Ni siquiera recuerdo a qué edad supe de la existencia de Stan Lee. Probablemente haya sido en algún momento de mi infancia, alrededor de los diez años, cuando la serie animada de Spider-Man se transmitía en Canal Cinco y él apareció como invitado en uno de los capítulos. O tal vez fue antes, cuando tenía unos seis años y su nombre quizá apareció en alguno de los cómics de X-Men y Spider-Man que compraba en el mercado cerca de mi casa —revistuchas delgadísimas de páginas de papel revolución y portadas de un couché de gramaje casi inexistente—. La cosa es que fue hace tanto tiempo que no tengo recuerdo de haber cobrado conciencia de su existencia, como si siempre hubiera estado ahí. Stan Lee no era una persona: era un constructo, responsable de parte del entretenimiento que colonizó mi niñez.
Aunque Stan Lee sí era una persona. Un sujeto de 95 años que murió hace unas horas y cuya imagen es casi sinónimo de Marvel Comics, una de las propiedades más poderosas y valiosas de Disney, además de casa de los Vengadores, el equipo de superhéroes más taquillero de la historia del cine.
Stan Lee era una leyenda, pues.
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O eso es lo que Marvel ha querido hacernos pensar desde hace varias décadas. La verdad, por supuesto, es una cosa mucho más rugosa y mucho menos aburrida que la idea de una “leyenda”, de un hombre que gracias a su genio individual logró catapultar a unos dibujos de hombres en mallas brincando entre edificios hasta la cima de la recaudación taquillera hollywoodense.
Allá en los sesenta, Stanley Martin Lieber era un escritor bastante promedio. Llevaba años como empleado de Atlas Comics, primero como asistente y después como guionista, y había escrito varios cómics de género —western, romance, guerra— que pasaron sin pena ni gloria, pero que pagaban la renta. Según Lee, un día, mientras pensaba en cambiar de rubro profesional, su editor le encargó crear un equipo de superhéroes, toda vez que la Liga de la Justicia de DC, recién debutada, vendía muy bien, y a Marvel le vendría bien tener un título así en el catálogo, dado el incierto estado de sus finanzas. Lee aceptó el encargo y creó a los Cuatro Fantásticos, que se revelaron como un éxito instantáneo y pusieron la primera piedra de la leyenda. (Jack Kirby tiene una versión menos halagadora que incluye a Lee llorando con desesperación.)
No se puede negar que los guiones de Lee, que a menudo hacía una dupla genial con Jack Kirby y Steve Ditko, cambiaron el panorama del medio. Pero la historia ha sido generosa con Lee y quizá no tanto con Kirby y Ditko, en parte porque Lee fue quien se quedó los dividendos y los micrófonos y, en consecuencia, el dominio de la narrativa. La relación de autoría en el cómic es a veces borrosa, pues dibujantes y guionistas trabajan muy de cerca, rebotando ideas visuales y argumentales sin importar cuál sea su puesto oficial. Además, Stan Lee, quizá muy convenientemente, patentó el “método Marvel”, una forma de colaboración donde el guionista daba un outline, el dibujante lo ilustraba y el guionista llegaba a poner diálogos sobre las imágenes. El método, como es natural, levanta incertidumbres respecto a quién aportó qué en la creación de las propiedades más valiosas de Marvel, toda vez que Stan Lee podía a veces entregar líneas tan generales como unas frases y dejarle al ilustrador todo el trabajo de planeación de escenas y secuencias, trabajo que suele corresponderle al guionista.
Y si bien no hay tantas dudas respecto a quién tuvo la idea primigenia de la mayoría de sus personajes —Spider-Man, los Cuatro Fantásticos, los X-Men, los Vengadores y una abrumadora cantidad de personajes—, lo cierto es que los superhéroes de Lee no se distinguían en lo esencial del resto de los personajes que atiborraban los anaqueles de cómics. Varios de sus conceptos son sencillas copias al carbón de otros, una práctica más que común en aquellos tiempos —y en estos, nomás que ahora fingimos pudor—: los Cuatro Fantásticos, por ejemplo, son una clara derivación de los Challengers of Unknown, mientras que los Vengadores están diseñados como respuesta a la Liga de la Justicia. Los personajes de Lee eran relativamente genéricos, distinguidos de otros por el apabullante diseño que Kirby realizó, plagado de ideas visuales tan explosivas que volcaron a una generación entera de niños sobre los puestos de revistas. Una vez ahí, los bombásticos anuncios publicitarios protagonizados y escritos por Lee —una de las marcas de la casa, llenos de eslóganes tan pegajosos como “Hey, kids! Comics!” o “Excelsior!”, o de bobalicones y simpáticos apodos, como Stan “The Man” Lee— y su interacción cercana con los lectores mediante cartas pavimentaron el camino para su transformación en poster boy.
Marvel Comics salió del bache financiero, y para los setenta, la empresa era líder del ramo, un puesto que, con vaivenes y disputas con DC, ha conservado en estos cincuenta años. Stan Lee abandonó los guiones y pasó unos años de fallidos emprendimientos sin nunca separarse del todo de Marvel, y a finales de la década comenzó a aparecer en convenciones de comics y a desempeñar un papel más activo como vocero. Sus relatos de la génesis de los superhéroes de Marvel, muy adornados y con varias imprecisiones y adjudicaciones que más de un colega le disputó (“Nunca he visto a Stan Lee escribir nada”, declaró Kirby), aunados a su imagen icónica con gafas Ray Ban y bigote, lo terminaron de consolidar como icono creativo. Un icono creativo cuya producción durante décadas —una vez que perdió sus mancuernas con artistas geniales como Ditko y Kirby— fue de una mediocridad y una intrascendencia pasmosas.
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La permanencia de Stan Lee en la cultura pop se debe más a su presencia como vocero de Marvel Comics que a la continuidad de una carrera relevante. En años recientes, el Universo Cinematográfico de Marvel, donde muchos de sus superhéroes son protagonistas, lo mantuvo vigente gracias a una serie de cameos —cada uno más lamentable que otro, a últimas fechas— que buscaban recordarnos quién era el papá de los pollitos.
Este papel era solo una extensión del rol que Lee jugó en los noventa, cuando era ejecutivo, editor y encargado de revisar las adaptaciones cinematográficas que durante años no lograron nada interesante, pero sobre todo, era la imagen de la compañía y el encargado de promocionar los stunts publicitarios que Marvel hacía pasar por líneas argumentales.
Por ejemplo, recuerdo aquel seminal proyecto de mi infancia, Marvel vs DC, un movimiento donde los dos universos chocaron y todos sus personajes se enfrentaron entre sí en una serie de peleas. Lee estuvo ahí, promocionando ese y otros proyectos, y recuerdo con nitidez su fotografía en un ejemplar de Wizard, posando teatralmente como si detuviera una pelea entre Batman y Superman. Después de la serie de enfrentamientos, ambos universos se unieron por un momento y surgió Amalgam, un sello temporal donde se publicaron one-shots de superhéroes como Dark Claw —una fusión de Batman y Wolverine—, Spider-Boy —la mezcla entre Superboy y Spider-Man—, Bruce Wayne, Agent of S.H.I.E.L.D. —el nombre lo explica todo— o Iron Lantern —otro que se explica solito—. También recuerdo aquel otro magno evento de los años noventa, Just imagine…, donde los personajes de DC recibían el tratamiento de Lee, presentando versiones de Batman y Superman y Wonder Woman y el resto del panteón como si Stan Lee los hubiera ideado, con guiones a cargo del propio Lee.
El resultado de todas estas movidas editoriales con el sello de Stan Lee fueron unos cómics espantosos que guardo con muchísimo celo en la caja de revistas noventeras de las que no me desprendo por mera nostalgia. Y eso que no me animé a entrarle de lleno a muchos de sus otros títulos, algunos de ellos también fallidos, como Stripperella, una superheroína concebida en mancuerna con Pamela Anderson, o Heroman, una serie superheroica en manga y anime que apenas tuvo 26 episodios antes de ser cancelada en silencio.
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Una y otra vez, Lee se embarcó en una serie de proyectos dizque explosivos en mancuerna con artistas de toda ralea. Entre las cosas que anunció se encontraban un canal de YouTube, una versión superheroica de Ringo Starr —me niego a comentarlo—; Romeo & Juliet: The war, una reescritura futurista del clásico de Shakespeare y Dragons vs Pandas —dios mío—. Una y otra vez, los proyectos se cancelaron o no llegaron a nada. Salvo Zodiac —una serie de novelas infantiles coescritas por Lee y otros escritores y publicadas por Disney, lo que en lenguaje editorial quiere decir que fueron escritas por todos menos por Lee—, Stan Lee no logró un solo proyecto, ya no digamos vendedor, sino siquiera simpático, por varias décadas.
Tampoco hacía falta. Lee no vivía o no pretendía vivir de eso tanto como del stunt, de la marometa, del bombo y el platillo. De eso y los millonarios cheques que cobraba en Marvel, por supuesto, donde permaneció por mucho tiempo como el arquitecto principal de una serie de maravillas que transformaron la cultura popular de todo el planeta, a pesar de que parecía que sus habilidades creadoras se habían esfumado hacía décadas. Poco importaron las acusaciones en su contra —que van desde el plagio hasta el acoso sexual en pleno #MeToo, pasando por el maltrato laboral—. Nada dañó su presencia.
Y es que más allá de sus limitadas virtudes como guionista, Stan Lee tuvo el tino genial del publicista abusado y abusivo que está en el lugar y el momento en el que pasan las cosas. Su Spider-Man, por ejemplo, es un personaje que, en el papel, como otros tantos héroes, apenas es un conjunto de vagas líneas generales, tan abiertas que permiten que todos se identifiquen: tiene una relación tirante con el legado de sus padres, le teme al fracaso, tiene preocupaciones laborales y escolares y es un desastre en las citas. Esa textura tan terrenal —sumada al arrollador aspecto visual que le dotaron Steve Ditko y Jack Kirby pero, sobre todo, a la gritona promoción de Stan Lee— bastó para construir un icono, pero la robustez y complejidad del personaje son más un producto del trabajo, extendido por décadas, de una serie de guionistas, ilustradores y cineastas brillantes —Dan Slott, Brian Michael Bendis, J. M. De Matteis, Sam Raimi, Roger Stern o Gerry Conway, entre otros— que del genio individual de su supuesto creador original.
Stan Lee vio más lejos que muchos de sus colegas, pero no en términos de desarrollo de personajes o de tramas, sino de ventas y alcance mediático. Encontró el potencial del cómic, lo explotó y lo llevó a nuevos niveles mediante una intensa interacción con sus lectores, una práctica que, todas las distancias salvadas, Marvel ha continuado en sus cómics y películas, donde a menudo se satisfacen las demandas de los fans. Halló la quintaesencia prosaica de las tramas cotidianas que marcarían la línea de la editorial. Supo alzar la voz en temas raciales y políticos y, como en todo, también supo usar ese posicionamiento como una estrategia de ventas. Se convirtió en el vendedor número 1 de su editorial, décadas después de haber comenzado en un puesto insignificante, y se encargó de hacer todo esto mientras cincelaba y perfeccionaba un relato épico donde él era el protagonista.
En ese sentido, la mayor creación de Stanley Martin Lieber no es Spider-Man ni Hulk ni los X-Men, sino Stan Lee: el guionista extraordinario que escribía poco y bastante mal; el genio creativo que durante décadas tomó el crédito del trabajo de otros; el exitoso ejecutivo que se embarcó en una serie de fracasos y empresas fallidas y que, pese a todo, conservó su estatura en la memoria colectiva. En el gran panorama de la historia, su efigie vivirá por siempre, aún cuando conforme más nos acerquemos a ella, más evidentes sean las grietas que la resquebrajan.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.