De Dorothy Parker se decía que era la mujer más lista de Estados Unidos. También que podía saltarle a la yugular a cualquier hombre que no la tratara como a una igual o que pusiera en duda su inteligencia o talento. Todavía fuente de citas ingeniosas, jamás hizo el menor esfuerzo por guardarse ninguna de sus opiniones. Su vida intensa y brutal franqueza llegaron a ruborizar al propio Hemingway, quien alguna vez le dedicó un poema mediocre y cruel en el que la acusaba, entre otras cosas, de ser una suicida frustrada y de odiar a España por maltratar a los toros y a los burros.
A propósito de España, Parker llegó a visitar el país en 1937 y la experiencia la marcó profundamente. Su estancia duró apenas diez días, pero fueron suficientes para percibir el horror y convencerse de hacer lo que estuviera en sus manos para evitar que la República fuese derrotada. Al volver a Nueva York, recaudó fondos entre sus amigos ricos de la ciudad y en poco tiempo se convirtió en la presidenta de la Comisión Norteamericana para la Asistencia de la Democracia Española.
No era la primera vez que Parker se entusiasmaba con una causa semejante. Como en ocasiones anteriores, algunos de sus conocidos recibieron su entusiasmo con algo de escepticismo. Después de todo, se decía, Parker era solo una mujer privilegiada jugando a las causas nobles. De ahí tal vez que Hemingway, que también usó la poesía para criticar a Edmund Wilson, llegara a referirse en su poema a los sentimentalismos sin riesgos de Parker: una “poeta trágica” que se las arreglaba para regresar a buen puerto con el “culo intacto”, a continuar escribiendo poemas para The New Yorker.
Pocos meses después de su experiencia en España, no obstante, Parker entregaría justamente a esa revista uno de sus mejores cuentos, “Soldados de la República”, cuyo tema es el desastre de la guerra civil que la narradora experimenta en Valencia. El cuento sucede al anochecer, en un café, horas después de un bombardeo que ha caído sobre la ciudad. Los bombardeos a plena luz del día, dice la narradora, son los peores de todos: son el horror visible y vivo. A pesar de eso, le sorprende que en el café nadie estuviese nervioso o tenso.
La narradora observa a los niños que llenan el local. Serios sin ser solemnes, observan el ambiente con una suerte de tolerante interés. Fija su mirada en uno en particular: un pequeño, de unos seis meses, con el pelo engominado y la ropa remendada. El niño es contemplado con atención por sus padres, quienes también van con las ropas raídas. La narradora lanza sobre ellos una observación banal, estúpida casi, sobre los harapos que llevan los clientes del café: “Tiene gracia, cuando en un sitio nadie es el mejor vestido, no se nota que nadie está bien vestido.” Su acompañante, una voluntaria de guerra sueca, no entiende bien el comentario. “¿Cómo?”, pregunta sorprendida, luego decide ignorar el tema.
La narradora va vestida a la moda neoyorquina. Al llegar a Valencia, su elegante sombrero había despertado las burlas de la gente. Dice haber sentido una dolorosa perplejidad ante aquellas burlas, como si un empleado de aduanas le hubiese garabateado “Avenida West End” en la cara. La narradora nota que “en Valencia los estadounidenses caen bien, porque han visto a los buenos: médicos que abandonaron sus consultas para venir a ayudar, las jóvenes y serenas enfermeras, los hombres de las Brigadas Internacionales.” Ella, desde luego, no se incluye dentro del grupo de los buenos. En aquella Valencia destrozada, es solo un personaje ridículo con un sombrero extravagante y caro.
La vida, al interior del café, parece continuar a un ritmo de inquietante normalidad. En un momento, la narradora nota la presencia de un amigo suyo y se acerca a saludarlo. Conversan un rato. Al regresar a su mesa, se da cuenta de que hay un grupo de soldados republicanos sentados hablando con la muchacha sueca. Están llenos de polvo, cansados, como si “acabaran de morir”. No puede evitar fijarse en los tendones de sus cuellos. Empieza a experimentar una incomodidad creciente que va a dominar todo el cuento hasta volverlo irrespirable. Confiesa sentirse como una cerda, una “cerda de marca mayor”.
La sueca hace de traductora. Habla español, francés, alemán, escandinavo, italiano e inglés. Ha estado en España desde el comienzo de la guerra, ha asistido a hombres destrozados, llevado camillas vacías hasta las trincheras y regresado con ellas cargadas de heridos hasta el hospital. Ha visto demasiado como para sumirse en el silencio o realizar observaciones banales. Es el personaje que funciona como antítesis de la narradora. La presencia de los soldados solo evidencia la silenciosa tensión que ha empezado a desarrollarse entre ellas. La muchacha le cuenta la historia de aquellos hombres. Deben volver a las trincheras porque se les ha terminado el permiso de cuarenta y ocho horas. Todos son campesinos o hijos de campesinos muy pobres y la mayoría lleva más de un año sin tener noticias de sus familias. Su aldea ha sido capturada por el enemigo y cualquier comunicación se ha vuelto prácticamente imposible.
Los hombres hablan despacio, mirándolas a la cara, como se habla cuando uno se dirige a otra persona que desconoce la propia lengua. Sueltan sus historias con tanta vehemencia que están convencidos de que sus interlocutoras pueden entenderlas. La narradora se avergüenza de no poder. Lo único que puede hacer por ellos, en ese punto, es ofrecerles un paquete de cigarrillos rubios estadounidenses de excelente calidad (“en España, el tabaco rubio no sabe a nada”). Los soldados, que deben regresar al frente esa misma noche, estaban desesperados por fumar y se lo agradecen efusivamente. Ella se siente bien por un momento. Para alguno de esos soldados será el último cigarrillo que fumará antes de morir. Inmediatamente después de entregarles el paquete, sin embargo, vuelve a surgir su incomodidad: “Muy bondadoso de mi parte compartir mis cigarrillos con los hombres que iban a regresar a las trincheras. La Pequeña Dama Generosa. La cerda de marca mayor.”
Hacia el final del cuento, cuando los soldados se han marchado, la muchacha sueca pide la cuenta. El mesero sacude la cabeza y se aleja. Los soldados ya han pagado las copas. En la pobreza extrema en que se mueven aquellos hombres, entregar sus magros recursos a un par de desconocidas se convierte en un acto de generosidad desconcertante que ellas no ven venir.
El final de “Soldados de la República” remata esa sensación de estar fuera de lugar que la protagonista siente desde un inicio. En la literatura norteamericana de la época, es difícil encontrar un relato más contundente sobre la incomodidad del intelectual cuando la guerra, como realidad y no como idea, entra por la puerta y se sienta a la mesa del café a hablar y a fumar. Este es un cuento sobre la dificultad de mirar desde el privilegio y la comodidad, sobre la incapacidad de representar un mundo del que solo se roza la superficie; pero sobre todo es un cuento sobre la ansiedad que nos provoca lo radicalmente ajeno cuando nos mira de frente.
Los soldados de la República le han hablado a la protagonista directamente a los ojos. Lo han hecho despacio, pero con vehemencia. Aunque no entiende lo que dicen, aquella mirada no deja de interpelarla. Esa interpelación se ubica fuera del entramado expositivo y narrativo que su relato pretende armar. Ella se encuentra a merced de la mirada de esos extraños. Y siente, ante eso, malestar y vergüenza.
Poco después de haber visitado una Valencia demolida por la guerra civil, Parker escribe este texto que funciona menos como un testimonio de guerra que como la incómoda confesión de un personaje que no sabe cómo lidiar ante una situación que la desborda. La protagonista es muy parecida a la propia Parker y el cuento puede leerse, en más de un sentido, como una autocrítica. A Parker, observadora potente y crítica mordaz de las contradicciones de los intelectuales de la costa este de Estados Unidos, no podía escapársele una de las representantes más eminentes de aquel grupo: ella misma. El cuento expone la incomodidad que debió experimentar no pocas veces en su trayectoria intelectual y a la que se refirieron en varias ocasiones sus amigos y conocidos.
A pesar de todo, hay algo en aquella narradora de Parker que escapa al ambiente pesimista que domina el cuento. Después de todo, una de las virtudes de la protagonista, que solo se revela al final del relato, va a ser justamente su capacidad y voluntad de escuchar. Quiero decir: escuchar y dejar de opinar, escuchar y abandonar el uso molesto de la boca, escuchar como quien entrega algo que ayuda a aquellos soldados a desahogarse. Esos hombres, que están a punto de morir y a los que nadie escucha, se refugian en el silencio y la atención que les prestan esas dos extranjeras. Escuchar, en este sentido, tiene menos que ver con procesar una información que con prestar el oído: invitar al otro a hablar y a liberarse en su propia alteridad.
La narradora, por un momento, se convierte en una suerte de caja de resonancia para esos extraños que, al poder expresarse sin ataduras, se devuelven a sí mismos. Es un ejercicio terapéutico que los soldados agradecen al final de la única forma en que pueden hacerlo: entregando el poco dinero que llevan para pagarles las copas. La escucha paciente y desinteresada ha apagado el ego de la protagonista: emitir en ese momento cualquier juicio (así sea de entusiasmo por su causa) hubiese roto la hospitalidad que su escucha había logrado levantar en aquel puñado de hombres a los que su propio país parecía haber sumergido en el olvido. Ningún intelectual de aquellos a los que Parker gustaba referirse y representar había callado nunca tanto.
(Guayaquil, Ecuador, 1976) es crítico literario y profesor de la Universidad de San Diego.