos apuntes los desarrolla Francisco Socas –traductor y durante años profesor de Lenguas Clásicas en la Universidad de Sevilla– en Vida, poemas y pensamientos de una mujer solitaria. Socas, además de la introducción, exhaustiva y didáctica, se encarga de la traducción de la desclasada obra de Louise Ackermann, con su equilibrio entre idea y verso, entre pensamiento y poesía. “Porque no sustentas; solo quieres engañar. / Tú que los mataste de hambre, les debías alimento, / ¡y solo les diste sombras para devorar!”, escribe la autora en el poema “El ideal”, uno de tantos ejemplos de esa poesía reflexiva de Ackermann, con influencia de Lucrecio, un autor cuya trayectoria y carácter son semejantes a los de nuestra poeta. Ambos coinciden en el ateísmo y ambos entienden el poema como un artefacto para la divulgación de ideas, para la elaboración del pensamiento. En lo personal-histórico, tanto Lucrecio como Ackermann vivieron tiempos convulsos.
Louise Ackermann nace en París, en 1813, y muere en Niza, en 1890. Su vida transcurre en ese siglo que anticipa los actuales paradigmas de nuestra modernidad –y que refleja una fractura respecto del tiempo precedente–. Ackermann, en este contexto de nueva época y de ruptura con lo anterior, se posiciona en una tesitura ambigua. Es partidaria de esos valores que hoy podríamos llamar progresistas –un término que por supuesto es debatible–, sin embargo en otros apuntes observamos a una mujer conservadora. Esta definición no sería un despropósito al leer sentencias como la siguiente: “La entrega y el sacrificio serán siempre el lote que le cae en suerte a la mujer.” No obstante, la certeza de los hechos, que es lo que nos define, nos orienta en una mujer que decidió siempre según su criterio, sin injerencia de Dios ni de la familia ni del marido. Es evidente que la posición social favoreció esta independencia, pero esta ventajosa condición social no resta mérito a una autora que escribió la siguiente frase en un siglo tan misógino: “En la sociedad la mujer no existe más que en función y para provecho del hombre.” Este debate –esta ambigüedad– acerca del pensamiento de Louise Ackermann lo resume Francisco Socas: “La principal contribución de Louise Ackermann a la autonomía de las mujeres consiste en no haber hecho lo que se espera de una mujer.”
Las discrepancias de Ackermann respecto de las ideas hegemónicas de su siglo propiciaron irritados apuntes de autores coetáneos. El más significativo es el escritor y periodista Jules Barbey d’Aurevilly, quien mantuvo con Ackermann una compleja relación de afinidad y animadversión. Barbey d’Aurevilly, cuenta Francisco Socas, no dudó en incluir a Ackermann en una nómina de escritores destacados, una especie de antología que se publicó, a modo de una recopilación de reseñas, en 1889, un año antes de la muerte de Louise Ackermann. La escritora coincidió en esta serie con Heine, Milton, Vigny o su admirado Victor Hugo. “Es a la vez un monstruo y un prodigio, un prodigio de talento y un monstruo del pensamiento”, sentencia Barbey d’Aurevilly, en una afinada frase que bien sintetiza esa interesante relación con Ackermann, cómplice y adversaria. Todo esto, quizá, se explica si tenemos en cuenta que uno y otra tuvieron sus diferencias, pero coincidieron en predicar sus convicciones sin más censura que la de la inteligencia y el juicio propio.
Los poemas de Louise Ackermann recuerdan a la tríada del romanticismo alemán: Heine, Hölderlin y Novalis. La poeta conocía la cultura alemana –de hecho, viajó a Berlín en dos ocasiones–. Esa influencia se percibe en el tono grandilocuente, solemne y grave de su poesía. Ackermann fue una autora que meditó su época a través del poema. Lo vemos en “La guerra”, dedicado a su sobrino, asesinado en el conflicto franco-prusiano de 1870. Aquí un breve fragmento: “Guerra, con el solo recuerdo de los males que desatas, / fermenta en lo más hondo de los corazones la vieja / levadura del odio; / en el cieno que dejan tus olas devastadoras / se siembran gérmenes de rencor y de rabia, / y al vencido, rumiando su ultraje, le queda / un solo deseo, una sola esperanza: parir vengadores. / Así la raza humana, a fuerza de venganzas, / árbol desmochado, verá morir sus ramas. / ¡Adiós, futuras primaveras!, ¡Adiós, nuevos soles!.”
Otra faceta de la autora francesa es la de aforista. Apuntes, impresiones, indagaciones, que en esta edición figuran en el apartado que lleva por título Pensamientos de una solitaria. Leemos algunos aforismos espléndidos. Nos detenemos en aquellos que hablan de poesía, del oficio de este género: “El don del poeta es, mediante un sencillo acorde, despertar en las demás almas vibraciones poéticas que se prolonguen hasta el infinito”; “El lenguaje de la poesía debe ser tan ajustado y comprensible como el de la prosa. Solo necesita ser más colorido, más brioso sobre todo. Es sin duda un lenguaje con alas”; “En poesía es preciso a veces saber sofocar la expresión, a fin de que ella no ahogue el sentimiento que el poema está obligado a expresar”. También hay lugar, cómo no en Ackermann, para el desahogo contra la religión: “La religión es la divinización de la ignorancia a través del poder de la imaginación”; “La religión no transforma al hombre. No ha enternecido nunca más que a corazones ya tiernos. En cuanto a los corazones duros, los endurece más todavía”.
Vida, poemas y pensamientos de una mujer solitaria nos descubre a una autora –gracias a la impecable edición de Francisco Socas– ajena a los convencionalismos y a los estereotipos. Una poeta cuya producción no encaja en las etiquetas previsibles ni en las definiciones recurrentes –por lo que abre nuevos espacios a su tiempo–. Louise Ackermann también fue una mujer que construyó su vida acorde a un único catecismo, el de su pensamiento. Sin más injerencia que la de la idea propia. Ackermann se resistió a los corsés sociales de su época. Y lo que quizá sea más interesante: a los de la nuestra.
Vida, poemas y pensamientos de una mujer solitaria
Louise Ackermann
Edición y traducción de Francisco Socas
Sevilla, Athenaica, 2024, 272 pp.
Gonzalo Gragera es poeta y colabora en The Objective, Clarín y el Diario de Sevilla.