Hace ocho años empecé la maravillosa aventura de traducir los libros de Annie Ernaux. Entonces era una autora apenas conocida en España. Cabaret Voltaire apostó por ella con ese buen ojo que tienen Miguel Lázaro y Pepe Pomares y me encargaron La mujer helada que se publicó unos meses después. Ya entonces, durante el laborioso y fascinante trabajo que supone trasladar las palabras de Annie Ernaux a nuestra lengua, tuve muchas dudas. No era por inexperiencia, pues mi ya larga andadura como traductora se remonta a 1989 cuando Alianza editorial me encargó Qué es el tercer Estado de Sieyès y desde entonces he trabajado ininterrumpidamente en mi esfuerzo por dar a conocer autores y autoras en lengua francesa en nuestro país y en América Latina. Pero había algo en esa lengua de Ernaux, aparentemente tan sencilla, que me hacía dudar a cada momento. Así que pedí a Miguel y Pepe, los editores de Cabaret Voltaire, que me pusieran en contacto con la escritora para poder aclarar el sentido exacto de esta o aquella frase. Ahí comenzó otra maravillosa historia en mi vida, mi amistad con Annie, que ha ido consolidándose a lo largo de este periodo.
¿Qué tiene, pues, esa escritura ernaldiana para que se resista a sus traductores y traductoras? Yo diría que tras esa apariencia “blanca”, como la califican en el país vecino donde nació y donde reside, su prosa es exacta, casi matemática. Cada palabra es la palabra justa, la que hay que decir, escribir en cada momento, esa y no otra. De suerte que como traductora tengo el deber profesional y moral de hacer lo mismo, encontrar, en castellano, la palabra adecuada, que es una, siempre, y no otra. Esa búsqueda me lleva tiempo, mucho, y un rico intercambio de mails con la autora, donde siempre irrumpe lo personal, de manera natural, porque desde hace ocho años y diez libros nuestras discusiones aparecen salpicadas de noticias sobre mi gato, o ahora mi gata, sus gatos, sus viajes y los míos, el mundo y sus dramas, la política francesa o la española, la comida que acaba de cocinar y la que he probado yo aquí o allá. A su universo literario se superpone pues otro afectivo, sensual, ideológico, que nos acerca, y me da calor y fuerza.
Porque Annie Ernaux tiene esa energía que se transmite a través de sus libros como de las conversaciones con ella, escrita o, aún mejor, de viva voz. De forma que no creo exagerar si digo que mi definitiva vocación como traductora, por encima de mi actividad como docente universitaria y como investigadora en el siglo XVIII, en cuestiones de género o animalistas, se forjó desde que inicié mis traducciones de las obra de Ernaux.
La mujer helada, el primero de los doce libros que a día de hoy he traducido de Annie Ernaux, fue para mí un shock. Era un libro feminista sin serlo. O, mejor dicho, un libro feminista “de otra manera”. No estaba escrito desde la perspectiva de la “mujer fuerte” a la que estábamos acostumbradas desde Simone de Beauvoir, sino como la constatación de una realidad tan familiar para muchas mujeres como alienante: la de la mujer casada y con hijos que ha visto truncados todos sus proyectos vitales personales para poder ser una buena esposa y madre.
Esa fue la primera pieza del puzzle vital y escritural de Annie Ernaux (yo había leído Los armarios vacíos, pero no como traductora sino como profesora de literatura francesa) que me llevó a descubrir que ni yo ni tantas otras mujeres estábamos solas en nuestra difícil andadura por este mundo. Que también, como muchas de nosotras, había pasado por un divorcio, o por cosas tan terribles pero tan comunes como una violación, un aborto, un cáncer de pecho, o la vergüenza de pertenecer a una clase humilde a la que casi todo, incluidos los estudios, le resulta inaccesible. Su relación con la familia, con la sociedad, aparecía así desgranada libro a libro, y su personaje de Denise Lesur se convirtió en el de Annie Ernaux, sin tapujos, no por ego personal, ni por necesidad ombliguista de hacernos partícipes de sus angustias personales, sino para comunicar al mundo lo que tantas mujeres hemos vivido, estamos viviendo y seguiremos viviendo.
Esta constelación socioautobiográfica, como podría llamarse a la imponente obra de Annie Ernaux, no solo nos ayuda a no sentirnos solas, no solo nos da fuerzas para seguir adelante en nuestra vida y en nuestro quehacer cotidiano, sino que supone un referente inusual en el panorama literario mundial, que es el de decir la verdad.
Porque ante todo los libros de Annie Ernaux son verdad, una verdad profunda, que desvela lo mejor y lo peor de nosotros y nosotras, por eso cada palabra suya pesa tanto, porque carga con todo el peso de la verdad. Una verdad no disfrazada, no embellecida, no manipulada, la verdad pura y dura, expuesta a la luz cenital más cruda. Sin pensar en qué dirá la sociedad, su familia o sus lectores y lectoras. Y no es que a Annie no le importen sus lectores, al revés. Le importan mucho más que todos los premios, que este premio Nobel tan merecido. Pero precisamente por eso, porque se debe a su público sobre todo, su deber como escritora comprometida con la causa de las mujeres y los oprimidos es decir toda la verdad, pese a quien pese.
Desde su adolescencia Annie empezó a escribir un diario íntimo que no ha dejado de rellenar ni un solo día desde entonces en su ya larga vida, página a página, con todo lo que le sucedía, con todo lo que veía, desde lo aparentemente más superficial, como la compra en un hipermercado hasta lo más doloroso como el alzhéimer y la muerte de “una mujer”, su madre; desde los detalles más escabrosos de su aborto hasta su pasión amorosa más obsesiva, para luego hacer de cada uno de esos cuadernos del día a día libros, con una elaboración propia de la gran escritora que es. Sus libros trasladan una verdad sin maquillaje, la palabra exacta de Annie Ernaux, pero también de tantas mujeres con ella, en el momento exacto en que lo vivía, sin modificar recuerdos ni travestirlos. Por eso sus libros son, además de maravillosos monumentos literarios, testimonios de una vida que ha recorrido los grandes eventos del siglo XX y de nuestro presente, de forman que son nuestra memoria, y como tales hemos de conservarlos y respetarlos. Y, sobre todo, leerlos. Esos, sin duda, nos hará mejores. Por lo menos a mí, su traductora, su “mejor lectora”, sí me ha hecho mucho mejor. Y aunque ella sostenga lo contrario de su obra, de la que dice que ayuda a ser más lúcido pero no más dichoso, también me ha hecho más feliz.
es catedrática de Filología y Francesa y traductora del francés.