Pájaro y humano despistados

El canto extemporáneo de un pájaro en la ciudad en mitad del invierno es también una sorpresa maravillosa, un regalo repentino, como si al caminar por una ciudad del exilio alguien nos llamase por nuestro nombre de antaño.
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En una callejuela casi peatonal una urraca camina por la acera y de vez en cuando mira hacia arriba, a la altura del primer piso. Si usase pantalones llevaría las manos en los bolsillos. Está midiendo las distancias. Lo que quiere hacer no lo sé muy bien, así que me detengo a observarla. Una humana que observa a un ave con dos bolsas en cada mano. ¿Me estará alguien mirando a mí también, a ver qué hago, telescópica estructura de observación en esta silenciosa calle? Mediante un corto vuelo, en apariencia muy pensado, la urraca alcanza la farola que sale de la fachada, a la altura del primer piso, y da algunos pasitos sobre el tejadillo, asomándose cuando llega al borde, calculando el próximo movimiento. Es asombroso distinguir en este animal tanta previsión, una organización mental que, por mucho que esté al servicio de los instintos, es capaz de retenerse para sacar lo máximo de las circunstancias con el mínimo gasto de energía. Diría que quiere llegar al balcón, que está lleno de cosas, de macetas, de bolsas, de cajas, de figuras: un clásico balcón trastero. Supongo que entre todas esas cosas hay alguna que quiere llevarse nuestra urraca. 

Mientras tanto aparece otra en la acera de enfrente, baja de un salto a la calzada, donde se entrega a las inspecciones de su interés, y la aparición de esta compañera o al menos semejante parece desconcentrar unos segundos a la primera. Espero sin moverme a ver si son compinches y se juntan, pero después de un titubeo la primera sigue con su esmerada empresa. Tampoco yo, que debo seguir con la mía, he llegado a despistarla con mi volumen y mi evidente humanidad. Es sabido que muchos animales nos evitan, pero estas son urracas de ciudad. En parte porque empecé a sentir vergüenza por llevar tanto rato parada ahí, no me quedé a ver hasta dónde llegaba la urraca, si conseguía entrar en la casa de los balcones del primer piso, qué sería aquello tan valioso que se guardaba allí. No me fijé en si estaban abiertos los cristales y no sé cómo habría podido abrirlos, pero sí me acuerdo de que un café cercano tiene un gorrión asiduo que va a desayunar, todas las mañanas, cruasanes. La puerta de la calle es doble, la primera conduce a un pequeño rellano, para aislar del frío, separado del interior del café por otra puerta. El pájaro debe entrar en un momento en que las dos puertas se abran simultáneamente, debe ser muy rápido en el movimiento para no quedarse atrapado en el rellano, pues dado que es un pájaro no podría abrir por sí mismo la puerta, porque no tendría fuerza en primer lugar, porque no llega al picaporte y porque, de todos modos, no tiene manos para agarrarlo y tirar de él. Además, para aplicar fuerza de tracción conviene tener los pies en el suelo, como para muchas otras cosas. Por fin el gorrión entra y se come las migas que le dejan los clientes humanos.

Otros pájaros que me han sorprendido son los que en el último episodio de Fanny y Alexander aparecen delicadamente piando a lo lejos en el jardín mientras Alexander, que ya ha conseguido escapar de la horrible casa de su padrastro, hace algo trivial como atarse los cordones o algo así. No basta con el despampanante decorado por el que se mueven los personajes: hay también unos pajarillos que pían muy sutiles y que nos recuerdan el entorno de la casa y que las estaciones pasan, aunque sean sonidos sin función dramática y aunque los personajes ya no vayan a salir al exterior que han construido esos sonidos. Por eso esos cantos suaves le dan al conjunto tanta realidad, porque no son funcionales, porque están metidos sin que haga falta. El canto extemporáneo de un pájaro en la ciudad en mitad del invierno es también una sorpresa maravillosa, un regalo repentino, como si al caminar por una ciudad del exilio alguien nos llamase por nuestro nombre de antaño. Dónde estará su bandada, qué hace aquí, pobre pájaro despistado pero a lo mejor no tanto, a lo mejor la despistada soy yo y el invierno no es lo que parece.

Pero bueno, aquí estoy escribiendo sobre pájaros, un tema que por otro lado me interesa genuinamente, y sobre el más o menos cerrado abanico de las interacciones que pueden darse entre dos animales de distintas especies que coinciden en las calles de una ciudad, y mientras tanto el enigma que me ronda es otro, sobre el que quiero escribir ahora. Quizá al escribir atentamente sobre urracas esté practicando con individuos que no pueden o que pasan de darme la réplica. Puede ser una práctica o una evasiva, pueden ser largas, porque ahora, estos días, cuando se dice que nos acordamos de los que ya no están, me doy cuenta de que no solo se habla de los muertos: se habla también de los enfadados, tampoco ellos están. ¿Por qué nos enfadamos unos con otros los humanos? Nos he mirado tanto como a los pájaros, y estos días trataré de escribir sobre eso. ¡Aunque vaya rollo!

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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