Por la autopista, aunque esto ya desde hace algunos meses, kilómetros crecientes de placas solares. Colcha que va tejiendo Rottenmeier. Lo que antes resultaba prometedor cuando se veía cubriendo el tejado de una casa, ahora es una presencia ominosa. Donde había olivos, ovejas, un prado o la proyección de tu mente errabunda ahora están esas planchas pulidas. Cuando están junto a un campo de girasoles qué desazón. ¡Ánimo, girasoles! Antes de los olivos, de las ovejas, de las fantasías de mi mente, debió de haber aquí otras cosas y alguien a quien le encantasen. ¿Se entristecerá alguien en el futuro cuando a estas placas las sustituya otra cosa?
La gente se amontona en las ciudades de modo que entre ellas queda más espacio que rellenar con placas solares. Para que desaparezca nuestra por lo visto enojosa sumisión a lo tridimensional es necesario consolidar la agrimensura. Del mismo modo hay que operarse la cara para encerrarse a mirar el teléfono. Las placas son móviles para gigantes.
Pero todo lo que vemos a nuestro alrededor somos nosotros.
En un pueblo andaluz. Subimos siguiendo el trazado de rayo de las calles. A medida que se asciende todo es más blanco y esencial. Se diría un camino espiritual. Cuando hay colores, son muy vivos. En el suelo y en las paredes hay tiestos con flores. El tejado es, a los pocos pasos, suelo. Todas las azoteas se utilizan y están conectadas: es como una medina. En muchas de las azoteas hay piscinas hinchables. Y muchos más tiestos, algunos enormes. Y también muebles; toda clase de cachivaches en esas casas a las que se accede por callejuelas empinadas y estrechas. ¿Cómo las habrán subido? Y se me ocurre que lo verdaderamente nazarí que queda ahí, el vestigio genuino, es que cuando haya que salir corriendo también habrá que dejarlo todo atrás.
Por una carretera comarcal. Durante unos metros, sobre las curvas, las ramas altas de los árboles de los dos lados se juntan para formar un arco −tirando a carpanel−. Los árboles van rectificando la perspectiva en acoplamiento con la conducción. Eso es algo que hacen los árboles, son ellos los que tienden a esas formas que nosotros vemos armónicas, en estos lugares civilizados, habitados desde hace mucho tiempo. Ellos están muy bonitos y yo bajo el parasol para ver en el espejo si voy guapa, y a la derecha un claro del bosque se ilumina. Una manera muy buena de descansar es pedirles a dos que os lleven en el asiento de atrás del coche y que charlen sin esperar que os metáis en la conversación. Id mientras mirando por la ventanilla y sin hablar.
Una tarde el aire está muy espeso. Aunque aquí no hay incendios, se intuyen los lejanos. Salgo a observar a los animales de los alrededores pero no los noto más inquietos, aunque por otro lado tampoco los conozco tanto. Más tarde los oigo. Llegan cenizas volando. Un jersey negro que se queda tendido por la noche amanece lleno de pintas blanquecinas.
Por la mañana el sol está rojo, como nunca lo hemos visto. Se puede mirar directamente sin gafas, como si la atmósfera fuese un filtro. Sigue rojo durante kilómetros, rojo entre las ramas de los árboles. Es un sol apocalíptico. El fondo del aire es rojo, podríamos decir, la mitad del camino. Solo vemos un campo abrasado, poco después de pasar Ponferrada.
Otro día, en un puerto. En una calle ancha y solitaria hay un negocio misterioso, un escaparate con libros y objetos polvorientos, y pegada al cristal una jaula con el único ser vivo dentro. Es un canario menudo; parece muy joven. Le han dejado una jibia para que se afile el pico, y agua y alpiste para cuando tenga ganas. Es un poco triste que esté el canario ahí solo y encerrado. Cuando nos acercamos a mirarlo permanece muy quieto, extraordinariamente quieto, en la barra que cruza la jaula. Es de un amarillo precioso. Creo que se da cuenta de que lo estamos mirando, y que eso ha influido en su estado de ánimo. Es como si, al hecho de no saber aún cómo entretenerse, se añadiera el de no saber cómo debe comportarse en público. Como si no se hubiese dado cuenta de su encierro hasta que ha tenido testigos, o como si en su soledad hubiese encontrado una manera de sobrellevarlo que nosotras hemos venido a desbaratar. También es como alguien que no se da cuenta de lo desordenado que tiene su cuarto hasta que otra persona se asoma. Pero qué extraña timidez transmite el canario, como mezclada con una gran dignidad. Quizá esté deseando que nos vayamos. Al día siguiente vuelvo a mirarlo, y allí sigue. ¿Lo van a dejar en el escaparate todo el fin de semana? Al tercer día ya no está.
Pero más tarde, cuando ya me he ido, recibo una foto del canario.