En la primera página de Ana Karénina Tolstoi dejó escrito que, mientras las familias felices se parecen unas a otras, las familias desdichadas lo son cada una a su manera, y Nabokov, quién sabe si más en broma que en serio, volvió la frase del revés al comienzo de Ada o el ardor: para él son las familias desdichadas las que se parecen y las felices las que se diferencian. ¿Existen familias verdaderamente felices? No lo sé. Lo que sí sé es que bien habría podido Natalia Ginzburg adoptar esa frase (la de Tolstoi, claro) como lema o divisa: su literatura es, de hecho, una ininterrumpida reflexión sobre la infelicidad de las familias, sobre las distintas maneras de ser infelices que tienen las familias infelices.
Que la palabra familia aparezca una y otra vez en su bibliografía no puede ser casualidad. Familia, así, a secas, es el título del volumen en el que, en 1977, recogió dos breves historias de padres e hijos, de maridos y mujeres, de afectos y dependencias afectivas, de pequeñas y grandes traiciones. En La familia Manzoni, de 1983, realizó una aproximación biográfica a la figura del autor de Los novios a través de su relación con los miembros de su familia. Veinte años antes había escrito una de sus obras centrales, la memorable Léxico familiar, en la que, partiendo de su propia experiencia, trataba de encontrar los sentidos ocultos de esa entidad que recibe el nombre de familia.
Natalia Ginzburg nació en 1916 en Palermo. Era la quinta de los cinco hijos de Giuseppe Levi, profesor de anatomía comparada. En 1919 los Levi se trasladaron a Turín, en cuya facultad de Letras se matricularía Natalia a la edad de 19 años. En 1938 se casó con Leone Ginzburg, al que dos años después seguiría en su confinamiento en una pequeña localidad de los Abruzos. En 1942, madre ya de tres hijos, publicó (en Einaudi, la editorial a la que seguiría vinculada toda su vida) su primera novela, El camino que va a la ciudad, y al año siguiente se reunió en Roma con su marido. Para entonces éste había abandonado su obligado destierro y engrosado las filas de la resistencia. En noviembre de ese mismo año Leone fue detenido y recluido en la cárcel de Regina Coeli, donde murió en febrero de 1944. La escritora volvería a casarse en 1950 pero nunca renunciaría al apellido de su primer marido. Con él firmaría la docena larga de obras que, entre novelas, ensayos y piezas teatrales, publicaría hasta su muerte a finales de 1991, hace ahora diez años.
Ofrezco estos breves apuntes biográficos porque importa saber en qué medida la novelista buscó inspirarse en su propia vida. Cuando uno lee los libros de Natalia Ginzburg, tiene a menudo la sensación de que está hablando de sí misma y de personajes y ambientes que le eran cercanos. En Nuestros ayeres, por ejemplo, recrea el episodio del confinamiento en los Abruzos, y ni siquiera hace falta poseer grandes conocimientos sobre su biografía para percibir lo que esas páginas tienen de auténtico y de vivido. Lo mismo podría decirse de esa triste y remendada Italia de posguerra que se vislumbra detrás de muchas de sus historias, una Italia de maestras de provincias que completan sus ingresos pasando textos a máquina y de oscuras pensiones junto a las vías del tren, como aquella en la que Cesare Pavese se quitó la vida un tórrido mes de agosto. En sus novelas se establece siempre un diálogo directo entre vida y literatura, y lo curioso es que Natalia Ginzburg no creía que fuera así. En un texto de 1964 habló del “sacro horror” que, al menos al comienzo de su carrera literaria, le inspiraba la autobiografía. En aquella época habría querido ser una persona diferente de la que era, una mujer rusa y no italiana, la hija de un príncipe o un proletario pero no la de un profesor de universidad, y según ella eso era lo que hacía que en sus primeras historias no hubiera realidad sino sólo apariencia de realidad (algo por otro lado muy discutible: el afán autopunitivo de ese texto aconseja poner algunas de sus afirmaciones en cuarentena). La posterior incorporación de elementos procedentes de su propia autobiografía respondería por tanto a esa preocupación, a esa necesidad de transmitir una sensación de realidad que no estuviera cimentada en la mera apariencia, y Léxico familiar constituiría la feliz culminación de ese proceso.
Natalia Ginzburg escribió muy pocos textos más de carácter abiertamente autobiográfico. Los más relevantes están recogidos en el volumen titulado Las pequeñas virtudes. Habla ahí de su periodo de confinamiento, de las miserias de la primera posguerra, de su amistad con Pavese, de la larga temporada que pasó en Londres a principios de los sesenta… La edición que yo tengo muestra en la cubierta la foto más conocida de la escritora. Morena, de pelo corto, con los dientes muy blancos y unos ojos rasgados que le dan un aire inesperadamente exótico, su imagen se aviene bien con la que uno ha acabado formándose de las protagonistas de sus historias, con esas mujeres indecisas y melancólicas, desorientadas, huidizas, conscientes sólo de su condición incolora, frágiles o directamente rotas, culpables sin culpa alguna, atenazadas por la vergüenza, adultas contra su voluntad, mujeres que en buena parte desconocen sus propios sentimientos, que se sorprenden por el interés de los hombres, que se embarcan en matrimonios equivocados y en un momento u otro tienen que enfrentarse al vacío de la propia existencia… Con personajes así y con los episodios nunca extraordinarios de las crónicas familiares (las muertes y los nacimientos, los noviazgos y las bodas, las separaciones) supo Natalia Ginzburg levantar un mundo al mismo tiempo delicado y consistente, minúsculo y grandioso, íntimo y universal, y uno no puede sino preguntarse por qué ha sido tan escaso el eco que su obra ha obtenido en nuestro país. Sólo cinco libros suyos están hoy al alcance del lector español. A ellos habrá que sumar el volumen de novelas breves que al parecer Espasa quiere publicar en primavera. Esperemos que sea éste un paso decisivo en pos de la ya inaplazable recuperación de una autora como ella, la portavoz más feliz de la infelicidad. –
(Zaragoza, 1960) es escritor. En 2020 publicó 'Fin de temporada' (Seix Barral).