Antes que nada, quiero darle las gracias al jurado, a Gonzalo Celorio, Elsa Cross y Alberto Ruy Sánchez, a quienes quiero desde hace años y a quienes leo desde siempre con cariño y admiración. También agradezco al Instituto Nacional de Bellas Artes, cuya persistencia en este sexenio de hostilidad contra el pensamiento y la creación, es casi un milagro. Que haya Instituto muchos años más. La verdad, los últimos años han sido muy arduos en todo el mundo, pero hoy sólo hablaré de México. Aquí han sido penosos para todos: no sólo para las artes, también para la ciencia, la educación y la investigación. Para las leyes, los universitarios, las editoriales independientes, para los defensores de derechos humanos, para los periodistas, los ecologistas, las feministas, los maestros, el deporte.
Padecimos, con el resto del mundo, una pandemia que nos arrebató cientos de miles de vidas. Pero no sólo eso. México está dividido y tiene una herida en el centro que nos ha arrancado otros miles. (Dios mío, qué semana… otro guijarro negro para las kalendas de septiembre). La herida que lo desgarra es la violencia que enferma todo lo que toca, pero México no parece no registrar su descomposición. Es un país encandilado por el espectáculo de su propio naufragio.
El arte, que desde hace sexenios fue arrumbado en un rincón, en éste ha sido atosigado hasta el cansancio y acusado de conservadurismo, de elitismo, de ser meritocrático y es imposible enumerar de cuántas cosas más. Las dos primeras acusaciones son absurdas de tan generalizadoras y que es meritocrático, pues a mucha honra, qué quieren que les diga, aunque sabemos que el destino del artista no es siempre justo. El cuerpo de Mozart fue arrojado a una fosa común. Ovidio fue desterrado, como Safo, como Dante, como al-Muttanabbi, el más grande poeta de los árabes. Van Gogh no vendió un solo cuadro en su atormentada vida. Sor Juana hubo de abandonar la poesía mundana y al final, callar. En fin. La lista es larga e ilustre.
Pero aquí estamos, hablando de ellos y no recordamos los nombres de quienes los hicieron callar o les negaron la posibilidad de seguir creando. Porque el arte es necesario. Es indispensable. Sin él las sociedades pierden la razón. En estos años se nos ha repetido sin cesar que hay cosas más urgentes, que el arte no se come, no da techo, no cura y que por eso nos vamos a ir a ver La casa de los famosos. Se colocan el libro, la partitura, la coreografía, la pintura, por decir algo, en una esquina. En la otra, la necesidad de una vida digna, con seguridad, educación y salud. Entonces se nos da a escoger, pero el arte no tiene qué contender con las necesidades humanas básicas, porque ya lo decían los zapatistas, sobrevivir no basta. No es justo darle a escoger a nadie entre la vida del cuerpo y la del espíritu, porque somos las dos cosas.
Nuestros antepasados más lejanos pintaron las paredes de sus cuevas, con una capacidad de conmover que no radica sólo en la edad inimaginable de esas imágenes; también estremecen por su belleza y capacidad expresiva. Poseían menos que lo indispensable. Todavía no existía el lujo y apenas se puede imaginar la brevedad y crueldad de sus vidas. Y pintaron con una destreza sorprendente. Que produjo belleza.
No sabemos a ciencia cierta dónde estuvo Troya, pero todos sabemos que Aquiles prefirió tener una vida corta y gloria a vivir en paz. Es tan vigente ese poema compuesto quizás en el siglo VIII a.C que, ahora mismo, resuena en el Zócalo de este país el lamento de Príamo que clama por el cuerpo de su hijo muerto.
El arte no sólo es necesario, es, quizás, la única forma de perdurar que ha encontrado el hombre.
En estos días un poema me ronda la cabeza. Lo escribió William Butler Yeats, un poeta irlandés que miraba la democracia con recelo y estuvo cerca de ciertas formas de fascismo. Yeats fue un hombre profundamente interesado en ciertas disciplinas esotéricas que me ponen nerviosa. Es decir, en aspectos fundamentales del pensamiento, estoy lejos de él. Y sin embargo, nada como sus palabras para expresar mi desaliento, (y en otros de sus poemas mi amor por la danza, mi melancolía ante la vejez, o, simplemente, mi estar en el mundo). Las imágenes del poema me exaltan y su belleza terrible me consuela un poco:
Girando y girando en la cada vez más amplia espiral/
El halcón no puede oír al halconero
Las cosas se deshacen, el centro ya no se sostiene
Una tosca anarquía se desata sobre el mundo
Una marea ensangrentada lo desborda y en todas partes
La ceremonia de la inocencia es ahogada;
Los mejores carecen de cualquier convicción, mientras
Los peores están llenos de apasionada intensidad…
Y bueno, quiero darles las gracias a ustedes con toda el alma. La amistad y el trabajo le dan sentido a mi vida. Para terminar, quiero dedicar esta medalla a mi amor, a David Huerta. Sin él, yo no estaría aquí. ~
Discurso pronunciado durante la recepción de la Medalla Bellas Artes, en el Palacio de Bellas Artes, el 12 de septiembre de 2024.